Capítulo 66

Even estaba despierto cuando oyó la voz atemperada delante de su ventana.

No tenía humor para hacerle una visita a Susann cuando abandonó la casa de Hjelm y había decidido en su lugar coger un taxi a casa alrededor de medianoche. Su cabeza funcionaba a altas revoluciones y Even había estado trabajando un par de horas con una página de la fórmula de Newton que previamente había escaneado y guardado en su ordenador, hasta que el cansancio se apoderó de él y tuvo que acurrucarse debajo del edredón. Había luchado por salir de una especie de pesadilla en la que había estado sentado sobre una losa solitaria viendo cómo todo a su alrededor se descomponía. Recordó que había soñado algo parecido anteriormente. En la duermevela había estado pensando en Mai y en su «herencia», en que ella se la había transmitido precisamente a él porque él era invulnerable y no podía ser amenazado por nadie. El estaba solo, sólo se tenía a sí mismo, y nadie le podía quitar a ningún ser querido. Mai había tenido hijos, y por eso murió. Even pensó en lo bien que ella lo conocía, en cómo había creado códigos que él y prácticamente sólo él, era capaz de descifrar. La carta que escribió en París y el cinco de corazones lo habían llevado a Kitty y al sobre, que, a su vez, le había conducido hasta la fórmula de Newton. Y más tarde, había aparecido la llave y la fotografía del solitario había visto la luz del día. Y, finalmente, el solitario había desvelado su misterio: el apartado de correos y el paquete con las notas y el diario y nuevos secretos de Newton.

Mientras volvía a pensar, una vez más, en la misteriosa elección de Mai, de darle la información por dos vías, oyó la voz que venía de fuera. Era medio susurrante y el tono era interrogativo. Nadie pareció contestarle. La voz volvió a sonar, y Even pensó que estaría hablando con alguien en el móvil. Recordó que había llegado un coche hacía unos minutos, algo realmente extraño, teniendo en cuenta que a aquella hora de la mañana lo normal era que la gente abandonara el barrio para ir al trabajo. El coche había aparcado en algún lugar delante de la casa, pero como su dormitorio daba a la parte trasera, Even no lo había relacionado ni se había molestado en darle más vueltas al asunto. No hasta que oyó la voz. Volvía a susurrar algo, una vez más, a modo de pregunta, sin que Even oyera una respuesta.

En el momento en que sacó las piernas de la cama oyó un rugido en el pasillo. El despertador sobre la mesita de noche marcaba las siete y diez. Sólo había un grupo social capaz de llamar a la puerta de la gente a esa hora del día y enviar al mismo tiempo a su gente al jardín trasero de sus casas.

Even se vistió tranquilamente, oyó el rugido irritado una vez más, se ató los zapatos y salió al pasillo.

– Un momento -gritó y entró en el baño, donde se lavó los dientes y se echó agua a la cara. Even se sintió, sino despejado, al menos sí preparado para enfrentarse al tercer poder del Estado.

– Inspector Molvik -dijo un hombre alto y fornido de cincuenta años largos cuando Even abrió la puerta. Con un giro profesional del brazo, el hombre le mostró un fragmento de una tarjeta de identificación plastificada-. ¿Eres Even Vik?

Even lo miró.

– Ya sabes que sí.

– ¿Puedo entrar?

– ¿De qué se trata?

– ¿Quieres que todos tus vecinos vean que estás hablando con la policía?

Even miró su coche, un Ford Sierra blanco sin distintivos de la policía.

– Mientras os vistáis como gente normal y os comportéis como tal, los vecinos suelen tragar con lo que sea. Está bien así.

– ¿Te han dado una paliza últimamente? -dijo el inspector Molvik, mientras miraba interesado el ojo de Even.

– Choqué con una puerta -dijo Even y señaló con el pulgar hacia la parte trasera de la casa-. ¿No quieres que tu chófer también entre?

El inspector dio una orden al micrófono que escondía en el brazo y poco después asomó un hombre joven al final de la casa adosada, que cruzó el seto del vecino y alargó la mano ofreciéndosela a Even.

– Mohamad Saikh, agente de policía.

– Even Vik, cansado -dijo Even.

Entraron en la cocina.

– ¿Café? -preguntó Even.

El inspector no contestó, pero Saikh asintió amablemente y dijo sí, gracias.

– ¿Dónde estuviste el viernes por la noche?

Molvik se sentó a la mesa con las piernas abiertas. La barba de un día asomaba en la piel gruesa y ruda y las ojeras dibujaban profundos círculos grises debajo de sus ojos.

La lata de café estaba vacía y Even abrió una bolsa nueva, vertió el contenido en la lata y arrojó la bolsa en el cubo de basura, debajo del fregadero. Midió prolijamente el polvo de café con una cuchara, llenó la jarra de agua y la echó a la máquina antes de pulsar el botón. Even se giró y apoyó el trasero en la mesa de trabajo de la cocina. Miró el cuchillo del pan que había sobre la mesa, a veinte centímetros de su mano. ¿Había sido una estupidez invitarles a pasar? Con los años, la cintura del inspector Molvik se había vuelto más gruesa y su frente más alta, pero para todos era igual. Even suspiró.

– Haré ver que no he oído tu pregunta, Molvik, y volveremos a empezar, ¿de acuerdo? Vosotros me contáis por qué habéis venido y yo os contesto, si quiero.

Molvik lanzó una mirada al agente de policía como si quisiera decir: «¿Qué, no te lo decía yo? Es un saco de mierda que no quiere cooperar».

– El viernes por la noche asesinaron a una mujer -dijo el agente Saikh-. Hemos encontrado tu número de teléfono en su casa, y, además, has dejado algunos mensajes en su contestador. Por eso…

– ¿Susann? ¿Susann Stanley? -Even los miró consternado y se dejó caer en una silla-. ¿Es ella?

El agente asintió.

– La encontraron ayer al mediodía, no apareció en el trabajo. ¿Cuándo hablaste con ella por última vez? Even sacudió la cabeza.

– ¿Cuándo hablé con ella? El martes, es decir, hace una semana, cuando dejé su piso.

– ¿Eso quiere decir que conocías el lugar, que has estado allí antes? -Era la voz del inspector que ahora se incorporaba al interrogatorio.

– ¿El lugar? No, si te refieres a su piso en Oslo, ahí no he estado nunca. Estuve en Londres; tiene un piso en Londres, yo… -Even se calló e intentó calmarse.

– ¿Tienes una coartada para el viernes por la noche? -preguntó Molvik.

– El viernes por la noche… ¿Cómo sabéis que murió el viernes?

– Limítate a contestar a nuestras preguntas… -chasqueó el inspector y golpeó el puño contra la mesa.

El agente Saikh le lanzó una mirada rápida a Molvik antes de contestar la pregunta de Even.

– El forense que la examinó dice el viernes por la noche. Tendrás que disculparnos, pero no podemos darte más información mientras todavía estemos metidos en la investigación.

– Asesinada -dijo Even y frunció el ceño-, has dicho que la asesinaron, pero quién querría…-Even se dio cuenta de lo estúpidas que sonaban sus palabras y se levantó. Sacó tazas del armario-. No sé si os puedo ayudar, pero ¿qué queréis saber?

– Dónde estuviste el viernes por la noche, maldita sea…

Even se sentó y miró al inspector a los ojos.

– Aquí. Estuve sentado en el salón escuchando música punk y haciendo cálculos con números mayores de cien, en otras palabras, números grandes. Demasiado grandes para un inspector de policía.

Molvik se inclinó sobre la mesa y miró fijamente a Even.

– Sigues siendo tan creído como de costumbre, por lo que veo. Tan inteligente y genial que crees que puedes escaparte de todo. Es obvio que has estado metido en líos. ¿Te pegó cuando la estrangulaste? ¿Opuso tanta resistencia que chocaste contra una puerta? Espero que te haya dolido.

Even se llevó la mano al ojo.

– Me lo hice el domingo por la noche; tengo testigos.

– ¿Ah, sí? ¿Quién?

El aliento nauseabundo del inspector alcanzó a Even, que tuvo que echarse hacia atrás.

– Kitty… Se llama Kitty Bang. Si quieres puedo llamarla y hacer que te lo confirme. Fuimos al cine juntos y nos atacaron cuatro jóvenes que querían llevarse el coche. Un momento, voy a buscar su número de teléfono.

Even fue al salón a por el móvil. Estaba en el sofá. Oyó la puerta de un armario cerrarse en la cocina. Al volver, vio al inspector que se sentaba a la mesa con la mano metida en el bolsillo.

– ¿Qué pasó? -preguntó el agente Saikh a Even-. ¿Denunciasteis el atraco y el robo del coche?

– No lo robaron. Conseguimos ahuyentarlos.

– Sí -dijo Molvik secamente-, me lo creo. El joven Vik no deja escapar ninguna ocasión para meterse en una buena pelea. Cuatro jóvenes, dijiste, seguramente quisiste decir niños, de los cuales la mayoría eran niñas. Las mujeres tienen tendencia a morir en tu compañía, Even Vik, o a que les aplasten la cabeza.

– ¡Cierra tu sucia boca, Molvik! Ya sé que sigues merodeando a mi alrededor para ver si encuentras algo que colgarme. Y entonces no eras más que un cerdo leal a tus colegas que…

– No estaba pensando en tu madre, aunque, como entonces, aquí sólo faltan las pruebas… Estoy pensando en una joven colega de la policía montada a quien un maldito punky le hundió el cráneo, un drogadicto de mierda que quería mostrar lo fuerte y duro que era. -Molvik señaló el brazo de Even con un dedo largo y ganchudo manchado de nicotina-. Entonces te tuve en el ojo de la mirilla, pero te borraste el tatuaje que demostraba que habías sido tú; 666, eso ponía en el brazo del cerdo que la golpeó, se ve en las fotos que nos dieron en la embajada estadounidense. Y llevaba la cara tapada con un pañuelo, ese maldito cobarde. Pero yo sé que fuiste tú, lo sé. -Molvik susurró las últimas palabras entre dientes.

No murió. Le envió flores…Even respiró pesadamente, no conseguía decir nada. Se puso bien, se recuperó… con un bombero en Skien.

– Y hace apenas una semana murió tu mujer, tu ex mujer. ¿Estabas enfadado con ella, prefirió un hombre que no le pegara? ¿Fue por eso que se marchó a París y se pegó un tiro? Y tiraste la cocaína en el váter, tú mismo lo reconociste. -Molvik hablaba en voz baja pero enojado y su saliva alcanzó la mano de Even-.Y ahora Susann Stanley, una mujer joven y guapa. ¿Quiso dejarte cuando le mostraste tu lado oscuro? ¿Tampoco a ella le gustaron tus tendencias sádicas? ¿No quiso esnifar contigo? La sangre te llega hasta los codos, Even Vik. Y yo voy a demostrarlo, yo…

– ¡Inspector Molvik!

El agente Saikh lo había agarrado por el hombro y el policía se calló en seco. Se sacudió la mano del otro, miró fijamente a Even mientras respiraba hondo y se apoyó en la silla pesadamente. Su mano sacó un paquete de tabaco del bolsillo de la chaqueta.

– ¿Puedo fumar?

Even sacudió la cabeza. No tenía fuerzas para decir nada. Pero no iba a permitir que ese fantasma del pasado fumara en su casa, ni hablar.

– Abriré la ventana del baño y así aprovecho para echar una meadita -gruñó el inspector y salió al pasillo sin esperar respuesta. Even le vio abrir la puerta del dormitorio antes de encontrar el baño.

– Lo siento -dijo el agente Saikh-. Hemos dormido muy poco esta noche.

Even consiguió levantarse de la silla y fue a por el café. Les sirvió a los dos y devolvió la cafetera a la máquina; le temblaban las manos y no pudo evitar entrechocar el metal con el vidrio. Abrió el armario y miró en el interior del cubo de la basura; la bolsa de café seguía allí.

– ¿Podrías darme la dirección de tu amiga?

– Ella… ahora mismo está en Sudáfrica. Se fue ayer. -Even se volvió a sentar-. No volverá hasta dentro de una semana. Pero puedo llamarla.

Encontró el número en el móvil y lo marcó. Kitty le había dicho que llamara al número de su casa, así la llamada sería re-dirigida. Primero sonó como de costumbre, luego oyó un pitido y luego sonaron una larga serie de tonos digitales, como si alguien estuviera marcando un número de la Cochinchina. El teléfono volvió a sonar y de pronto la voz de Kitty dijo: «¿Hola?». Even se puso tan contento al oír su voz que al principio no consiguió decir nada.

– Hola, soy… yo, Even -logró decir finalmente entre tartamudeos.

– Hola, Even, qué sorpresa que me llames. Te he echado de menos. ¿Cómo va todo? -La voz de Kitty sonaba lejana y parecía que estuviera en la calle. Se oían voces y coches de fondo.

– Yo también te echo de menos -dijo Even, avergonzado porque había pensado muy poco en ella-. ¿Estás en la calle? Se oye mucho ruido a tu alrededor.

– Vamos de camino a la pista de entrenamiento. ¡Demonios! Hace un calor terrible aquí. Pero por lo demás todo va bien.

– Tengo visita -dijo Even y miró al agente de policía-. Un tío al que le gustaría charlar un momento contigo. ¿Te parece bien?

– Sí, claro, por supuesto -dijo Kitty, sorprendida.

Even le pasó el teléfono a Saikh, que se presentó y le preguntó por el domingo por la noche y el ojo morado, por la película y dónde habían aparcado el coche. El agente recibió unas respuestas que Even no pudo oír, dio las gracias por la información y devolvió el móvil a Even.

– ¿Sigues ahí? Sólo quería darte las gracias -dijo Even.

– Even, ¿algo va mal? ¿Qué ha pasado? ¿Por qué te ha ido a ver la policía? -La voz de Kitty se quebró de preocupación.

– No es nada. No pienses más en ello. Es un malentendido.

Even dijo «pásatelo bien» y colgó.

– ¿No decías que habías dejado de fumar?

El inspector Molvik apareció en la puerta con un purito en la mano.

– Dije que tú no podías fumar.

El inspector sonrió plácidamente.

– ¿Me puedo quedar uno? Tienen muy buena pinta.

Even se encogió de hombros, tenía náuseas, estaba cansado y sólo deseaba que se fueran. Lo último que le apetecía en ese momento era uno de los puritos de Hjelm. El inspector deslizó el purito en el bolsillo de su camisa y miró al agente de policía.

– Bueno, creo que ya nos has dicho todo lo que queríamos saber. Disculpa las molestias y gracias por tu tiempo; ya encontraremos la puerta de salida.

Salieron al pasillo y de pronto el inspector se dio la vuelta y asomó la cabeza por la puerta de la cocina.

– El entierro es hoy a la una de la tarde en el cementerio de 0stre. Tu padre será incinerado.

Molvik desapareció. La puerta principal se cerró de golpe y poco después Even oyó un coche que se ponía en marcha, daba gas y desaparecía calle abajo. El coche se desvaneció mientras el pasado volvía a instalarse en Even como una poderosa jaqueca.

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