Even salió y bajó en ascensor hasta el vestíbulo. Al salir, el recepcionista le saludó sonriente con una inclinación de cabeza. Lo que significaba que ni Raffaela ni la señora mayor habían dicho nada al recepcionista; por lo tanto, la muchachita no tenía intención de quejarse de Even por acoso ni nada parecido. Eso debía de significar, por narices, que algo tenía que ocultar. Y que Even tenía razón: la muchacha había dejado entrar a alguien en la habitación. Alguien con una bolsita de polvo blanco. Alguien que quería acabar con él.
Miró a su alrededor. Había un enjambre de gente en las calles, pero Even intentó detectar a alguien que destacara entre los demás. Había un hombre al lado del quiosco de prensa hablando por el móvil mientras miraba en dirección al hotel. Cuando Even lo miró, se volvió y se puso a estudiar las revistas femeninas. Un coche con las ventanillas ahumadas se acercó lentamente a la acera de enfrente y se detuvo. Nadie salió. Even empezó a andar en la dirección contraria; estuvo a punto de chocar con un par de jóvenes que iban del brazo y tenían aspecto árabe. Cuando giró la cabeza, el hombre del quiosco había desaparecido, y todavía no había salido nadie del coche. Una moto salió de un patio interior y se le acercó despacio por detrás. Even cerró los puños y aceleró la marcha mientras le lanzaba una mirada rápida por encima del hombro. El joven motorista se puso torpemente unas gafas de sol al pasar por su lado y desapareció por una esquina. La bajada al metro estaba a unos trescientos o cuatrocientos metros del hotel y allí se encaminó Even, bajó las escaleras a toda prisa y estuvo a punto de chocar con un bosque de niños. Dobló una esquina y se apresuró a tomar un túnel entre unas mugrientas vitrinas de publicidad. Notó pinchazos en el costado y tuvo que bajar la velocidad mientras oía el sonido de los pies. Mientras avanzaba intentaba aguzar el oído por si oía pies que corrían, pies que pretendían darle alcance. Sin un plan previo, se declinó de pronto por una puerta giratoria a su derecha, subió unas escaleras a toda pastilla y descubrió que salía a la misma calle, aunque en la acera contraria. Se apresuró a entrar en una tienda.
Desde una estrecha abertura detrás de una estantería miró por la ventana y se puso a estudiar discretamente a todos los que subían por las escaleras. El metro vomitaba un flujo constante de gente, pero nadie parecía escudriñar nada con la mirada al salir a la superficie, nadie lo buscaba. Y nadie se parecía a alguien que hubiera visto anteriormente.
– ¿Puedo ayudarle? -Una joven sonriente apareció a sus espaldas.
– Ohhh… -Even miró a su alrededor y descubrió que se trataba de una tienda especializada en ropa interior para mujeres-. Me temo que me he equivocado -murmuró, y salió apresuradamente.
Volvió a bajar a la estación de metro y tomó el primer tren con dirección al centro que apareció. Consiguió un asiento de ventana; repasó de arriba abajo a un joven que llevaba una funda de guitarra. El joven le devolvió la mirada hasta que Even bajó la cabeza. ¿Le habría estado entreteniendo el inspector Bonjove con su charla, aquella misma mañana, para que otros pudieran tener acceso a su habitación? El joven de la guitarra se rió y le dijo algo a un amigo que, a su vez, se puso en pie. Con unas miradas divertidas dirigidas a Even se bajaron en la siguiente estación. Sin duda, la intención había sido que la policía descubriera la bolsita en una redada, o tal vez en la aduana de regreso a casa, para así poder quitarle el pasaporte y retenerle.
Pero ¿qué conseguiría la policía con eso? Apoyó la frente contra el cristal frío de la ventanilla, sentía la cicatriz del ojo, como le solía pasar, sobre todo cuando estaba estresado. Verle salir corriendo, verle huir presa del pánico. Eso era lo que pretendía la policía, ésa era, en esencia, la naturaleza de la policía. Provocar a la gente para que sacase lo peor que tiene dentro, destruir las defensas para que toda la mierda quedase al descubierto, vulnerable, y luego poder pisarla. Al otro lado de la ventanilla, la luz chispeaba contra la oscuridad; un tren que venía por la otra vía en dirección opuesta pasó aullando y Even lo vio todo en rojo, el rojo de unos ojos inyectados en sangre y sangre derramándose por el suelo. Se puso en pie de golpe y se fue hacia la puerta. Allí estuvo esperando con la mano apretada contra el ojo.
El tren llegó a Pigalle. Buscó el camino hasta otra línea a paso rápido. Miró a su alrededor en el andén, como si se dispusiera a tomar un tren a uno de los suburbios, hasta que de pronto saltó al otro lado a través de los túneles y cogió un tren en dirección al centro de la ciudad. Notó cómo la adrenalina bombeaba en sus venas, percibió la mezcla de pánico y estímulo, volvía a tener diecisiete años y volvía a huir de la policía. El tren estaba lleno a reventar y Even se quedó en el pasillo central, agarrado a la barra superior que corría por debajo del techo del vagón. Miró de reojo a la gente que le rodeaba, midiéndolos, sopesando si eran amigos o enemigos. La mayoría parecía mirar al vacío. Miró por encima de sus cabezas, hacia los que se encontraban delante de la puerta, estudió las caras de los que habían saltado al tren en el último suspiro. El encuentro con Mai había detenido su huida, le había hecho descansar. Lo había llevado a dejar a un lado la hostilidad, pero no a olvidarla, eso era imposible, la había metido en un cajón y había cerrado con llave. Y eso sin que ella lo supiera. Ahora ella había desaparecido, por completo, y la huida volvía a empezar. La historia se movía en círculos, él volvía a correr, estaba condenado a huir de la policía toda su vida. Ahora se daba cuenta. Un revisor entró desde el vagón contiguo y empezó a revisar sistemáticamente todos los billetes. Even miró el uniforme y sacó el billete, listo para que el revisor le echara ojeada. Sus manos estaban empapadas de sudor. El revisor asintió y se abrió camino a través del vagón. Apestaba a un desodorante que Even abominaba.
Even se bajó en la estación de Saint-Lazare y se alejó por el andén, como si se dispusiera a subir a la superficie y la luz del día. Contó los segundos, uno-dos-tres-cuatro, mientras los pasajeros salían en tropel; avanzó a lo largo de los vagones, vigilando ahora a los que entraban. Contó, no los suyos, sino los segundos del mundo: dieciocho, diecinueve, veinte… Estaba pendiente de la señal de salida. Justo antes de que las puertas se cerraran, volvió a saltar al tren y siguió el viaje. Veintinueve segundos. Eso es lo que tarda una ballena en aparearse. Encontró un asiento libre al lado de una mujer con una sombra de bigote en el labio superior. Tenía todo el regazo cubierto de bolsas de la compra llenas de verduras y respiraba pesadamente con la boca abierta, su gran pecho subía y bajaba en sacudidas violentas. Even cerró los ojos y ya sólo oía el resoplido. Se imaginó dos ballenas en una cama, una encima de la otra. Cuando volvió a abrir los ojos, se encontró con la mirada escrutadora de un hombre, sentado un par de filas de asientos más adelante. El hombre giró la cabeza y se puso a mirar por la ventanilla.
En la estación de Solferino, Even saltó del tren justo antes de que se cerraran las puertas. Se quedó en el andén mirando al hombre que lo observaba y que seguía sentado sin moverse. Salió a la superficie y se metió en la primera cafetería que encontró, asegurándose de que nadie le había seguido, antes de pedir una copa de vino y preguntar por el escusado. El camarero le indicó una puerta al fondo del local.
El retrete estaba sucio y olía a orines. Even se encerró en uno de los baños individuales, se sentó en la taza del váter y arqueó la espalda, y en un intento de reprimir las ganas de gritar se mordió la mano. Ya no tenía diecisiete años, ya no le apetecía correr ni huir a ninguna parte. Ya no era Neve.
Alguien entró en el baño. Even oyó cómo se quedaba parado mientras la puerta se cerraba detrás de él. Los pasos se iban acercando, uno de los zapatos chirriaba, se acercó a los escusados y tiró del pomo de la puerta del que ocupaba Even. El hombre farfulló algo y se fue al siguiente escusado. El pestillo se cerró con un ruido metálico. Unos pantalones bajaron y el hombre empezó a gemir y resoplar mientras se vaciaba. Luego se secó, se subió los pantalones y volvió a salir del baño. Even volvió a respirar. No sabía a ciencia cierta si había contenido la respiración durante todo el episodio.
– No se lavó las manos -murmuró sin poder evitar una sonrisa. Un par de manos parisinas llenas de bacterias era lo que hacía falta para atenuar el pánico. Se encendió un cigarrillo y volvió a sentarse. Se oyó un susurró en las cañerías, agua corriendo, por lo demás todo estaba en silencio. ¿Debería llamar al inspector Bonjove y contarle lo de la bolsita que había encontrado en un calcetín? «Ahora tengo que aplicar la lógica. -Soltó el humo hacia el techo sucio y gris-. Si ha sido la policía quien ha dejado la bolsita donde la encontré, sabrán por mi reacción que estoy limpio y que soy inocente. -Levantó la tapa del váter y dejó caer la ceniza en la taza-. O también cabe la posibilidad de que crean que soy doblemente astuto y, por lo tanto, culpable. Y si es (sigue siendo) la policía quien escondió la bolsita, tal vez las dos bolsitas, son todo menos inocentes, y cuando se den cuenta de que he encontrado la bolsita en el calcetín utilizarán otros medios para pillarme.» Miró un dibujo sobredimensionado de un pene en erección que alguien había tallado en la puerta del escusado.
Y si no es la policía quien está detrás…
Even le dio una bocanada al último centímetro de cigarrillo, pensó «entonces tendrán que ser otros», se quemó los dedos y arrojó la colilla al váter. Cuando terminó de lavarse las manos, volvió a la cafetería y se sentó con su copa de vino tinto en el rincón más oscuro del lugar con el rostro hacia la puerta. El sentido común, que prevalecía cuando dejaba a un lado el odio a la pasma, le decía que no había sido la policía la que había metido la bolsita en el calcetín. No era su modus operandi habitual porque, ¿con qué propósito harían algo así?
El reloj que había en la pared encima de la barra señalaba las tres y veinte, y Even sacó el teléfono móvil y marcó un número. Nadie contestó. Seguramente Finn-Erik había salido a dar una vuelta con los niños. Al fin y al cabo, Seguros Solvent le había concedido el resto de la semana libre.
Sacó la carta de Mai, le dio la vuelta, sacó una pluma del bolsillo de la chaqueta y escribió:
La policía
Hotel / Raffaela
Vaciló un instante antes de escribir «Finn-Erik».
Eran, en definitiva, quienes podían conocer su visita a París y que estaban al corriente de que se alojaba precisamente en aquel hotel. Además de aquellos a los que Finn-Erik pudiera habérselo contado. Más tarde, tendría que preguntárselo a Finn-Erik. Una parte de la conversación que había mantenido con el inspector Bonjove le vino a la mente, y escribió un signo de interrogación en el papel. Pensativo, miró fijamente el papel antes de marcar un número de teléfono que había introducido en el móvil aquella misma mañana.
– Inspector Bonjove, hola -contestó una voz al instante.
Even se presentó:
– Justo antes de separarnos esta mañana, me preguntó si conocía a una persona en concreto. Entonces yo estaba demasiado nervioso para enterarme del nombre, por eso vuelvo a llamar. ¿A quién mencionó, y por qué?
– Le pregunté si conocía a un tal Simon LaTour -contestó Bonjove complaciente-. LaTour en una palabra. Es un escritor francés, de Toulouse, creo. No sé gran cosa de él, me parece que ha escrito un par de novelas de suspense y algunos libros de intriga mediocres.
– ¿Y por qué me preguntó si yo le conocía?
– Seguramente no sea más que pura coincidencia, pero pensé que…-Bonjove dijo «un momento» y Even le oyó dar un recado a alguien antes de volver al teléfono-. Bueno, a lo que íbamos. Ese tal Simon LaTour ha desaparecido. Dicen por ahí que no hay que alarmarse, que a menudo desaparece por un tiempo cuando recopila información para un libro nuevo. Sin embargo, el caso es que su editorial tenía un acuerdo con él que no cumplió. Eso no había ocurrido nunca antes. Su esposa tampoco sabe dónde está.
– ¿Y eso qué tiene que ver con Mai-Brit Fossen?
El inspector Bonjove titubeó un instante antes de contestar:
– Estaba hospedado en el mismo hotel que Mai-Brit Fossen, de hecho, en la habitación de al lado y, además, al mismo tiempo. Sin embargo, lo extraño es que abandonó el hotel sin liquidar la cuenta, lo abandonó la noche antes o tal vez el mismo día en que su ex esposa se quitó la vida. Claro que es posible que no sea más que una coincidencia, una ironía del destino, si quiere, pero pensé que se lo tenía que preguntar cuando le tuve enfrente. -Se rió secamente, sin el más mínimo atisbo de humor-. Ya sabe, en la policía tenemos siempre tantos casos criminales por resolver que, en cuanto podemos, juntamos dos en uno. Es buenísimo para la estadística. Llámeme si descubre algo de interés, hágame ese favor.
Even terminó la conversación sin prometer nada, sorprendido por el tono conciliador que el inspector había utilizado al teléfono. Volvió a leer la carta de Mai antes de devolverla al bolsillo y luego se marchó.
El propietario del bistró lo reconoció antes de que a Even le hubiera dado tiempo a tomar asiento y salió a toda prisa. Su rostro oscilaba entre el entusiasmo jovial y la compasión ligeramente afectada. Su bigote de morsa temblaba cuando insistió en invitar a Even a un calvados.
– Oui, vi que le gustó. Es bueno para el estómago y para el corazón, para todo. Nada como mi calvados para curar el dolor y la pena.
Cuando volvió a la mesa, traía dos copas y una botella, se sentó en una silla y sirvió. Brindaron y Even notó el ardor cuando la bebida aterrizó en el estómago, y pensó que a lo mejor había comido demasiado poco aquel día. El dueño volvió a llenar las copas y miró atentamente al invitado. Even echó un vistazo a la plaza.
– Aquel día…-El dueño asintió, como dándole ánimos para que siguiera-. ¿Ocurrió alguna otra cosa, algo especial, algo que no suele ocurrir normalmente? -Even se encogió de hombros-. Cualquier cosa.
La Morsa abrió lo brazos y torció la boca.
– Non, fue un día de lo más normal. Tiempo seco. Muchos turistas. Un buen día, bueno, sí, hasta que… alors. -Volvió a abrir los brazos y miró con conmiseración a Even.
– ¿Algún cliente habitual la vio llegar, alguno vio lo que ocurrió?
– Oui, desde luego que sí. El viejo coronel Lefebre… me parece, y madame Naim también estaba, pero… -¿Dónde estaban sentados?
– Lefebre estaba sentado justo al lado de su esposa, en la mesa contigua, supongo que fue quien mejor lo pudo ver todo. Es un idólatra incorregible de todo lo que lleva faldas. Estaba muy conmocionado por lo ocurrido. Se ha ido a pasar un mes a Alger para recuperarse. Es un viejo legionario, le hirieron y le quedó la pierna destrozada. Ha visto cosas espeluznantes, pero una mujer bella que se pega un tiro, me temo que es lo peor que… – La Morsa sacudió triste la cabeza, como si la declaración también fuera por él-. Terrible.
«Ella no llevaba falda -pensó Even-.Y no era mi mujer. Ya no.»
– ¿Las demás mesas estaban ocupadas por turistas?
– Sí, me parece que sí. O si no, clientes que no conozco tan bien. Ya era tarde, y a esa hora, la mayoría de parisinos están en casa, descansando o cambiándose antes de salir a cenar o a encontrarse con los amigos.
– Madame Naim, dijo. ¿Dónde podría encontrarla?
– Oh, ella no vio nada. Suele sentarse allí en el rincón, con su perrito, y está sorda como una tapia, por lo que no creo que ni siquiera haya oído el disparo de la pistola.
Agitó una mano hacia el centro del café. Even se puso en pie, se dirigió hacia la puerta y miró al interior del local. En el rincón más alejado, de espaldas a la calle, había una señora mayor con un pequeño perro de lanas blanco en el regazo. Daba sorbitos a una copa de jerez mientras le rascaba detrás de la oreja y cotorreaba. No vio a Even.
Se volvió a sentar. El dueño levantó la copa y los dos apuraron la copa de calvados.
– Siento que no pueda ayudarle más -dijo-. ¿Qué es exactamente lo que está buscando?
– No lo sé -dijo Even-. ¿Conoce a un hombre que se llama Simon LaTour?
El otro se rascó el bigote y sacudió la cabeza.
– Non, no es alguien que frecuente este lugar, o eso creo. ¿Qué aspecto tiene?
– No lo sé.
El dueño lanzó una mirada meditabunda a Even antes de levantarse para agarrar la botella y las copas. Even dijo que le gustaría pagar por las copas.
– Ni hablar.-La enorme cara se resquebrajó en una sonrisa mientras agitaba la botella-. Estoy convencido de que ya se siente mejor.
Even asintió. Le dio las gracias y estaba a punto de irse cuando el dueño de pronto gruñó:
– Ahora que lo pregunta… sí que hubo algo raro aquel día. -El bigote de morsa se volvió hacia una de las mesas que bordeaban la calle-. Había un hombre… llegó poco después de su mujer, recuerdo, y se sentó a esa mesa. Pidió un whisky…
– ¿Y? -preguntó Even al ver que no llegaba nada más.
– Bueno, entonces se oyó el disparo y todo fue un caos. El hombre desapareció sin siquiera esperar a que le trajeran el whisky. De hecho fue el único que no se quedó para hablar con la policía.