Even le ofreció la tarjeta de embarque a la azafata, que la introdujo en la máquina registradora. Mientras avanzaba por el túnel metálico que conducía al avión miró la tarjeta para ver qué asiento le había tocado. El 19. Se rió para sus adentros, un número primo. Uno de «sus» números. ¿Casualidad? No lo creía. Le ocurría una y otra vez y no era, en ningún caso, resultado del destino, ni siquiera una especie de milagro. Y un concepto como el de «casualidades repetidas» no se acomodaba fácilmente en el cerebro de un matemático.
«Las matemáticas no son una de las ciencias exactas; es la única ciencia exacta.»
La afirmación era de un conferenciante americano invitado cuando Even aún estudiaba. El argumento era que las matemáticas nunca aceptaban una semisolución. La biología podía observar, luego suponer que así debía de ser y seguir trabajando a partir de la observación; la física podía realizar diez experimentos que daban el mismo resultado y sacar una conclusión partiendo de estos experimentos, sin que realmente se supiera con seguridad si el experimento número once mostraría algo completamente diferente. Sin embargo, las matemáticas no aceptaban tal vacilación en la demostración de una tesis. Ninguna prueba se considera válida, aunque sea segura en un 99,99 %. El último 0,01 % tenía que estar verificado antes de poder admitir una tesis, permitir que se convirtiera en una ley con validez universal y arriesgarse a que el sistema de ideas matemático se desarrollara a partir de ésta.
El conferenciante les había dado un ejemplo.
Ya en el siglo XVII, algunos matemáticos habían descubierto que, al parecer, existía cierta regularidad en algunos grupos de números primos. Resultó que no sólo el 31, sino también el 331, el 3331, el 33.331 y el 333.331 eran números primos. Cuando, años más tarde, después de un esfuerzo que para aquellos tiempos era colosal, se logró comprobar que también el 3.333.331 y el 33.333.331 eran números primos, resultó muy tentador suponer que todos los números que seguían este modelo serían números primos y así convertir el fenómeno en una ley. Sin embargo, no se llegó a hacer porque no se disponía de pruebas definitivas que lo corroborasen. Y mejor así, pues varios siglos más tarde, cuando se consiguió determinar el siguiente número del modelo, el 333.333.331, se descubrió, para gran sorpresa de todos, que no se trataba de un número primo. El caso es que resultó que 17 multiplicado por 19.607.843 era igual a 333.333.331.
En la entrada del avión, una azafata dio la bienvenida a Even. Como de costumbre, el pasillo central se había colapsado debido a la gente que se había detenido para dejar la chaqueta o la bolsa en los compartimentos sobre los asientos y que de esta manera impedían el avance de los que iban subiendo al avión. Even se quedó esperando tranquilamente. Descubrió, para su sorpresa, que no sentía ni impaciencia ni irritación. Pensó que el tiempo era suyo, lo usara como lo usara, nadie se lo robaría obstaculizando el paso en el pasillo de un avión. En el viaje a París que había hecho recientemente había reprendido a un señor mayor que se había quedado parado en el pasillo, sin decidirse a tomar asiento. Algo había cambiado en los últimos días.
¿Kitty? ¿Sería ella la culpable? ¿Acaso estaría suplantando el lugar que había dejado Mai?
Mai había sido como un filtro entre él y el mundo. Había separado lo importante de lo accesorio, le había ayudado a entender las proporciones y el alcance de las cosas. Sólo con su presencia. Era como si Mai pulsara un punto en él que convertía todo lo superfluo precisamente en algo superfluo. Si Mai se iba una semana o dos, las cosas empezaban a ir mal, como en el caso del debate con Engelsrud. Entonces Mai había estado en Nueva York un mes, y Even se había ido dando cuenta en el ínterin que cada vez había más idiotas a su alrededor que necesitaban que alguien les dijese lo idiotas que eran, y que cada vez había más cositas que debían ser comentadas y no descartadas como si no tuvieran importancia. En cuanto Mai volvió a casa, él se tranquilizó y el mundo volvió a ser soportable, y el coeficiente intelectual medio de la humanidad subió un treinta por ciento.
Finalmente llegó a la fila de asientos que le correspondía. Una mujer se había sentado en el asiento del medio y tuvo que levantarse para dejarle pasar. Even se disculpó cuando su brazo rozó el pecho de la mujer y luego se dejó caer en el asiento de la ventanilla.
Le sentarían bien unos días en Londres. Miró a la mujer de reojo y se abrochó el cinturón. Tenía el pelo rubio, aunque sus cejas eran oscuras, algo que siempre le había fascinado. La combinación daba cierto aire de misterio a las mujeres, un enigma que sabes que puedes descifrar, pero no sabes cómo. Vestía como una mujer de negocios, una falda a cuadros grises con americana a juego. Tenía un libro en el regazo.
Even fue el último en embarcar, las puertas se cerraron, y mientras las azafatas agitaban los brazos y se colocaban el chaleco salvavidas, el avión empezó a recorrer la pista.
Sus pensamientos volvieron al concepto «casualidad» y Even lanzó una mirada a través del avión. Las casualidades eran, de por sí, casualidades, aunque vistas a la luz de las matemáticas a menudo adquirían visos de razón. Cien, tal vez ciento treinta personas estaban reunidas con un mismo objetivo, a saber, viajar a Inglaterra. Sin embargo, los habría que compartirían más cosas: algo tan común como cumplir años el mismo día o compartir un mismo nombre, o algo tan distintivo como podía ser haber recibido la sangre de un mismo donante o haberse hospedado en el mismo hotel de Irkutsk.
La mujer que se sentaba a su lado podía muy bien haber visitado la misma verdulería que él y haber rozado el mismo brócoli, o podían haber nacido el mismo año. No, pensándolo bien, ella tendría sin duda unos diez años menos.
El avión aumentó la velocidad, despegó y se confundió con una nube que le hurtó las vistas. Even se echó hacia delante y sacó El péndulo de Foucault, de Umberto Eco, de la bolsa. Todavía no había empezado a leer el libro.
Sonó un móvil y tuvo que pasar un rato hasta que descubrió que el ruido provenía de su bolsillo. Había olvidado apagarlo al embarcar.
– ¿Sí?
– ¿Es un lado de ti al que debo acostumbrarme -dijo Kitty-, ése de desaparecer temprano por la mañana sin despedirte?
– No es impensable, desde luego -contestó Even y miró por la ventanilla. En ese mismo instante el avión salió de la niebla y subió al mundo de los ángeles, por encima de las nubes, un mundo bañado por la luz de un sol desenfrenado.
– ¿Vendrás esta noche?
– Oye, estoy de camino a Londres ahora mismo, y estaré fuera un par de días.
– Oh…
– Sí, todo ha sido un poco precipitado.
Even sintió una pizca de mala conciencia por no haberle dicho nada la noche anterior y, a la vez, cierta irritación; al fin y al cabo, no estaban casados, joder. De forma inconsciente, enmendó su error contándole que Odin Hjelm le había ofrecido acabar el libro de Mai, hasta que recordó que era preferible no mencionarle ese nombre a Kitty.
– Vaya, ¿y tú sabes algo de historia?
– Verás, es que trata de Newton -dijo Even obviando que, en un primer instante, se había negado a colaborar con la editorial.
Aun así, durante la reunión, Hjelm había seguido hablando despreocupadamente del viejo genio, y las ganas, no, más bien el anhelo de volver a trabajar con Newton, se habían precipitado sobre Even, que terminó por cerrar el trato con Hjelm con un apretón de manos. Y ahora esperaba ansiosamente que el viejo diablo le cogiera todo el brazo.
– Escribí la tesis doctoral sobre Newton y se me considera un experto en el tema, por eso fui yo en quien primero pensó Hjelm…
Se hizo el silencio entre los dos, ninguno de ellos parecía saber qué decir.
– Pues entonces supongo que nos veremos cuando vuelvas -dijo Kitty, en voz muy bajita.
Una azafata se acercó a él y le llamó la atención de manera bastante autoritaria.
– No me dejan hablar por teléfono desde el avión, te llamaré cuando esté de vuelta -dijo Even, y los dos interrumpieron la comunicación.
Se metió el móvil en el bolsillo, sus dedos tamborilearon contra la tapa del libro, se sentía atrapado, inquieto y, de pronto, con unas ganas irrefrenables de fumar. El avión viró a la derecha hacia un vacío entre las nubes, Even miró hacia abajo y vio un paisaje infinito de bosques blancos y pequeños lagos helados. El avión volvió a enderezarse y Even abrió el libro.
– Buen autor -dijo la vecina señalando el libro de Even con un gesto de la cabeza. Se rió y le enseñó el que ella estaba leyendo: El nombre de la rosa, también de Umberto Eco.
«¿Qué decía yo?», pensó Even. Tal vez casualidades, pero con una base enraizada en la probabilidad. Le devolvió la sonrisa. El capitán tomó la palabra; dijo que se llamaba Raymond Vik y les dio a todos la bienvenida, les aseguró que hacía buen tiempo en Londres y les deseó un viaje agradable.