– ¿Por qué no cogiste el coche? -preguntó Kitty y llenó las copas de vino tinto.
Even había recogido la cocina, había lavado las pilas de platos y vasos y luego se había afeitado y duchado antes de que apareciera Kitty, un poco pasadas las seis, casi a las seis y media. Even sospechaba que Kitty había llegado tarde a propósito, para darle un poco más de tiempo para trabajar. Bueno, de hecho incluso se había planteado cambiar las sábanas.
– No tengo derecho a hacerlo -reconoció Even y se acabó la copa.
– ¿Que no tienes derecho…? ¿Quién dice que…? -Su frente se frunció-. ¿Quieres decir que no tienes carné de conducir?
– Eso mismo.
Kitty cerró la boca y bajó la mirada al plato.
– El día que viniste a mi casa… -dijo, interrumpiéndose de pronto.
– Sí. Conduje el coche de Finn-Erik. Finn-Erik me importaba un comino, me importaban un comino los problemas que pudiera llegar a tener prestándome su coche. -Even se encogió de hombros como un muchacho-. Me importaba una mierda, pero tú…
– Pero yo no. -De pronto la cara seria se rasgó en una gran sonrisa; Kitty se puso en pie, rodeó la mesa y le besó en la mejilla antes de volverse a sentar-. Eres un encanto.
Even comió sin decir nada. Era agradable comer algo que no fuera pizza.
– ¿Cómo lo perdiste? Porque tenías carné de conducir cuando venías a vernos a la granja, ¿verdad?
– Sí, entonces sí tenía. -Even se quedó un rato inmóvil antes de dejar los cubiertos sobre el plato-. ¿Estás segura de que quieres saberlo? Es una historia estúpida. Sobre la estupidez y de por qué Mai me abandonó.
– Entonces sí quiero oírla, no lo dudes. Porque si hay algo que nunca he comprendido es por qué se fue. -Kitty volvió a llenar la copa de Even.
– Venga pues -dijo Even, ligeramente avergonzado-. No fue sólo por eso, pero fue la gota que colmó el vaso. Verás… -Even dio un sorbo al vino, alargando el tiempo como si esperara que cayera un rayo que le impidiera seguir, pero no pasó nada-. En aquella época, yo estaba enganchado a los experimentos -dijo finalmente-. Todo lo que se pudiera calcular, yo tenía que predecirlo y estimarlo; cuanto más estúpida fuera la hipótesis, más ganas tenía de probarla. Una noche hicimos una visita a unos amigos, un biólogo y su mujer. Él era una especie de freak de las novedades técnicas. Si había salido algo nuevo al mercado, en cualquier parte del mundo, podías estar seguro de que él era el primero en enterarse, y en adquirirlo. El primero en comprarse una máquina eléctrica para barajar cartas, o uno de esos aparatejos que te calculan la temperatura exterior desde el salón de tu casa. Incluso fue el primero en tener un reproductor MP3, a pesar de que no sentía ni el más mínimo interés por la música. Supongo que conoces ese tipo de hombres. Sin embargo, aquella noche nos mostró un aparato en el que debías soplar para medir el nivel de alcohol en tu sangre. Seguramente era el mismo que ahora utiliza la policía. Durante la noche, el biólogo me midió y me pesó para conocer mi masa muscular y mi índice de grasa corporal; quería calcular la cantidad de alcohol que sería capaz de aguantar sin superar la tasa legal. Luego calculamos la rapidez con la que quemaba el alcohol en sangre. Y entonces ahora es cuando viene la parte estúpida, fue cuando empecé a beber como parte de un experimento. -Even levantó la cabeza y Kitty se dio cuenta de que era una historia de la que Even era capaz de reírse-. Ni Mai ni el amigo biólogo ni su mujer sabían que estaban participando en un experimento. Sin embargo, partiendo de lo que habíamos calculado, empecé a beber de forma controlada para mantenerme justo por debajo del límite. Ese era mi objetivo. La broma pesada que le tenía preparada a la policía, si quieres. Cuando decidimos marcharnos, nadie se preguntó si debía o no conducir yo, pues era lo que Mai y yo habíamos acordado de antemano. Ella no sabía lo mucho que yo había bebido, no dijo nada y se quedó dormida en el coche como de costumbre, con la cabeza apoyada contra el cristal. Yo estaba despiertísimo y emocionado con mi estúpida idea, por lo que empecé a dar vueltas por la ciudad al azar. Para que todas las molestias que me había tomado valieran la pena había que realizar un control. Era a principios del mes de diciembre, por lo que no tardé mucho en localizar un control de alcoholemia. Las cenas de Navidad, ya sabes.
– Dios mío -dijo Kitty, mirándole boquiabierta-. ¿Quieres decir que te fuiste directamente a la boca del lobo? ¿Conscientemente?
– Verás, al fin y al cabo no estaba sobrio, o sea que se lo puedo achacar al alcohol. En fin, que me hicieron la prueba, y la prueba mostró que el nivel de alcohol era muy superior a lo permitido. Me retiraron el carné allí mismo, y Mai y yo tuvimos que coger un taxi. Por lo que me han contado fue por un golpe de suerte que no se lo quitaran también a Mai. Al día siguiente, Mai fue a por el coche. Luego hizo la maleta, me soltó un discurso de no te menees y se fue.
Kitty se había quedado mirando la copa de vino, después de un rato suspiró y empezó a comer. Even se levantó y fue a por la sal; la salsa agridulce estaba sosa.
– ¿No podrías hablarme de cuando tú y Mai os conocisteis? Me imagino que ese episodio sí se parece más a una historia con final feliz.
«Eso crees», pensó Even. Pero ya que estaba exponiendo todos sus lados malos, a lo mejor daba igual si sacaba unos cuantos más a la luz. Era preferible que Kitty se hartara de él ahora y se fuera que lo hiciera cuando él ya se hubiera acostumbrado a tenerla a su lado.
Even se quedó pensativo; al fin y al cabo, de aquello hacía veinte años. Tomó un sorbo de vino para reunir fuerzas, y empezó:
– Fue durante una manifestación ante la embajada estadounidense. En el 85. Nos manifestábamos contra una guerra, o una acción, o algo que habían hecho, no lo recuerdo demasiado bien… me pregunto si no tendría que ver con no sé qué portaaviones. Sea como fuere, yo estaba allí, como de costumbre.
– Oh -exclamó Kitty.
– Sí, formaba parte del grupo de la casa Blitz, de los okupas, aunque sólo fuera tangencialmente. De la facción a la que le encantaban las manifestaciones porque te permitían enfrentarte con la policía, la parte del ambiente que pululaba alrededor de la casa Blitz y que buscaba cualquier ocasión para darle una paliza a un poli. -Even sonrió al ver la cara que se le había puesto a Kitty-. Dijiste que querías oír nuestra historia… y, además, tú misma dijiste hace poco que cuando me viste por primera vez parecía un miembro de Blitz. Pues lo era. De hecho, era un grupo fantástico. No éramos tantos los que éramos unos verdaderos sacos de mierda, los que sólo nos unimos al grupo para poder pelear, apenas un puñado o dos. Fue por aquel entonces cuando adopté el nombre de Rekil.
El rostro de Kitty parecía un interrogante.
– Lee Even al revés -dijo él.
– Nevé, o sea, puño -dijo Kitty.
– ¿Y Rekil al revés?
– Liker, es decir, le gusta.
– ¿Y Vik?
– Eh, Kiv. Nevé liker kiv, a Nevé le gusta kiv.
– Sí. ¿Y sabes lo que significa kiv? Es una palabra antigua para decir bronca, guerra, enemistad. Y a mí me gustaba usar los puños, me gustaba verme como un superhéroe al revés; alguien que era bueno de día, cuando estaba en la universidad, y que se llamaba Even Rekil Vik. Pero luego, cuando la policía salía a la calle con la intención de detener a manifestantes pacíficos, yo cambiaba de identidad, incluso de personalidad, y me convertía en Nevé Liker Kiv.
– Vaya por Dios, qué infantil -dijo Kitty y agarró su copa. Parecía indignada de verdad.
– Nunca te dije que lo que te iba a contar fuera una historia con final feliz. Fuiste tú quien lo dijo.
Kitty bebió y lo miró impaciente. Quería oír más.
– La manifestación era pacífica, todos gritaban lemas y agitaban carteles sin que hubiera el menor indicio de bronca. Alcanzamos la embajada de Estados Unidos, nos quedamos parados tranquilamente delante del edificio donde alguien estaba soltando un discurso por un megáfono, cuando de pronto aparecieron. Llegó la policía montada desde los dos costados, y detrás de ellos venían agentes a pie, con escudos y porras. Enseguida nos dimos cuenta de que buscaban pelea, que no habían venido sólo para vigilar. Estalló el caos, la gente llegaba de todos los rincones, y la policía parecía atacar también de todos los costados. Todo acabó, naturalmente, en una batalla campal. Todo el mundo daba patadas y pegaba y gritaba y aullaba, y los caballos se abrían camino entre nosotros como si fueran tanques vivientes. De pronto, descubrí a una chica a la que habían acorralado, por un lado, un agente montado y, por otro, uno a pie, que no paraba de golpearla con la porra. Ella gritaba e intentaba salir de allí, pero el caballo le cerraba el paso. Salté hacia allí y le quité la porra al agente montado, lo agarré por la bota y lo tiré del caballo hasta que acabó en el suelo con el casco rodando. Entonces le pegué al caballo en el hocico y éste salió corriendo de un salto y…
– ¿Pegaste al caballo? -dijo Kitty, escandalizada.
Even la miró sorprendido.
– Sí, tenía que conseguir que se alejara. Los dos policías me atacaron, y yo les devolví los golpes, alcancé a uno en la cabeza y conseguí que el otro huyera asustado. Yo estaba totalmente fuera de mí, creo recordar, soltaba mandobles a diestro y siniestro como un loco. De pronto descubrimos, la chica y yo, que podíamos escapar de allí, por una calle lateral. Corrimos como unos condenados. Finalmente pudimos escondernos en un patio trasero, en un sótano, echados sobre unos sacos de patatas vacíos. Allí conseguimos calmarnos. La chica, que naturalmente habrás adivinado era Mai, se había hecho daño en el brazo y tenía una herida en la cabeza. La vendé con mi bufanda. Nos quedamos allí hablando de lo que había pasado y de nosotros mismos durante horas. Hasta que oscureció no nos atrevimos a abandonar nuestro escondite. Mai dijo que no le contara nunca a nadie lo que había ocurrido. Creo que tenía miedo de que su padre le prohibiera vivir contigo y le exigiera volver a casa para poder vigilarla. Al día siguiente leímos sobre el enfrentamiento en los diarios. Echaron toda la culpa a los manifestantes. Como de costumbre.
Even calló. Kitty había dejado los cubiertos en el plato, se había quedado mirando la salsera con ojos vacíos, como ausente. Even bajó la mirada. Su apetito había desaparecido y lo que más le apetecía en aquel momento era acostarse. Se sentía completamente agotado y vacío. Eso de abrirse a otra persona desgastaba, a pesar de que sólo había contado la mitad de la historia. Desgastaba refrescar la memoria de lo que preferiría haber olvidado.
– ¿Dónde está el baño?
Kitty se había puesto en pie y lo miraba fijamente.
– Primera puerta, a mano derecha.
Even se lo indicó con un gesto. La siguió con la mirada cuando ella salió al pasillo y cerró la puerta. Oyó que giraba la cerradura. Seguramente querría hacer pipí antes de marcharse. Era obvio que la había asustado con sus historias, cuando apenas había abierto el tarro de las esencias.
Quedaba mucha comida, pero Even la tiró a la basura sin miramientos, enjuagó los platos y los cubiertos, despejó la mesa de la cocina y descubrió el móvil debajo de un trapo de cocina. Lo encendió y sonó para comunicarle que alguien le había dejado un mensaje. Tres mensajes, apareció en la pantallita.
Susann (maldita sea, se había olvidado de Susann).
«Hola, sólo quería decirte que lo pasé muy bien el otro día. Me gustaría que me llamaras.» Era del jueves.
Kitty: «¡Advertencia! Me pasaré por tu casa mañana para ver si sigues vivo». Enviado ayer por la noche.
El tercer mensaje era de la compañía de teléfonos, que le comunicaba que había mensajes de voz en su buzón. Llamó. Con el móvil enganchado entre el hombro y la oreja abrió la nevera para coger una cerveza. Una voz de mujer le dijo que tenía cuatro mensajes.
«Aquí Finn-Erik. He recuperado mi móvil. Tienes que llamarme. Es importante. Si no lo has hecho…» La comunicación se interrumpió en mitad de la frase. Una voz le contó que el mensaje había sido grabado el jueves, a las catorce horas y treinta y dos minutos.
Even sacó un abridor de uno de los cajones. Catorce treinta y dos. ¿Estaría entonces Finn-Erik en el trabajo? Even abrió la cerveza y bebió. El siguiente mensaje entró en el momento en que consideraba si las once y media era demasiado tarde para llamar a Finn-Erik.
«Hola, soy Susann. No quiero ser una pesada, pero quería decirte que me gustaría que me llamaras. Estaré en casa esta noche y me encantaría recibir una visita.» Grabado el viernes a las catorce horas y cincuenta y tres minutos.
Even se sentía mentalmente confuso. Habían pasado doce horas juntos en Londres. Había estado bien, pero jamás se imaginó que ella desearía volverle a ver. ¡Maldita sea, a un viejo gilipollas como él!
El siguiente mensaje interrumpió el hilo de sus pensamientos y Even dejó sorprendido la lata de cerveza sobre la mesa.
«Señor Vik, creía que teníamos una cita para cenar esta noche, a las siete. Por favor, dígame algo cuando reciba este mensaje.» La voz de Odin Hjelm sonaba ofendida y no conseguía ocultar cierta irritación. ¡Mierda, mierda, mierda! Había olvidado aquella cita por completo. Se suponía que tenían que hablar del libro de Newton, de la conveniencia de que Even siguiera trabajando en él. Tendría que llamarle mañana, sin falta.
Even oyó a Kitty en el pasillo.
– Disculpa, sólo quería oír si eran mensajes importantes que no podían esperar -dijo al tiempo que empezaba a sonar un cuarto mensaje: «Even Vik. ¡No cuelgues! Tienes que entender que…». El acento sueco se detuvo abruptamente cuando Even, maldiciendo sonoramente, interrumpió la conexión lanzando el móvil contra la mesa.
– Vaya, vaya. Por lo que veo, no todo son buenas noticias.
Kitty lo abrazó por la espalda. Even notó sus pechos puntiagudos contra la espalda y se volvió. Kitty alzó los brazos, los posó sobre sus hombros y apretó su cuerpo desnudo contra él.
Poco a poco, la tensión que el último mensaje había creado fue abandonando su cuerpo y Even inclinó la cabeza. Con mucho cuidado mordió el labio inferior de Kitty.
– Creía que te irías.
– No te será tan fácil deshacerte de mí -dijo ella y le devolvió el mordisco.