Ginebra
Sentado detrás del escritorio, el hombre parecía pequeño. Mai-Brit dudó de que sus pies llegaran al suelo. La cara redonda brillaba como si acabara de comer hojaldres rellenos de mayonesa para desayunar. Notó que tenía a Simon LaTour justo detrás, un poco a la derecha, como si estuviera vigilándola para que no se escapara.
Simon le explicó quién era ella y el hombre asintió. Mai-Brit le pidió a Simon que se fuera al vestíbulo antes de explicarle al hombre lo que le interesaba encontrar. Lo hizo en francés. Habló rápidamente, fue al grano. Cuando ella terminó, él tomó unas breves y rápidas notas en un bloc. En la pared colgaban varios diplomas enmarcados que daban fe de su competencia, así como una fotografía en la que el hombrecillo aparecía rodeando la cintura de un hombre joven con el brazo. Había algo conocido en aquel joven, pero Mai-Brit no conseguía situarlo. Seguramente algún famoso suizo, al menos lo parecía.
– La familia Fatio de Duillier -repitió el hombre y anotó algo más en el bloc-. Le echaré un vistazo a partir de la semana que viene.
– Lo que quiero saber es qué camino ha tomado su biblioteca, me refiero, claro, a los libros -repitió Mai-Brit para asegurarse de que el hombre había entendido lo que le pedía. No pretendía que le hicieran un árbol genealógico-. Soy historiadora y sé que había muchas obras interesantes en la colección que ahora resultan difíciles de encontrar.
– Sí, comprendo. ¿Adonde puedo dirigirme cuando tenga el resultado de la búsqueda?
Hablaba como si diera por sentado que el resultado sería positivo, como si sólo fuera cuestión de tiempo.
Mai-Brit le dio su teléfono móvil y remarcó que el contacto que mantendrían era confidencial a todos los efectos, que nadie, y eso incluía también a Simon LaTour, debía conocer la naturaleza del encargo. El hombre asintió tranquilamente y aceptó un adelanto de quinientos francos.
Una vez en la calle, Mai-Brit posó su mano en el codo de Simon LaTour.
– ¿Quieres volver conmigo a París?