Cambridge
Mai-Brit tamborileó los dedos sobre la mesa y miró el reloj. Casi había pasado media hora. ¿Por qué tardaría tanto? Sin ninguna razón aparente movió el libro y el bloc de notas de sitio. Dejó la pluma y el lápiz encima, como si fuera importante que estuvieran en su sitio. El tablero de la mesa era de color castaño oscuro, como de plástico y liso, recién pulido y limpio, como si lo hubieran esterilizado todo antes de llegar ella. El borde ancho alrededor de la mesa era de madera, de color claro y amable. Pasó la mano por la superficie lisa y un poco blanda, inclinó la cabeza ligeramente, le pareció reconocer el olor agradable del linóleo al mirar de reojo hacia la puerta. La joven secretaria la miró fijamente, y ella se incorporó. El ojo sobre la puerta también la miraba fijamente, probablemente captaba toda la sala. Resultaba desagradable saber que alguien a quien ella no veía podía estar mirándola en ese mismo momento, evaluándola una última vez antes de tomar, tal vez, la decisión definitiva. Mai-Brit intentó parecer despreocupada y relajada; sonrió en dirección a la puerta, pero se dio cuenta de que su sonrisa era rígida y falsa. ¡Al cuerno con todo!, pensó, y un pequeño diablo se apoderó de ella, levantó la cabeza y miró directamente al ojo de la cámara. Estaba situada en la esquina sobre la puerta, como una enorme y asquerosa araña. Le devolvía la mirada sin parpadear. La secretaria seguía tecleando, casi mantenía la misma cadencia que la veterana investigadora que estaba sentada a la mesa detrás de Mai-Brit.
¿Acaso no confiaban en la gente? ¿Realmente era necesario tomar este tipo de medidas de seguridad? Mai-Brit se puso en pie y se fue hacia la ventana más cercana. Las vistas eran formidables. La biblioteca con las vistas más bellas del mundo, pensó, y paseó la mirada por la capilla majestuosa al otro lado del amplio patio. Gótico y casi grotesco en todo su esplendor monumental. «Immense and glorious work of fine intelligence», se había jactado Wordsworth al hablar de la capilla. Y eso que ni siquiera había ido al King's College, sino a otro, al St. John, le parecía recordar.
Era un universo propio y extraño, aquel mundo de los colleges y las universidades que había en Cambridge, y seguramente también en Oxford. Un centro de poder intelectual y político que engendraba ganadores de premios Nobel y hombres de Estado en cadena.
Y algunas ovejas negras de las que no estaban completamente orgullosos. Hacía un par de noches, Mai-Brit había estado en el hotel estudiando una especie de lista de celebridades que habían vivido en el mismo lugar que Newton, en el Trinity College. Para su sorpresa y, debía reconocerlo, para su mal disimulado regocijo, había encontrado los nombres de Guy Burgess, Kim Philby y Anthony Blunt, los más conocidos y notorios espías soviéticos que alguna vez fueron desenmascarados en el mundo occidental.
También había descubierto que Newton no era el único alquimista que había residido en el Trinity. John Dee, célebre ocultista del siglo XVI, hombre de Estado y filósofo, aunque también alquimista y, sobre todo, uno de los superiores de la hermandad secreta llamada la Orden Rosacruz, había pasado su juventud allí. Lo de la orden secreta había despertado la curiosidad de Mai-Brit, porque en un par de cartas y en algunas notas de Newton había encontrado algo que parecía indicar que él también había estado metido en algo similar. ¿Sería la misma orden o hermandad que la de Bacon? Tendría que investigar esa faceta de Newton con mayor detalle. A lo mejor encontraba algo entre los papeles que estaba esperando en aquel mismo momento. Si es que llegaban.
La investigadora se levantó, abandonó el portátil y se acercó a la ventana para coger un libro que había en el alféizar. Mai-Brit murmuró: «Perdón». Notó que la secretaria la miraba y volvió a su puesto.
No se fiaban de ella. La hostigaban. De acuerdo, seguramente lo hacían con cualquiera que había estado allí. Al fin y al cabo, cedían verdaderos tesoros a los visitantes. Mai-Brit se giró y paseó la mirada por la estancia, abarcándolo todo. No era grande. La sala de lectura tenía aproximadamente diez metros cuadrados y albergaba dos mesas largas con seis sillas cada una. Entre las ventanas y a lo largo de una de las paredes había una librería, también había un par de cuadros, tres puertas y el escritorio de la secretaria. Estaba situado en un lugar central, de manera que la joven pudiera vigilar constantemente a las visitas y lo que hacían. Y luego, sobre su cabeza, estaba la cámara.
Un cierto aire degradante dominaba toda la disposición y Mai-Brit sintió deseos de largarse, desaparecer por la puerta, romper aquella sensación de vigilancia que parecía presagiar un interrogatorio de tercer grado. Se acercó el diario, abrió por una página en blanco, agarró la pluma y escribió:
23 de agosto, Biblioteca del King's College, Cambridge.
Me han concedido un permiso para estudiar los libros de notas y los manuscritos alquímicos de Newton. Es decir, el archivero jefe me dijo que un Curator of ancient manuscripts todavía podía retirármelo. Ya veremos. Ahora mismo, aguardo esperanzada que me los entreguen.
Es mi última semana en Inglaterra (Finn-Erik estaba enfadado cuando lo llamé ayer; quería que volviera a casa inmediatamente). ¿Debería hacerlo, en lugar de quedarme aquí (mirando la pared)? No estoy segura de que esté priorizando correctamente.
La pluma se detuvo y Mai-Brit alzó la mirada. Aquella conversación había sido desagradable; Finn-Erik había expuesto su enfado, se había comportado de una manera que, hasta entonces, ella desconocía; como si sospechara que ella le era infiel pero no se atreviera a acusarla directamente. ¡Había utilizado a los niños como método de presión, diciendo que la echaban terriblemente de menos! Había hablado con Stig, que le contó que había trepado al ciruelo de la tía Mona. Line se había avenido a acercarse al teléfono a regañadientes, pero sólo le había dicho: «Hola, mamá», y luego se había ido corriendo. La hija del vecino, que tenía un año más que ella y era, en aquel momento, su gran ídolo, estaba de visita y no tenía tiempo para perder hablando por teléfono. Mai suspiró y decidió dejar de lado la mala conciencia. Volvió las páginas del diario hasta llegar al día anterior.
22 de agosto, Arundel House Hotel, Cambridge
Intento aprovechar el tiempo lo mejor que puedo. Los domingos, cuando las bibliotecas están cerradas, me dedico a escribir las historias de ficción. Hoy conseguí encajar una nueva escena en el segundo secreto. Luego bajé a un pub y lo celebré con una copa de jerez (o dos, para ser sincera). Encuentro una satisfacción distinta y más profunda en escribir ficción que adaptando el material documental. Me sorprende porque nunca había valorado los aspectos estrictamente sentimentales que eso implicaba. Aunque cada vez creo más en lo que antes tanto me interesaba: el aspecto divulgativo. Ya sé que es bastante insolente decirlo yo misma (aunque, por otro lado, sólo yo leeré este diario), pero, de hecho, ¡me parece que las pequeñas historias sobre Newton me están quedando muy bien!
Mai-Brit sonrió y cerró el libro. La vanagloria era un deporte infravalorado, al menos en su caso. El hecho de que se permitiera una frase así y no sintiera vergüenza al volver a leerla, parecía indicar que estaba haciendo progresos. Muchas veces Even le había dado una patada en el trasero, mentalmente, por supuesto. Pensaba que ella se valoraba poco, que no exigía el respeto que se merecía de los que la rodeaban. Fue con estas palabras en la mente que, unos años atrás, Mai-Brit había elaborado una lista de exigencias para Odin Hjelm y la editorial Phönix cuando se pusieron en contacto con ella para contratarla como editora de la nueva colección. Con el corazón en un puño y temerosa de ser rechazada, de que le dijeran que había ido demasiado lejos en sus reivindicaciones, había esperado la respuesta durante tres largos días, dando vueltas alrededor de sí misma y saliendo a dar paseos nerviosos con el pequeño Stig. Sólo cuando Finn-Erik estaba cerca se hacía la dura y daba a entender que estaba muy segura de sí misma. Finn-Erik no la había motivado ni apoyado; era de la opinión de que sus enormes exigencias rayaban en el descaro y que debería mostrarse más humilde, teniendo en cuenta que una editorial de tanto renombre se había interesado por ella y había consentido en entrevistarla.
Sin embargo, Mai-Brit había conseguido el trabajo. Durante la entrevista de trabajo, Hjelm había aceptado todos sus deseos, dando por sentado que eran exigencias que la editorial debía reconocer si querían tener a una persona tan cualificada como ella en su plantilla. Y no sólo le dieron el trabajo, sino que se había convertido simple y llanamente en el trabajo de sus sueños porque ella había, insistido en que lo fuera, había hecho algo que nunca había creído que osaría hacer.
Miró el reloj. Llevaba esperando cuarenta y ocho minutos. Si no aparecían con los libros cuando hubiera pasado una hora y cuarto se iría. Y luego enviaría una queja a la dirección, porque tiene que haber un límite en la manera en que se puede tratar a la gente.
Nadie te daba nada por mostrarte humilde. Eso también lo había aprendido de Even. Ni como mujer, ni como cristiana. Nunca demasiado humilde.
Cristiana, sí… Esa era la cuestión. ¿Hasta qué punto era cristiana… a estas alturas?
Totalmente cristiana a medio gas. No pudo más que sonreír al recordar la descripción que de ella había hecho Even medio en broma. ¿Estaría en lo cierto?
¿Hacia dónde se dirigía? Se había hecho esa pregunta hacía un par de días, después de hablar con su padre por teléfono. Le había preguntado si se verían en la iglesia al día siguiente. Ella le había contestado que no podría ser, estaba en Inglaterra. Naturalmente, él había aceptado la respuesta, faltaría más, pero la verdad es que hacía ya muchos años que Mai-Brit no iba a misa. El padre lo sabía y ella lo sabía. Su hermana la visitó seis meses antes, fue un sábado por la tarde y lo pasaron charlando mientras tomaban un café. La hermana le había hecho la misma pregunta, si Mai-Brit iría a misa al día siguiente. Puesto que la respuesta había sido un «quizá», la hermana había suspirado y había dicho que los años compartidos con Even no habían sido saludables para Mai-Brit. Para su propia sorpresa, Mai-Brit había defendido a su ex marido diciendo que mucho se podía decir de Even Vik, pero jamás, jamás, había intentado obligarla a hacer algo que no quisiera. A pesar de que no creía en Dios y que nunca iba a misa, Even siempre había estado libre de prejuicios y había aceptado plenamente que Mai-Brit fuera cristiana. Sin duda, muchos podrían aprender de la tolerancia de Even, había dicho, y la hermana le había lanzado una mirada extrañamente oscura que Mai-Brit no pudo olvidar. Por desgracia, era un hecho contrastado que Mai-Brit aceptaba con tristeza que, con el paso de los años, la hermana había tomado el camino inverso, y se había vuelto más fundamentalista y estrecha de miras. Desde entonces, las hermanas no se habían vuelto a ver, salvo para el cumpleaños del padre, hacía un mes, y en aquella ocasión, el trato entre ellas había sido muy frío.
Su mirada se escapó por la ventana y encontró la capilla. Los chicos del coro ensayaban cada día a las cinco y media. A lo mejor debería ir hoy a escucharlos.
La puerta del pasillo se abrió y la archivera entró arrastrando un carrito. Un ujier de la biblioteca la ayudó a pasarlo por encima del umbral. La archivera dijo algo y el ujier se acercó a Mai-Brit.
– Tiene que firmar aquí y luego verificar que estén todas las obras reseñadas -dijo en voz baja y dejó un papel delante de Mai-Brit.
– Sí -dijo Mai-Brit sonriendo; firmó distraída y miró con los ojos muy abiertos el montón con cajas de diferentes tamaños que la estaban esperando.
Ya estaba olvidada la frustración, olvidada la desconfianza. Ahora mismo era capaz de firmar cualquier cosa.
La archivera le devolvió la sonrisa mientras dejaba un soporte con cojines amortiguadores de espuma sobre la mesa.
– Los manuscritos deben colocarse siempre sobre este soporte -susurró-.Y sólo puede tener una caja sobre la mesa a la vez.
– ¿Debo ponerme guantes blancos? -le susurró Mai-Brit.
La archivera se rió en silencio y sacudió la cabeza antes de volver a su despacho.
Respetuosa, como si se tratara de un ritual sagrado, Mai-Brit cogió la primera caja y la dejó sobre la mesa. Se sentó en el borde de la silla antes de levantar la tapa con mucho cuidado y con el corazón desbocado.