9 de marzo, París
Compré Origins of Gentile Theology. No… no es del todo cierto, porque monsieur D'Alveydre no me lo permitió. Recibí el libro como un regalo (a una bella mujer, había dicho), y me permitió, muy a regañadientes, que le expresara mi agradecimiento por las atenciones del ama de llaves con una pequeña muestra de reconocimiento cuando me fui. No me acompañó a la puerta, sino que se quedó sentado tranquilamente entre todos sus libros con una mueca con la que parecía decir que ningún paraíso celestial podría ofrecerle nada que no pudiera encontrar en aquella estancia.
Vacié el monedero de todo el dinero que tenía en efectivo y se lo di al ama de llaves (más adelante haré que tasen el libro y le enviaré una cantidad ajustada a D'Alveydre, porque estoy decidida a que reciba el equivalente a su valor real). El ama de llaves aceptó los 634 euros sin mover ni una pestaña y dijo que el taxi que había pedido me estaba esperando en la puerta. Tenía ganas de besarla, de saltar a la biblioteca para besar al anciano, de bailar y gritar de alegría, pero en lugar de eso salí a la calle con pasos tranquilos y solemnes y me metí en el taxi. Pedí que me llevara al hotel. Cuando el coche se separó de la acera, mis ojos se pasearon inconscientemente por los coches aparcados en la calle y vislumbré de pronto la jeta que ya conozco. En el asiento del conductor de uno de los coches estaba sentado mi perseguidor, el hombre de la barba. Me devolvió la mirada.
Mai había encontrado la fórmula hacía poco más de un mes, pero le dio el sobre marrón a Kitty en el mes de noviembre, ¡hacía cinco meses!
El diario se deslizó entre sus dedos, que de pronto se habían quedado sin fuerza. Even sintió que se le nublaba la vista. Se apoyó en la taza del váter y se incorporó con gran esfuerzo, consiguió abrir el grifo y se echó agua fría en la cara. El sobre en casa de Kitty le había conducido a Londres. Unos ojos inyectados en sangre le miraron fijamente desde el espejo. Sintió ganas de rugir, gritar, llorar, destrozar todo lo que le rodeaba. ¡Le entregaron la fórmula de Newton en Londres! Su pelo grasiento, que necesitaba las tijeras de un peluquero, se erizaba salvajemente, una barba cana de varios días cubría sus mejillas hundidas. Parecía un profesor loco. Un profesor de matemáticas chiflado que acababa de descifrar la ecuación con una incógnita de Mai: quién estaba detrás de su muerte.
Y eso era lo que era. Y eso era lo que tenía.
Dio un rugido y aporreó el espejo con el puño y los cristales se desparramaron por el fregadero; la piel de los nudillos se le desgarró y apenas sintió dolor. La lava candente en su pecho tapaba todo lo demás. La mano cayó fláccida sobre el borde del lavabo, la sangre corría de la herida profunda, mezclándose con el agua salada que goteaba de su cara. Even levantó la cabeza con un aullido gutural. El profesor loco lo miró fijamente desde los fragmentos del espejo que lo deformaban y lo descomponían en un mosaico macabro. Le faltaba un ojo, el otro estaba dividido en tres facetas desfiguradas; un pedazo de la mandíbula había desaparecido y la boca se torcía en una sonrisa maligna y fea. Partes de la frente eran campos negros por donde había desaparecido el cerebro. Even era negro y era blanco. Un pedazo de espejo se soltó y cayó en el lavabo. Se estaba descomponiendo.
Por fin se veía a sí mismo, tal como realmente era.