Capítulo 52

Se oyó una bocina en la calle, delante de la casa. Even levantó la cabeza y miró el reloj. ¡Mierda! Era Kitty.

Tenía delante la foto de la silueta del hombre en la habitación de hotel; Even llevaba un rato mirándola fijamente, intentando recordar. Algo le decía que había visto a aquel hombre antes. Se puso en pie y se acercó a la ventana mientras se olía las axilas con escepticismo. Saludó a Kitty con la mano, indicándole que estaba en camino. Ella había salido del coche, reía con unos dientes blanquísimos y le devolvía el saludo.

También había dedicado la tarde a pensar en Kitty. Y en Susann. Y a llamar a Susann. O al menos a intentarlo. No había contestado a su llamada, de manera que había llamado a su trabajo y había dejado el mensaje de que volvería a intentarlo al día siguiente.

Primero Kitty y luego Susann. Ambas parecían estar seriamente interesadas en él. ¡Joder! ¡Qué locura! Era… era como si tuviera que encontrar la fórmula con la que verificar si un número, fuera cual fuera su tamaño, era un número primo, y al día siguiente tuviera que solucionar el problema de ciclos límite de las ecuaciones diferenciales polinómicas. Dos de los peores enigmas matemáticos del mundo.

El caso era que ambos enigmas habían sido solucionados recientemente por un indio y un sueco. Dios mío, era él quien tenía que haber… Al menos los números primos. Y había estado cerca, iba por muy buen camino cuando Mai lo abandonó. Entonces se acabó. Del todo. El muro. Durante cinco años. Y ahora ese maldito Agrawal le había adelantado por dentro. No era que Agrawal no lo mereciera, era un gran tío, muy bueno, Even había coincidido con él un par de veces, pero…

Pero bien, Kitty y Susann… ambas estaban interesadas en él… no sólo no estaba acostumbrado, sino que era una experiencia completamente desconocida.

Siempre había pensado que el día en que conoció a Mai había sido uno de esos días en que el cálculo de probabilidades estaba de vacaciones y permitió que prevaleciera el destino o la diosa de la felicidad. Que fuera a conocer a la chica más atractiva del mundo y que ella se enamorara de él, un tío abominable, estrafalario y bronco estaba, atendiendo a la probabilidad, más allá de toda razón. Que luego lo abandonara después de trece años era más acorde con la realidad.

Que siguiera insistiendo en decir que su número preferido era el trece era representativo de su lógica y su capacidad para enviarlo todo al cuerno y dejar que gobernara su obstinación. Nadie iba a contarle a él que había un número más fatal y desgraciado que otro.

En cuanto a su vida sexual y sentimental, a lo largo de aquellos cinco años que habían transcurrido desde que Mai lo había abandonado, había tenido algunos, pocos, líos. La mayoría de las veces, estaba borracho y fue con estudiantes que habían oído hablar de su genialidad, que lo admiraban como profesor y querían un polvo, casi como una muesca en el revólver.

Cuando Kitty mostró interés por él la primera vez, Even había pensado que se trataba simplemente de dos personas adultas que necesitaban dar rienda suelta a la acumulación de energía sexual. Cuando volvió a ponerse en contacto con él, Even pensó que a Kitty le había gustado el sexo y que quería un poco más antes de que cada uno de ellos retomara su camino por separado. El que ahora pareciera que Kitty se tomaba la relación más en serio de lo que él había creído que haría le obligaba a evaluar la situación a fondo. Sobre todo ahora que Susann también había aparecido en el escenario.

En el amor y la guerra el cinismo es mayor. ¿Cuál de ellas podía devolverle a las matemáticas?

Eso era lo primero que había pensado. Tenía que admitirlo. No, maldita sea, ¿cuándo maduraría? Al fin y al cabo, siempre había contemplado la amistad con Kitty como una relación amorosa en ciernes. Era un hecho. En parte porque Kitty era una antigua amiga de Mai, pero también porque, poco a poco, se había ido dando cuenta de que Kitty tenía el mismo efecto positivo sobre él que Mai. Era demasiado fuerte. Y, en cierto modo, estaba mal. Empezaba a temer que pudiera hacerle a Kitty lo mismo que le había hecho a Mai.

Y entonces ella saldría corriendo, dejándole atrás, vulnerable y sin nada más a lo que atenerse que la culpa.

Sospechaba que era este tipo de consideraciones que le habían llevado a ir hasta el final cuando Susann apareció en la arena. Se había lanzado de cabeza con una mezcla de asombro (¿qué podía ver una chica así en un viejo diablo como él?) y de culpa.

Esa maldita culpa asomaba su cabeza diabólica tanto cuando se trataba de Mai como de Kitty. Y allí volvía a aparecer la mezcla. ¿Sería Kitty o, en realidad, Mai, con quien había quedado para ir al cine aquella noche?

Cuando abandonó Londres, Even había dejado de tomar la iniciativa para que Susann y él se volvieran a ver, a pesar de que ella le había insinuado su interés. Había dejado la llave de su piso y, con la convicción de que era lo mejor, se había despedido, y luego se había olvidado de ella. Que ella le hubiera llamado, varias veces, fue una sorpresa e hizo que sintiera una repentina y maravillosa frescura en el cuerpo.

Kitty volvió a hacer sonar el claxon. Even juntó los papeles, descubrió el papel con el código postal de Vika y se lo metió en el bolsillo junto con la llave del apartado de correos. Se quedó indeciso un momento con la fórmula de Newton en la mano, preguntándose qué hacer con ella, hasta que finalmente se decidió por dejar el sobre con mucho cuidado detrás de los cojines de un sofá que ya estaba medio atestado de libros y papeles. No era, ni mucho menos, un escondite ideal, pero de momento serviría. Mañana sacaría copias de los folios y guardaría los originales en una caja fuerte.

Salió al pasillo, agarró la chaqueta de cuero y cerró la puerta con llave. Un frío viento soplaba del oeste y Even se subió la cremallera hasta el cuello. Unas horas antes había llamado a Odin Hjelm, se había disculpado, había justificado el despiste explicando que unas ideas nuevas le habían llevado a olvidarse de todo lo demás; ideas sobre Newton y bla, bla, bla. Hjelm no había tardado en serenarse y había trasladado la invitación al lunes por la noche: mañana a las dieciocho horas, cena para dos. Había repetido la dirección de Frogner, y Even recordó que era la misma calle en la que Susann le había dicho que vivía. A lo mejor debería visitarla después de la cena.

Cuando estaba a punto de colgar, Odin Hjelm recordó de pronto algo que tenía que contarle.

– Por cierto, recibí la visita de un inspector de policía, un tal Molvik, el viernes por la mañana. Es obvio que estaba investigando las circunstancias que rodean la muerte de Mai-Brit Fossen porque me hizo muchas preguntas interesándose por su trabajo, quería saber en qué andaba cuando murió. -Se produjo una pequeña pausa hasta que Hjelm volvió a hablar-: Y luego me preguntó si tú estabas involucrado en su trabajo… ¿lo conoces?

– Es posible que haya coincidido con él, pero así, a bote pronto, no me suena -mintió Even, y se dijeron «hasta pronto».


– Mucho profesor y genio, pero todavía no te has aprendido la hora -dijo Kitty en un tono de voz resignado. Se rió y le lanzó las llaves del coche-. Tú conduces.

– Pero… -dijo Even.

– Venga, adelante. -Kitty se sentó en el asiento del copiloto y esperó-. ¿Vienes? No queremos perdernos los anuncios, ¿verdad?

Even sacudió la cabeza, tomó asiento detrás del volante y puso el coche en marcha.

– ¿Adonde vamos?

– Es una sorpresa.

– Pero tengo que saber…

– Tú limítate a conducir, en dirección al centro, y aparca. Yo me encargo del resto, no te preocupes.

En el camino, Kitty le contó que tendría que irse a Sudáfrica al día siguiente junto con dos atletas que pasarían un mes entrenando allí.

– ¿Estarás fuera un mes entero?

A Even no le gustó el tonillo resentido que detectó en su propia voz. Kitty le lanzó una mirada de soslayo.

– Estaré fuera una semana. No me necesitarán más. Sólo tengo que establecer sus programas básicos de entrenamiento. En cuanto eso esté en su sitio, su entrenador personal se hará cargo del grupo. No soy una especialista, ni en carreras de 800 metros ni en lanzamiento de jabalina.

Even asintió y decidió no preguntar más. No quería que ella creyera que no podía estar sin ella.

– Por eso puedes quedarte con mi coche el resto de la semana -dijo Kitty.

Even se detuvo en el semáforo que se había puesto en rojo y miró a Kitty.

– ¿No crees que es un poco estúpido? Ya sabes que no tengo el papelito. Estoy acostumbrado a coger el autobús y, de todos modos, había pensado comprarme una bici.

– Como médico tengo que recomendarte lo último, aunque mi oferta sigue en pie. Tienes toda la tarde para pensártelo y decidir qué quieres hacer. Y si vienes a mi casa, luego también dispondrás de la noche.

Even se rió y se dio cuenta de que ya se había decidido. Sería mucho más fácil y rápido volver a casa desde la estafeta de correos de Vika mañana por la mañana. A cambio, tendría que soportar que el viaje desde Nesodden hasta el centro de la ciudad fuera largo. Saldría temprano para poder llegar a la estafeta en cuanto abrieran.

Aparcaron en una pequeña y oscura calle lateral, cerca del Ayuntamiento, y fueron andando desde allí hasta el cine Saga. Kitty fue a por las entradas mientras Even iba al baño.

– Por aquí -dijo Kitty y se lo llevó por un pasillo-. La película ya ha empezado y nos han dado asientos justo delante de la puerta.

Un joven apareció por una puerta y arrancó un pedazo de las entradas antes de conducirles al interior de la sala y señalar dos asientos con una linterna. Even se sentó y miró hacia la pantalla. Tres hombres en túnica cruzaban un bosque azul en medio de la noche. Las imágenes eran bellas y misteriosas, la música suave y de estilo árabe. Un hombre se hincó de rodillas y una sombra a sus espaldas dijo, en una lengua gutural: «¿Realmente crees que un hombre es capaz de soportar el peso de todos los pecados del mundo?». La boca se frunció en una sonrisa diabólica: «Yo te digo que ningún hombre puede soportar esa carga: es demasiado pesada».

– ¡Mierda! -exclamó Even en voz baja y miró con resentimiento a Kitty, que estaba completamente absorta en la película-. Es la película sobre Jesús de Mel Gibson -le susurró.

Ella asintió dándolo por sentado, sin apartar los ojos de la pantalla. Even se obligó a sentarse bien en el asiento y seguir el argumento, ahora que ya estaba allí. La película cambió de ángulo: Judas recibía los treinta dinares. La historia era conocida por todo el mundo y no se alejaba de lo que le habían enseñado en el colegio; y, tenía que reconocer, estaba contada de una manera convincente y casi bella. Al principio. Hasta que Judas condujo a los soldados a Jesús.

Entonces empezó la violencia. La violencia por la que recordaba que la película había cobrado su fama. Y vio al pueblo de Jerusalén y a los sacerdotes luchar por acusar y condenar a un hombre que había sido un filósofo y un predicador. Nada más, nada menos, así es como lo veía Even. Un Gandhi, un anarquista antiviolencia. Un mentiroso, aunque un mentiroso inofensivo. Un hombre que contaba historias que no podían hacer daño a nadie.

El hombre fue condenado a trabajos forzados, pero no a la muerte, y unos soldados romanos empezaron a azotarle. ¡Vaya tío! ¡Cerrar la puerta con llave! Jesús se tambaleaba bajo el látigo, tenía la piel hecha trizas y el cuerpo en carne viva, se desplomó lentamente… Enfréntate, maldito… Los calambres en el estómago le hicieron echar la cabeza hacia atrás. Even dejó que pasara el tiempo y que la luz parpadeara en el techo del cine. Pensó en la primavera que estaba en camino y en el sobre de Mai y en los códigos del texto de Newton y…

No era sueño, no era desmayo. Volvió en sí como de un coma, volvió la mirada hacia la pantalla, miró hacia Kitty y luego de nuevo hacia la pantalla. Jesús estaba condenado a morir en la cruz, Barrabás se había librado y se rió con unos dientes podridos y alzó los brazos al cielo. Even tenía ganas de irse, la película era para sádicos, para fanáticos, para gente que necesitaba razones para odiar a los judíos. Parecía que todos los habitantes de Jerusalén ardían en deseos de acabar con aquel repugnante criminal. Jesús recorría las calles tambaleante con la cruz cargada al hombro, era flagelado despiadadamente por los soldados, mientras daba tumbos y se arrastraba, y Even suspiró, abatido. Tenía que haber un límite a las excusas que podían servir para mostrar escenas así de violentas. La madre de Jesús, María, pidió ser llevada ante Jesús. Even se quedó helado, sin aliento, viendo cómo intentaba encontrar una manera de llegar a la cabeza del séquito. ¡Aléjate, vieja! ¡Se merece la paliza que le están dando! María encontró el camino, oyó la procesión y la multitud enardecida que se acercaba, escondió la cabeza y le volvió la espalda. El se había caído de la bicicleta, nada serio. A todos los niños de nueve años les tiene que pasar. Jesús se desplomó bajo el peso de la cruz, yacía ensangrentado como un conejo desollado, jadeando. Pero yo no tengo bicicleta, mamá. La cámara hizo un zoom y se acercó lentamente a un ojo claro que se fijaba en la madre, en Even. La madre corrió hacia él, hacia Even, hacia Jesús, acudía en su ayuda, el niño tiene la cara como un bistec, dijo un policía al conductor de la ambulancia, los ojos eran estrechas rendijas en carne viva, la respiración jadeante, y en la frente asomaba el blanco. ¡Y el rojo! Jesús lo miraba fijamente. Y también a la madre. El ojo empezó a girar. ¡Todo era rojo! Carne.

Even se levantó, se tambaleó y salió corriendo de la sala de cine. La luz titilaba y la gente se volvía para mirarle. No se detuvo hasta que llegó a la calle y notó el aire fresco de la noche que llegaba desde el puerto revolviendo su pelo.

– Dios mío -jadeó y se apoyó contra una papelera.

Tenía ganas de vomitar, pero consiguió sobreponerse a los calambres en el estómago y se incorporó al notar una mano que le rozaba el hombro.

– Dios mío, ¿qué te ha pasado? -preguntó una Kitty preocupada.

Even no tenía fuerzas para responderle, pero señaló en dirección a un pub al otro lado de la calle. Cuando tuvieron el té y el café sobre la mesa, Even la miró cohibido.

– Siento que no hayas podido ver el resto de la película. -Intentó reírse-. Pero supongo que sabrás cómo termina, ¿no?

Kitty asintió seriamente con la cabeza.

– Sí, es una película fuerte. Hace tiempo que tenía ganas de verla, y ahora que, por fin, había encontrado el momento…

– Fuerte, sí, ha sido repugnante. -Even sopló sobre su taza de café y tomó un sorbo-. No entiendo que sea necesaria tanta sangre y tantas entrañas. -Bajó la mirada hacia su taza, enojado-. También supera mi capacidad de comprensión que haya alguien que sienta la necesidad de hacer más películas sobre Jesús.

– La pasión de Jesucristo no fue dulce ni falta de sangre -dijo Kitty quedamente-. No todas las películas lo han tenido en cuenta. La culpa que asumió era enorme. Nuestra culpa, la culpa de toda la humanidad. De eso no puede salir una película amable y decorosa. Ver los sufrimientos y el dolor que tuvo que soportar por nuestra culpa sólo hace que mi fe se fortalezca.

Even tomó un sorbo de su café antes de dejar la taza sobre la mesa. La dejó con toda la calma que pudo reunir y, sin embargo, acabó chocando contra la mesa con un violento chasquido.

– Discúlpame, pero no me habrás traído a ver precisamente esta película con el propósito de convertirme. Francamente, ¿no ha sido una especie de proselitismo, de prédica del Evangelio? ¿Era por eso que no querías contarme lo que íbamos a ver?

– Yo no la había visto antes -dijo Kitty y le lanzó una mirada iracunda-.Ya te lo he dicho.

– Pero sabías a qué me llevabas.

– Sí, pero no sabía que era tan fuerte. -Kitty vaciló-. Y no sabía que provocaría una reacción tan fuerte en ti.

– ¡Tan fuerte en mí! -Even respiró pesadamente.

En su cabeza volvía a ver las imágenes del cuerpo ensangrentado, y de la madre corriendo hacia el hijo. Parpadeó enérgicamente y echó una mirada por encima de las cabezas de la gente. En el pub las mesas se iban llenando, unos camareros vestidos con camisas blancas corrían de un lado a otro con cervezas espumantes y finas copas de vino. En la mesa vecina, una mujer se reía de algo que decía otra mujer, una risa estridente que estaba a menos de un decibelio de romper toda la colección de vasos y copas del local.

Even concentró toda su atención en la taza de café en un intento de reunir sus ideas. ¿Se tomaba a sí mismo demasiado en serio? ¿Había llegado el momento de iniciar a Kitty en otro secreto o, mejor dicho, de contarle toda la verdad, su verdad? Por cierto, ¿cuál sería la de ella? Even odiaba el proselitismo y volvió a preguntarse si lo mejor no sería irse. Por otro lado, podía contarle una de sus historias, y ver su reacción… tomárselo todo como un experimento más.

– ¿Tienes que levantarte temprano?

Kitty lo miró sorprendida.

– No, temprano no. Tengo que irme un poco antes del almuerzo y ya casi tengo hecha la maleta.

– ¿Quieres saber por qué me fui a media película?

Kitty lo miró con ojos serios, sin contestarle, y él empezó a contarle su historia. Le habló de su infancia con un padre que pareció odiarle desde el primer día. Un padre que bebía regularmente y que casi a diario le propinaba una bofetada o dos, pero, a medida que fue creciendo, también le golpeaba con un cinturón o con un aparato que más tarde Even supo que se llamaba totenschlager, un calcetín largo con una piedra en su interior.

– Necesitaba saber y controlar lo que hacíamos tanto mi madre como yo a cualquier hora y en cualquier momento. Una vez cerré la puerta de mi habitación con llave porque había encontrado una que encajaba en la cerradura y deseaba tener un poco de privacidad. Cuando volví a casa del colegio la puerta había sido forzada con una ganzúa y mi padre me estaba esperando. -Even se llevó la mano a la cicatriz al lado del ojo-. Luego tuvieron que darme algunos puntos. Fue una de las pocas veces que me quedaron marcas visibles de lo que había hecho. Solía ser bastante bueno golpeándome donde no dejaba marcas.

«Siempre negó haber fisgoneado entre mis cosas. No sé por qué, puesto que yo sabía cuándo había estado en mi habitación, a pesar de que se le daba bien no dejar huellas. Aprendí pronto a colocar mis cosas de manera que pudiera detectar rápidamente si él las había movido, si había fisgado en mis cajones, en mis bolsas, o si había tocado los papeles que había sobre mi mesa. No porque tuviera nada que ocultar, pero al menos quería saber si había estado ahí. Mantener una especie de control yo también. Me confería cierta dignidad en medio de toda aquella humillación, supongo. Sentía que le devolvía el golpe sin que él se diera cuenta. Que era más inteligente que él.

Kitty se había quedado con la taza de té pegada a la boca, sin beber. Sus ojos verdes estaban pegados a él y apenas parpadeaba.

– ¿Desarrollaste tu propio sistema secreto para controlar si alguien había fisgado en tus papeles?

– Sí. Los colocaba de manera que a él le resultara imposible ponerlos exactamente de la misma manera, porque para ello hubiera necesitado saber cómo lo hacía yo. Con el tiempo, se ha convertido en una costumbre, algo que sigo haciendo cuando dejo documentos y papeles al irme de casa o de la universidad.

Kitty asintió sin mover la mirada ni parpadear. Even se quedó un rato en silencio antes de retomar su relato.

– No acostumbraba a pegar a mamá. De vez en cuando, pero solía ser cuando yo había pasado una noche en casa de un amigo, o si estaba de colonias con el colegio. Cuando llegué a la adolescencia y crecí, los golpes se hicieron más fuertes. No tenía ocasión de hacerlo tanto, porque yo había empezado a salir más con los amigos, pero cuando me pegaba, me pegaba de verdad.

– ¿Nunca se lo dijiste a nadie? ¿Tu madre no se lo dijo a nadie?

Kitty hablaba como si le costara respirar.

– Mi madre mentía a todo aquel que pudiera llegar a sospechar algo: al médico, al profesor, a los padres de mis compañeros, y a los vecinos, que lo oían casi todo. Vivíamos en un viejo bloque de pisos con un aislamiento pésimo. Ella mentía y decía que todo iba bien. Y yo no decía nada. Creo que tenía miedo de que lo fuera a pagar ella si yo decía algo. Habría recibido una paliza de mi padre y, además, habría quedado como una mentirosa delante de todo el mundo.

Even inspiró hondo.

– Un día le devolví el golpe. Había cumplido los diecisiete y me había convertido en un chico grande y fuerte. Hacía tiempo que formaba parte de una banda del barrio. Levantábamos pesas en el sótano del bloque vecino, nos peleábamos con otras bandas, robábamos cervezas y tabaco, hacíamos gamberradas y nos enseñábamos trucos de combate. Cuando mi padre me pegó, de pronto le devolví el golpe y descubrí el miedo en sus ojos. Fue como apretar un botón en mi cabeza, hizo clic. Le golpeé y le pateé y le di cabezazos hasta que la sangre le salió a borbotones y mamá gritó y se interpuso entre nosotros. Entonces me fui y en realidad no volví jamás. Me mudé. Me fui a vivir a una casa okupa en la calle Pilestredet, no muy lejos de donde, más tarde, se establecería la casa Blitz y… bueno, entonces entré en una pandilla que luego empezó a formar parte del ambiente de Blitz.

Kitty dejó la taza sobre la mesa, con mucho cuidado, como si se tratara de porcelana china.

– ¿Qué le pasó a tu padre?

– Le rompí la mandíbula y estuvo de baja un par de meses -dijo Even, evitando levantar la mirada. De pronto se le habían ido las ganas de seguir contando su historia. Esperaba que Kitty hubiera tenido bastante.

– ¿Qué le pasó a tu madre?

«Que qué le paso a mi madre, dice. Tiene que saberlo todo, tiene que meter las narices en toda esa mierda, esa maldita…»

– Ella… -Even se miró el puño que descansaba sobre la mesa fijamente. Lo había cerrado y las venas de la mano se marcaron azules y palpitantes contra la piel. Nevé elsker kiv, a Nevé le gustan las broncas. El odio y la maldad se concentraban en aquel puño, la herencia del padre estaba en aquel puño. El que había aplastado el cráneo…-. Murió. Pocos días antes de volver al trabajo mi padre se emborrachó como un cerdo, se volvió loco y le pegó hasta quitarle vida. Los vecinos oyeron el escándalo, mis padres hacían más ruido que de costumbre, y llamaron a la policía. Enviaron una patrulla y encontraron a mi madre tirada en el suelo en medio de un charco de sangre y a mi padre en la cama, durmiendo. Tenía sangre de mi madre en los nudillos y en la camiseta. Uno de mis amigos de la calle fue a buscarme al centro y llegamos justo cuando apareció la policía. Mi madre estaba inconsciente y murió al día siguiente. Sufrió demasiadas lesiones en la cabeza, dijo el médico. Dijo que era mejor así, porque de haber sobrevivido, se habría convertido en un vegetal. -Even levantó la mirada-. No dijo vegetal, pero era lo que quería decir.

Pasó un camarero y Even pidió un whisky. Necesitaba algo que pudiera eliminar las náuseas. Kitty sacudió la cabeza, ella no quería nada. Even esperó a que volviera el camarero con la copa antes de proseguir.

– El juez no tuvo ninguna duda. Le metió quince años al cerdo. -Even tomó un sorbo y miró el líquido con una mirada concentrada-. Tenían que haberle caído veinticinco, o treinta, o cadena perpetua. No era una persona que se pudiera soltar entre la gente de nuevo. -Even vació la copa con un golpe de cabeza y miró por la ventana-. No volví a verle más desde que abandoné la sala de juicio, nunca volví a hablar con él. Su médico, un sueco, se puso en contacto conmigo varias veces para convencerme de que le visitara, sobre todo justo antes de que muriera; pero siempre me negué. No podía, no tenía las fuerzas suficientes para hacerlo. No veía la necesidad ni la justificación. Y ahora sólo siento alivio de que se haya ido. Que esté muerto. -Even se quedó callado un rato antes de sonreír con cierta maldad-. Y puedo asegurarte que no está sentado a la misma mesa que Jesús. La temperatura es muy distinta allí donde está él. -El vaso golpeó contra la mesa con un estallido y Even miró a Kitty directamente a los ojos-.Y, desde luego Jesús no asumió su culpa, puedo jurártelo. Su culpa era demasiado pesada.

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