La calle estaba desierta. La luz de una farola brillaba en la acera de enfrente, pero por alguna razón misteriosa se mantuvo a la misma distancia mientras él se acercaba. El crujido de unas piedras le hizo volverse, sólo para ver una casa que se derrumbaba y desaparecía en una oscuridad eterna e inescrutable. Asustado, trastabilló y fue a parar a la calzada, donde de pronto apareció un camión rugiente con unos faros potentísimos, que casi lo atropello. Él se quedó petrificado, viéndolo desaparecer como dos pilotos rojos en medio de la niebla. La calle tembló, el pavimento empezó a deshacerse bajo sus pies, aunque logró salvarse en el último momento dando un salto hacia la acera. Se arrodilló y vio cómo la calzada se deshacía en piedrecillas y grava, pequeños meteoritos que eran absorbidos por un agujero negro. A sus espaldas, una piedra del bordillo se soltó y desapareció en el abismo, luego la siguiente y luego una losa se disolvió como si fuera azúcar en agua caliente. Aterrorizado, se arrastró hacia delante mientras el abismo le pisaba ávidamente los talones. Un grito se había quedado atascado en su garganta mientras la eternidad devoraba el suelo desde los dos lados. Aterrado, se agarró con las dos manos al borde de la última losa mientras su mirada se perdía en el espacio infinito. Un camión con verduras hervidas atravesó la noche y él se lanzó a la oscuridad sin pensarlo dos veces, aterrizó sobre la cabina del camión y se quedó allí mientras el conductor le gritaba…
– ¡La cena está servida!
– Hum…
– Si quieres cenar, será mejor que te incorpores. -El conductor le reprendió con la mirada.
Even abrió los ojos y echó la mirada hacia el salón.
– ¿Qué…?
Se incorporó aturdido en el sofá. Kitty dejó una olla de hierro fundido humeante sobre la mesa del comedor y se dirigió al buró.
– ¿Vino? -Kitty sostenía una botella de vino tinto abierta en el aire.
– Eh… sí, gracias. -Even jadeó y se rascó el pecho.
El salón estaba prácticamente a oscuras, sólo entraba luz por la puerta abierta de la cocina, un par de velas sobre la mesa iluminaban la estancia. Las brasas crepitaban en una vieja estufa y una música tenue salía de unos altavoces que estaban colocados uno a cada lado de la ventana. Even se inclinó hacia delante y recogió un montón de papeles que estaban esparcidos por el suelo. La historia de Mai sobre Newton. Debió de quedarse dormido mientras leía.
– ¿Muy aburrida la lectura? -dijo Kitty, que en ese momento entraba desde la cocina con un bol de ensalada y una salsera en las manos.
Even echó un vistazo a los papeles y se rascó la mejilla.
– No, aburrida no…
– ¿Pero…?
– No sé… extraña. No consigo adivinar de qué se trata realmente, qué sentido tiene.
– Tendrás que echarle un vistazo luego. -Kitty retiró una silla de la mesa con el pie y se sentó-.Ven a comer mientras la comida todavía está caliente.
– Sí, gracias -dijo Even y miró indeciso hacia la mesa. ¿Qué habría preparado?
– Pechuga de pollo hecha con mantequilla de ajo y limón. Salsa de crema de leche con setas -dijo Kitty, como si le hubiera oído-. Verduras hervidas, ensalada… y vino tinto.
La cena despedía un aroma apetitoso. Even tomó asiento y agarró la copa de vino, aunque la volvió a soltar rápidamente.
– No, diablos, que tengo que conducir. Kitty bebió un poco, chasqueó la lengua y lo miró fastidiada.
– Puedes quedarte a dormir aquí. Apenas he tenido ocasión de saludarte; cuando no leías, estabas durmiendo.
Even alzó la mirada, sorprendido. Sus ojos se encontraron con los de ella por encima de la copa. Llevaba el pelo recogido en un ovillo de henna desordenado sobre la cabeza; se habían soltado varios mechones que ahora caían por sus hombros como pidiendo que alguien los retirara de sus mejillas y sus pechos y…
– El sofá -dijo ella levantando irónica la ceja-; te prepararé una cama en el sofá. Parece que duermes muy bien allí.
– Sí -murmuró él-, eso era lo que pensaba. Pero antes tendré que…-Se sacó el móvil del bolsillo y lo abrió-. Tengo que llamar a Finn-Erik y preguntarle si podrá estar sin coche hasta mañana.
Finn-Erik contestó al instante.
– ¡Even! ¿Dónde has estado? Me puse muy nervioso al ver que no llamabas y…
– Sí, lo siento, lo sé, perdóname -dijo Even y se retiró a la cocina para ahorrarle a Kitty la bronca-. ¡Tranquilo! ¡Todo está bien! Ya te contaré luego, pero ¿podrías prestarme el coche hasta mañana?
Finn-Erik resopló y se quedó callado un instante.
– De acuerdo, vale. Hasta mañana por la mañana. He prometido a los niños que haríamos una excursión al bosque. Pero entonces quiero saber…
– Sí, por supuesto -dijo Even dócilmente, y a punto estuvo de colgar cuando de pronto se acordó de una cosa-. Oye, Finn-Erik, ¿tú le contaste a alguien que yo me iba a París?
– No. Sólo a mi suegro, en el coche, cuando regresábamos a casa del funeral. ¿Por qué?
– No sé, sólo se me ocurrió que…
– Un momento. Ahora que lo mencionas, al día siguiente llamó el hombre ese de la editorial Phönix, Odin Hjelm, para charlar un rato. Es un hombre muy considerado. Estaba dispuesto a pagarme medio año de sueldo… para los niños, sus estudios, pretendía meter el dinero en una cuenta.
– ¿Y París…?
– Bueno, sí, estábamos hablando de que había asistido mucha gente al funeral y él me comentó que te había reconocido. Recordaba que eras matemático y experto en Newton. Había intentado llamarte a Blindern y a casa, pero no había conseguido dar contigo. Supongo que le dije que estabas en París…
– ¿Le contaste en qué hotel me hospedaba?
– No. ¿Por qué iba a hacer eso? Me parece que tampoco lo sabía.
«No, ¿por qué ibas a hacerlo?», pensó Even cuando interrumpió la comunicación. Al fin y al cabo, Odin Hjelm podía consultar las facturas del hotel en el que Mai solía hospedarse y seguramente sumar dos más dos; un poco mejor que Finn-Erik, al menos.
A saber qué querría ese tal Odin Hjelm de él. Pero le parecía bien; Even también tenía ganas de mantener una conversación con él.
Se sentó a la mesa y alzó la copa en dirección a Kitty.
– Ya está arreglado, me quedo a dormir aquí. Salud.
Kitty sonrió, alzó su copa y durante un rato comieron en silencio. Even disfrutó mucho de la cena.
– Está realmente bueno -dijo, y se sirvió más pollo en el plato.
– Pareces sorprendido. Even sonrió y dijo:
– La verdad es que no solía ser precisamente un fan de tus artes culinarias cuando Mai vivía aquí. Muchas veces llegué a informarme por adelantado para saber a quién le tocaba cocinar aquel día antes de aceptar una invitación.
– Vaya -por un momento, Kitty pareció haberse ofendido, aunque no tardó en sonreír, quitándole así hierro al asunto. Even se dio cuenta de que se había pintado los labios un poco desde que él había llegado a su casa.
– Estabas muy obsesionada con que la comida fuera sana, ensalada y verde y esas cosas, y por entonces prácticamente yo no hacía más que comer comida basura. No sé si has cambiado de recetario, pero yo desde luego he cambiado de costumbres culinarias.
Estuvieron un rato hablando de los viejos tiempos, de los ochenta, cuando eran jóvenes estudiantes. Kitty le habló de los primeros tiempos en Nesodden, los arreglos que habían hecho las chicas en la vieja granja, de todas las anécdotas divertidas que habían vivido juntas: los saltos en el heno del granero, las excursiones de pesca al lago, las luchas infantiles de cojines antes de dormir.
– Pero entonces llegaste tú y lo estropeaste todo. -Kitty lo dijo en un tono de voz pretendidamente abatido-.Ya no era posible comportarse de esa manera tan inocente con un hombre de testigo. Sobre todo no lo era para Mai-Brit. Estaba locamente enamorada de ti y de pronto tenía que mostrarse adulta, por narices. Nunca la había visto así con nadie, quiero decir, ¡sólo la manera en que te miraba! Y yo no entendía nada porque, la verdad, parecías una mezcla de yonqui y okupa de Blitz, maldecías como un animal. ¡Y ese nombre!
– ¿Qué? -dijo Even y apartó la vista del sofá-. ¿¡Even!?
– No, eso de «Rekil». Ella solía llamarte Rekil, ¿no te acuerdas?
– Eh… sí, ahora que lo dices. Pero no era más que una broma; dejó de llamarme así cuando nos conocimos mejor.
– Sí, y la verdad es que dejaste de desagradarme un poco cuando nos conocimos mejor. Cuando me ayudaste a apuntalar el tejado. -Kitty se rió y señaló en dirección a la estancia contigua-. Mi padre pasó por aquí unos días después y le dio un patatús cuando le conté lo que había hecho. Estaba listo para darte una medalla por haber salvado a su hija de recibir el segundo piso en la cabeza.
– Oh, tampoco había para tanto -se rió Even. Atrapó un trozo de pollo con el tenedor-. ¿Eres médico en la Escuela Superior de Deporte?
– Sí, médico deportivo, estoy investigando el desgaste y las lesiones deportivas. Es un puesto de media jornada, la otra mitad del día la dedico a entrenar y a asesorar a jóvenes talentos.
– ¿En qué disciplina?
– Ninguna en particular, se trata más bien de un programa de entrenamiento básico y una evaluación de los puntos fuertes y los débiles del cuerpo. No todos estamos hechos para ser velocistas, como ya debes saber, depende de la masa muscular, la capacidad pulmonar, el corazón…
Even la escuchó con interés, no tanto por el tema, sino por el entusiasmo, la competencia y la intensidad que irradiaba; sus ojos habían adquirido un brillo especial. Se reconoció a sí mismo en ella, así había sido él. Antes. Su lado blanco.
Mojó el último pedacito de brócoli en la salsa y masticó mientras miraba de reojo hacia la mesa del sofá.
Kitty se rió, se puso en pie y agarró la olla.
– Me parece que no te resulto tan interesante como eso de ahí. Dejaré que sigas leyendo.
Even se encogió de hombros disculpándose y dio las gracias por la maravillosa cena.
Encendió una lámpara de pie que había detrás del sofá. Ojeó lentamente todos los papeles. Aparte del relato de ocho páginas con el título de Primer secreto, había tres páginas con copias de las anotaciones manuscritas que había hecho Newton, una página con un antiguo texto en inglés, escrito con una letra totalmente desconocida para Even, y cuatro páginas a mano con las anotaciones de Mai. Al final había una página con un listado de títulos de libros, todos relacionados con Newton o con el siglo XVIII. En esta página había un post-it amarillo enganchado con el texto: Hermes This Bookshop y el número: 1009.
El número le parecía conocido, además era un número primo. Sin embargo, Even no consiguió adivinar por qué.
Empezó a leer las copias de las anotaciones de Newton. En la primera página había una lista detallada de palabras y símbolos que se utilizaban en las recetas alquímicas. Primero aparecía un mineral: Gold, Silver, Copper, etcétera, y detrás de cada uno de ellos, uno o varios símbolos que lo representaban. Un aro con un punto (oro), una medialuna (plata) o el signo biológico del género femenino (cobre). El signo del hierro era el mismo que el signo biológico del género masculino. Even se preguntó si se escondía un simbolismo más profundo en la elección de signos; el cobre era brillante y con él hacían pendientes y cuencos de frutas, mientras que el hierro era basto y duro, y con él se hacían espadas y cañones. Miró de reojo a Kitty, que se paseaba por la cocina canturreando. Mejor no hacerla partícipe de su idea; pertenecía a unos tiempos más antiguos, a cuando las mujeres todavía no habían empezado a fundar sus propias comunas. Estudió la caligrafía, que era diminuta y nudosa, y dedujo que pertenecería a los años jóvenes de Newton, cuando todavía era un estudiante. Un sello en la esquina mostraba de dónde había sacado Mai la copia: King's Coll. Libr. Camb. La biblioteca del King's College de Cambridge.
La siguiente página era una copia extraída de un bloc de notas. La caligrafía era un poquito mayor y las letras ligeramente más rectas; todo parecía indicar que se trataba de un Newton mayor, aunque todavía joven. El texto empezaba con las palabras Opus. 1. The first step. Extraction and rectification of the spirit. Las últimas palabras estaban subrayadas tres veces. Después de una frase ininteligible para Even, el texto se dividía en párrafos numerados: 5, 6, 7 y 8. Por qué los primeros cuatro párrafos no estaban incluidos era, a primera vista, incomprensible. ¿A lo mejor estaban contenidos en las primeras frases? Un redactado del punto 6 llamó su atención: Conjunction of the red man with the white woman, & decoction to the completion, decía. Even se llevó la mano al pelo, que se le había puesto algo canoso, miró de reojo la cabellera roja de Kitty a través de la puerta de la cocina y pensó para sus adentros si no podía tratarse de un error de trascripción; que debía haber dicho conjunction of the red woman with the white man. Hubiera estado bien.
De todos modos, se trataba de una de esas clásicas letanías alquímicas que él no entendía demasiado. Se preguntó si Mai lo habría entendido.
El tercer folio resultó ser una carta a un tal Mr. F, eso era todo lo que ponía acerca del destinatario. La carta versaba sobre los experimentos que Newton había realizado en los últimos tiempos y terminaba con algunos comentarios a la última carta de Mr. F. y las opiniones que en ella debió de expresar. En la carta no aparecía ninguna indicación de la fecha, pero por la caligrafía, Even dedujo que debía de tratarse de mediados de la década de 1670.
La carta con la letra desconocida era, sin lugar a dudas, la descripción de una conversación que el escritor había mantenido con Newton. Resultaba difícil descifrar la letra, aunque Mai, para ayudar al lector (¿Even?), había marcado frases con un fosforescente amarillo. Cerca de la parte superior de la carta ponía: «… 83 years. He was better after it and his head clearer and memory stronger…».
Un poco más abajo, había marcado algo que Newton había dicho al oyente: «… that required the power of a creator. He, said he, took all the planets, with the sun and moon and other planets, to be composed of the same matter with this earth -with earth, water, stones &- but variously conected».
Era típico en Newton, pensó Even. La típica filosofía alquímica que fundamentaba la tesis: todo -piedras, agua, tierra, incluso el sol, en su principio- es un producto compuesto de los mismos materiales, sólo que varía la manera de «prepararlo». Si Newton tenía 83 años cuando tuvo lugar la conversación, tal como parecía indicar la parte marcada, debió de ser trasladada al papel por John Conduitt, el hombre que se casó con la sobrina de Newton y que más tarde tomaría posesión del puesto de Newton como maestro de la Real Casa de la Moneda.
Even lo volvió a leer todo una vez más, sin entender la intención de Mai, y se guardó el folio.
Las notas de Mai eran más fáciles de leer, escritas con letras legibles, claras y abiertas. Además, se trataba de una caligrafía con la que Even había convivido durante trece años. En todas las páginas había palabras clave y frases anotadas de cualquier manera, citas que había que recordar o ideas que Mai había tenido de pronto. La fecha 27 de abril de 1676 aparecía subrayada varias veces, seguida de argumentos para recordarla. Even estaba de acuerdo. Al igual que tantos otros científicos, consideraba muy importante esta fecha, un punto de inflexión para la historia mundial, el principio de la ciencia moderna. El día en que se aceptó y reconoció que los concienzudos experimentos de Newton concordaban con la hipótesis y que, por lo tanto, ésta se convirtió en una teoría demostrable. Pero eso de que Mai dejara a Newton en casa en el momento de su reconocimiento público, entregado a la alquimia… Even no sabía si Newton había estado o no presente aquel día en la Royal Society cuando sus experimentos fueron aceptados como prueba; no había fuentes, que él supiera, que lo corroboraran. Sin embargo, insinuar, no, no sólo insinuar, sino afirmar que consiguió un hito en el campo de la investigación alquímica, justo en aquel momento, era una treta fresca y osada. Mostraba al lector lo importante que realmente había sido la alquimia para el gran científico, y seguramente eso era lo que había pretendido Mai. Y como truco literario era, desde luego, impecable, sobre todo si la ficción se sostenía mediante una buena documentación basada en hechos.
«Newton era minuciosamente preciso, y más testarudo y observador que otros alquimistas que le precedieron», aparecía anotado en un lugar. En eso Mai podía estar en lo cierto, pensó Even. Newton era paciente y metódico en sus investigaciones, era muy capaz de poner en marcha experimentos que sabía que no darían indicaciones positivas hasta transcurridos unos cinco o seis meses. Si no conseguía estas indicaciones, era capaz de volver al principio, modificar ligeramente un factor de inseguridad y dedicar cinco meses más a los experimentos. Eso era lo que le hacía genial, que nunca se rendía, y que él, tal como escribió Mai, era minucioso y exacto. El hombre sabía hasta la décima parte más pequeña de un gramo lo que había contenido una retorta, conocía la temperatura y el tiempo exacto a la que había sido tratada.
¡Hay que mantener la alquimia en secreto a cualquier precio!
«Sí, maldita sea», pensó Even. La alquimia no era legal. Era jugar a ser brujo, en muchos círculos no estaba bien vista, era simple y llanamente blasfemia. Sin embargo, Newton consiguió mantenerlo en secreto. Hasta tal punto lo consiguió que hoy día sigue siendo un aspecto de su vida relativamente desconocido. Es gracias a Maynard Keynes, el reconocido gurú económico, que los actuales estudiosos de Newton lo saben. En la década de 1930 compró las libretas con anotaciones que dejó Newton y las estudió con mayor detenimiento que nadie hasta entonces. Y allí estaba, negro sobre blanco, sin lugar a dudas: Newton sacrificó la mitad de su vida a la alquimia. De hecho, durante un tiempo estuvo más ocupado en sus proyectos alquímicos que en los descubrimientos científicos que le harían famoso mundialmente.
Una mano apareció en su campo de visión y depositó una taza de café sobre la mesa. Kitty se rió al ver su reacción.
– Supuse que el té de romero no te apetecería nada, y le pedí prestado un poco de café a la vecina cuando salí a correr. Ya ves, el footing puede tener sus ventajas.
Kitty se volvió a ir sin esperar su respuesta.
Even alejó la taza un poco para no arriesgarse a ensuciar las copias y cogió la siguiente anotada por Mai. Estaba llena de nombres y de biografías cortas, desde Robert Boyle, que fue el colega alquimista de Newton, hasta Robert Hooke de la Royal Society, enemigo declarado de Newton durante largos años. Varios de los nombres eran desconocidos para Even. Era posible que se tratara de personas relacionadas con la alquimia; en tal caso, no era de extrañar que no las reconociera, porque ese aspecto sólo le había interesado superficialmente cuando estuvo dedicado a estudiar a Newton. Se consideraba un experto en el científico y, poco a poco, fue entendiendo por qué Mai no se había puesto en contacto con él para que la ayudara con el libro.
Even sopló un poco sobre el café y tomó un sorbo.
De pronto reparó en algo. Dejó la taza sobre la mesa, sostuvo el papel a contraluz y se humedeció un dedo, que luego pasó por encima de un fragmento del texto. Las notas de Mai eran fotocopias, como también lo eran las de Newton. Se sorprendió. Era extraño que hubiera hecho copias de sus documentos para él. O, pensándolo bien, ¿a lo mejor no…? Era posible que no hubiera podido prescindir de sus notas cuando decidió confiarle el sobre con su contenido. Even no era capaz de dilucidar, así a bote pronto, si quería decir algo; en general, no era capaz de adivinar por qué Mai le había dejado todo aquello a él, y siguió leyendo. A lo mejor, si continuaba, llegaría a la solución del enigma.
Escribía en clave.
Sí, eso es lo que hacía Newton. Even estaba en Babia, con la mirada vacía fija en la estufa en la que Kitty había echado un par de leños más. Ella se había sentado en una butaca con los pies sobre la mesilla del sofá y un libro grueso en el regazo. La música acuática de Händel sonaba suave por los altavoces.
Claves. Le parecía recordar que fue cuando empezó a leer sobre Newton que también él empezó a interesarse por las claves. No, un momento, fue antes, siendo un niño. En casa, para poder tener sus cosas en paz sin que su padre se enterara. Sin embargo, con Newton su interés había vuelto a despertar, y cuando conoció a Mai casi se convirtió en una obsesión. Logró despertar el interés de Mai hasta tal punto, que acabaron escribiendo en clave la lista de la compra y las notas que se dejaban y llamándose mutuamente por sus nombres en clave. Infantil, tal vez, pero por aquel entonces Even había arramblado con todo lo que pudo encontrar sobre claves y encriptaciones, y tras haber leído un artículo sobre cifras asimétricas, había estado a punto de dirigir la carrera por aquellos derroteros. Que luego se demostrara que su investigación acerca de los números primos irregulares, los números primos gemelos y la infinitud también tenía su utilidad en el campo de la encriptación resultó ser una sorpresa agradable, como comer un buen helado y descubrir que la parte de dentro es tu chocolate preferido. Un tío de los servicios de inteligencia se había puesto en contacto con él, y con medio año de sueldo a modo de compensación, Even se había tragado un par de píldoras amargas y había ayudado a los uniformados a echar a andar un nuevo sistema de encriptación. Al fin y al cabo, no se trataba del servicio de inteligencia de la policía.
Even agarró la taza de café y bebió un poco. Newton no solía escribirlo todo en clave, sino sólo algunas partes determinadas de un texto. Por ejemplo, escribía las palabras al revés, o alguna palabra o frase en concreto con signos crípticos. Lo hacía de tal manera que cualquiera que le mirara por encima de los hombros o echara un vistazo furtivo a sus blocs de notas no entendiera nada, o al menos no a simple vista. Sin embargo, si disponías de tiempo, no solía ser difícil descodificar el texto. De todos modos, a medida que sus sistemas de cálculo matemático se fueron sofisticando y sus experimentos físicos entraron, por así decirlo, en otra dimensión, las claves se tornaron hasta cierto punto innecesarias, pues en los tiempos de Newton realmente no había nadie, aparte de Newton mismo, que entendiera gran cosa de lo que Newton escribía.
La mayoría de las claves eran infantiles, aunque algunos de sus textos a veces se ocultaban, no obstante, tras unos sistemas astutos. Sobre todo las fórmulas alquímicas que podían estar escritas con alfabetos propios, con palabras y conceptos pensados exclusivamente para los iniciados, y con símbolos especiales para denominar los diferentes metales, ingredientes y procesos.
Even se había quedado mirando la frase. ¡Escribía en clave! ¿Era así como Mai había introducido un mensaje oculto en los textos? ¿Era ése todo su propósito?
Even dejó la taza sobre la mesa, hojeó los folios hasta llegar a la última página y arrancó el post-it amarillo. Hermes Tris. Miró el número, 1009, le dio la vuelta al pedazo de papel y descubrió un número en la parte inferior del dorso. 6419. ¡Maldita sea! Con un gemido echó la cabeza hacia atrás y fijó la mirada en el techo. Ahora se daba cuenta de por qué el 1009 le había resultado familiar. Era su número. Precisamente porque también lo era el 6419. Sólo había que darles la vuelta, por pares. Era tan sencillo que ni siquiera se había dado cuenta.
09.10.1964.
¡Era su fecha de nacimiento!