Primer secreto
La llave de la sabiduría
Universidad de Cambridge, Inglaterra
25 de septiembre de 1672
«Es por eso sumamente importante, como podrán comprender mis honorables oyentes, que todos los colores converjan en el prisma para que la composición del rayo de luz blanca sea perfecta.» Con un leve mohín de disgusto, el conferenciante lanzó una breve mirada por la sala antes de volver a echar un último vistazo a sus apuntes, y prosiguió: «En la siguiente ilustración de mi experimento», alzó la mano sin levantar la vista y señaló difusamente hacia el tablero blanco que había a sus espaldas, «podrán apreciar que ABC representan el prisma, situado cerca del agujero F, junto a la ventana EG». Al lado de aquella figura delgada, la voz era potente y resonaba en la sala con un leve eco. «El ángulo vertical de ABC puede establecerse con ventaja en 60 grados para así conseguir el mejor efecto posible. Como seguramente todos habían podido apreciar y comprender de la ilustración, la lente está representada por MN.»
Levantó la mirada de las notas. «El experimento fue dividido en…» De pronto un rayo de sol irrumpió a través de la ventana del fondo del auditorio y se posó sobre el suelo polvoriento alcanzando las patas de las sillas y las columnas. El joven profesor se había distraído y mantenía la mirada fija en la columna más cercana y el ceño fruncido. Detrás de la columna se había creado una sombra que iba adquiriendo tonos cada vez más claros a medida que aumentaba la distancia. El auditorio se quedó completamente en silencio, durante largo rato. De pronto, una leve sacudida recorrió el cuerpo del hombre, como si le hubiera alcanzado un ataque breve de epilepsia, agarró sus notas, bajó de la tarima y abandonó la sala de conferencias sin pronunciar palabra. El golpe de la pesada puerta al cerrarse retumbó en el gran auditorio.
El sol de septiembre calentaba el aire entre los edificios de ladrillos pardos de la universidad y brillaba sobre el patio cubierto de césped y baldosas, donde los estudiantes se sentaban o paseaban enfrascados en conversaciones serias, y sobre el profesor que cruzó la plaza a tal velocidad que la capa revoloteaba casi en horizontal a sus espaldas. Un par de estudiantes se apartaron apresuradamente al verle acercarse, hicieron una reverencia sin que él pareciera apercibirse de su presencia. Al llegar a la entrada, un profesor mayor de teología le saludó con una amplia sonrisa en la cara y empezó a comentar algo sobre una reunión que se celebraría aquella misma tarde, pero tanto su saludo como su intento de establecer una conversación quedaron sin respuesta cuando su colega pasó de largo sin levantar la vista.
El joven profesor avanzó calle arriba, se adentró en un portal, cruzó el gran patio del Trinity College, se metió por una puerta y siguió adelante por un pasillo. Al llegar al final del pasillo llamó a una puerta, dos veces dos golpes, y poco después, alguien desde dentro retiró el pestillo. Un hombre de complexión robusta abrió la puerta.
– ¿Tan temprano, profesor Newton?
– Se me ha ocurrido una idea, Mr. Wickins, que debo anotar.
Se apresuró hacia una mesa sin quitarse el sombrero y la capa y sacó un bloc de notas. Durante largo rato sólo se oyó el rasgar de la pluma sobre el papel. Cuando el profesor dejó la pluma de ave, Wickins carraspeó débilmente.
– ¿Ha vuelto a ser escasa la asistencia de estudiantes a su clase magistral, profesor Newton?
– ¿Pocos…? -Newton se quitó ausente el sombrero y la capa-; no creo que sea la palabra que mejor lo exprese.
– Entonces he de suponer que la sala estaba vacía.
– ¿Qué? Eh… sí, vacía. Es mejor así, Mr. Wickins, de todos modos, aunque hubieran venido, los estudiantes no habrían entendido nada. Pero dígame, ¿cómo va lo de…?
– Va muy bien, sir -dijo el ayudante, un poco demasiado deprisa-. El proceso ya ha terminado.
Newton frunció el ceño y se acercó a una puerta. Antes de abrirla, miró hacia atrás sorprendido.
– He cerrado la puerta con llave, sir -dijo Wickins.
Newton se fue al dormitorio. Era una estancia cuadrada con una cama estrecha encajada en una de las esquinas y una gran mesa de trabajo al lado de dos hornillos, uno de estaño y otro de hierro. Sobre el hornillo de hierro había un cuenco de cristal con un contenido plateado en una solución de color azul. Ayudándose de una larga cuchara de cristal el profesor sacó una parte de la sustancia plateada y la depositó sobre una placa de cristal que había encima de la mesa de trabajo.
– Me temo que obtendré el mismo resultado que antes -murmuró y distribuyó la sustancia sobre la placa con un cuchillo-. Tendré que hacer una prueba, pero creo que puedo afirmar con total seguridad que también esta vez se trata de mercurio puro y no de materia prima. -Suspiró y miró a Wickins, que se había colocado bajo el dintel de la puerta-. Ni con las recetas de Mr. Boyle para experimentos «húmedos» ni con las de experimentos «secos» he obtenido el resultado deseado. -Mr. Wickins asintió con la cabeza sin decir nada. Newton examinó pensativo la sustancia azul en el cuenco de cristal-. He pensado algo -dijo el profesor, y se levantó de la silla.
Desapareció por la puerta del salón sin acabar la frase. Poco después volvió con un libro entre las manos y lo abrió donde estaba el punto de libro. Wickins vio que había notas en los márgenes.
Newton se deshizo de la peluca antes de repasar la página del libro siguiendo las líneas con un dedo.
– Basilio Valentín escribió sobre el antimonio que no podía conducir a «la piedra filosofal», que los que creen que el régulo estrellado del antimonio es el camino a seguir van descaminados. Pero… tras esta información negativa, Valentín añade… déjame ver, aquí está: «sin embargo, se oculta una medicina grandiosa, una disolución sublime de lo espiritual…».
Newton levantó la cabeza como si buscase el aplauso de su ayudante. Wickins asintió con un gesto que daba a entender que lo comprendía todo. Sin embargo, su mirada vacilante, dirigida al libro, lo delató.
– No escribe a qué medicina se llega, pero si la medicina no es el objetivo en sí, es posible que me lleve más cerca de él. He decidido cambiar de rumbo -Newton se golpeó los muslos enérgicamente y se puso en pie- y explorar el antimonio desde el fondo. Por eso tendré que comprar antimonio, y más nitrato de potasio en la farmacia de Mr. Potter y… -De pronto se dio cuenta de que Wickins tenía una carta en la mano-. ¿Ha llegado hoy?
– Sí, Mr. Newton. Es de Mr. Boyle.
Newton la agarró, rompió el sello de cera, desdobló el solitario folio y leyó el breve texto.
– Mr. Boyle me invita a una reunión en el Colegio invisible de Ragley House, en Warwickshire, dentro de una semana -dijo, hablando para sí mismo-. Ha realizado unos experimentos con sales volátiles que cree que pueden interesarme. Además, Mr. E ofrecerá una conferencia sobre «la importancia secundaria del metal para la filosofía de la noble ciencia de la alquimia».
– ¿Qué es el Colegio invisible y quién es Mr. E? -preguntó Wickins.
Newton dobló la carta y se la metió en el bolsillo.
– ¿Podría usted ir a por antimonio y nitrato de potasio a la farmacia, Mr. Wickins?
– Naturalmente, Mr. Newton.
– Entonces yo iré a entregar las notas de la clase magistral de hoy al bibliotecario de la universidad.
Newton se puso en pie y abandonó la estancia con las notas en la mano. Wickins se quedó delante de la ventana viéndolo cruzar el patio y desaparecer detrás de un grupo de jóvenes estudiantes. «Ya me lo contará algún día», pensó y decidió ir a la farmacia inmediatamente, pues el cielo prometía lluvia para aquella tarde.
Cambridge, Inglaterra
13 de febrero de 1676
…aprecio, por supuesto, enormemente sus exposiciones, Mr. Newton, y me alegra ver que estas ideas que tengo desde hace tanto, pero que no he tenido tiempo de desarrollar, puedan ser promovidas y mejoradas por usted. Ha sido muy habilidoso corrigiendo, mejorando y llevando a buen término mucho de lo que yo empecé en mis años jóvenes, y no dudo que mis logros habrían sido muy inferiores a los suyos.
Respetuosamente, su gran amigo para siempre Robert Hooke.
– ¡Él ha tenido estas ideas! -Newton bufó enfurecido y arrojó la carta sobre la mesa-. ¡Mejorado lo que él inició! ¡Ese hombre está loco, es un perturbado! No ha tenido jamás, en toda su vida, una idea propia en su penosa y desagradable cabeza, todo lo roba de los demás, tal como pretende hacer con mis experimentos. -Se puso en pie y empezó a pasear arriba y abajo por el pequeño salón-. Nunca debería haber enviado mi Teoría de la luz y los colores a la Royal Society. Ese enano, ese retrasado mental, responsable de experimentos sin talento hará todo lo que esté en sus manos para ridiculizar mis observaciones y experimentos. ¿O qué dice usted, Wickins, acaso no tengo razón?
Wickins observaba a Newton, su mirada tranquila examinó un momento al compañero, hasta que se levantó y cogió una hoja de papel y una pluma y las dejó sobre la mesa. Desenroscó el tapón del tintero con un gesto suave, como para obligar al amigo a tranquilizarse y adoptar su misma cadencia, y lo colocó al lado de la pluma, de manera que el borde estuviera a ras con el papel.
– Tiene que escribir una carta de respuesta en la que desmonte de forma amable aunque rotunda todas sus afirmaciones inaceptables, tal como usted es capaz de hacerlo, estimado Isaac.
Newton se detuvo en medio del salón, miró el papel y luego dio un par de vueltas más por la estancia, aunque a un ritmo considerablemente más pausado. Inclinó la cabeza un par de veces, se acercó pensativo a la puerta, volvió sobre sus pasos y de pronto se dejó caer en la silla.
– Tiene razón, como de costumbre, Wickins -dijo, y sumergió la pluma de ave en el tintero-. Le contestaré de tal forma que nunca se olvide de mí. Ese estúpido enano.
La pluma empezó a correr por el papel y Wickins oyó a Newton murmurar en voz baja:
– Mi muy estimado Mr. Hooke. Gracias por sus interesantes comentarios. Tengo que darle toda la razón: lo que se hace en presencia de testigos, a menudo se hace con otros objetivos que el de sencillamente encontrar la verdad. Aquello que se intercambia con amigos en la privacidad merece ser calificado más como consulta que como disputa. Espero que así sea entre nosotros…
Wickins sonrió para sus adentros. No había nada que Newton hiciera mejor que ser infame de una manera educada; o, mejor dicho, que pareciera considerado. Newton había enmudecido y Wickins se levantó para leer por encima de su hombro: «Lo que hizo Descartes significó un paso importante. Usted, Mr. Hooke, ha contribuido con muchas cosas diferentes de muchas maneras distintas, sobre todo trayendo a colación y observando los colores sobre finas placas. Si yo luego he visto más allá es porque he podido subirme a los hombros de un gigante…»
Wickins gruñó para no reírse abierta y sonoramente. Fue a por el balón y se sirvió una copa de vino. Los hombros de un gigante. Eso al profesor Hooke, que apenas levantaba cinco pies del suelo sin zapatos, no le gustaría.
Royal Society, Londres, Inglaterra
27 de abril de 1676
… es por lo que para mí es un placer y una gran alegría poder trasladarle la respuesta de Mr. Robert Hooke.» El presidente de la Royal Society, lord Brouncker, hizo un gesto dirigido a su vecino, un caballero encorvado y pálido que a simple vista parecía cualquier cosa menos un científico: el profesor Hooke, que es el excelente responsable de experimentos de la sociedad científica, ha llegado a la conclusión, después de muchos y concienzudos exámenes, de los cuales hemos visto varios hoy, de acuerdo con la dirección de la sociedad, que las hipótesis de Mr. Isaac Newton sobre la luz y los colores concuerdan con los experimentum crucis presentados. Desde este momento, la hipótesis se considerará una teoría demostrable.
Lord Brouncker sonrió al auditorio formado por nobles caballeros y advirtió que el secretario de la sociedad, Mr. Barrow, había empezado a aplaudir. Mr. Oldenburg, Mr. Wren y Mr. Boyle lo siguieron y luego se añadieron algunos más; aunque ni mucho menos fueron todos. El responsable de experimentos, el profesor Hooke, se levantó con un gesto grave y abandonó la sala de reuniones sin más, lo que no sorprendió a nadie: todo el mundo sabía que él y Mr. Newton mantenían grandes discrepancias. Otros tres hombres se pusieron en pie y siguieron a Mr. Hooke.
Trinity College, Cambridge, Inglaterra
21 de abril de 1616
Exactamente a la misma hora en que tenía lugar la reunión de la Royal Society, el profesor Newton se inclinaba sobre el hornillo de hierro y contemplaba con ojos atentos el desarrollo en el crisol. Tras la última combustión había quedado una sustancia blanca que parecía polvo. Cuando la sustancia se hubo enfriado, extrajo con mucho cuidado el crisol del hornillo con las manos, lo ladeó y raspó la sustancia blanca dejándola caer en un tarro de cristal. Pesó una cantidad parecida a la que cabía en la uña de un dedo meñique en la balanza, y con una cuchara de cristal diluyó la sustancia en una mezcla turbia y ligeramente líquida que había preparado previamente y que había dejado lista en un matraz sobre la mesa de trabajo. A continuación, Newton colocó el matraz en un soporte y encendió un hornillo, controló la intensidad de la llama y la situó debajo del matraz.
Newton miró su reloj de bolsillo y anotó algo en una libreta.
Dos horas más tarde retiró el matraz del soporte. El contenido había adquirido un brillo fluorescente, la mezcla turbia había solidificado y cristalizado en algo que parecía formado por pequeñas estrellas doradas, no mayores que un grano de sal. Con manos temblorosas abrió el matraz y vertió el contenido en un pequeño tarro.
– Estimado Dios…-murmuró febrilmente-. Me estoy acercando. ¡Realmente me estoy acercando!
De pronto oyó la puerta que se abría en el salón y se incorporó, nervioso. Tapó el tarro de los cristales estrellados a toda prisa y se lo metió en el bolsillo de la levita. Juntó todas las notas de un manotazo y colocó un par de libros encima, justo cuando Mr. Wickins apareció en la puerta del laboratorio.
– Qué delicia volverle a ver, Mr. Wickins -dijo con una sonrisa que resultaba extraña en aquel rostro por lo demás siempre frío-. ¿Qué tal está su honorable madre? ¿Ha tenido un viaje agradable?
Wickins lo miró sorprendido, complacido por la pregunta. A la pobre señora Wickins le había salido un sarpullido en la espalda y sólo podía acostarse boca abajo, apoyada en el estómago, que ya estaba dolorido por culpa de una mala digestión. Se sentaron a hablar de todo un poco. Newton propuso que la madre lo intentara con una mezcla qué él mismo había probado con buenos resultados y después pasó a contarle con gesto abatido que el rector de la universidad le había preguntado cuándo tendría lista una nueva tesis.
Mr. Wickins asintió al oírlo y dijo que se había encontrado con un estudiante de Oxford que le había contado que había varias personalidades destacadas de los círculos científicos que, puesto que no llegaban resultados de sus últimas investigaciones, se preguntaban cómo era posible que un genio como el profesor Newton se pasase aparentemente el día tumbado en la cama durmiendo.
– El tiempo que dedico a la sagrada alquimia, el tiempo que persigo la llave de la sabiduría, es un tiempo que no puedo exponer al público -dijo Newton y golpeó la mesa de trabajo con la mano. Estaba sentado, pensativo, se llevó la mano al bolsillo de la levita y murmuró-: Tengo que encontrar una explicación.
Wickins lo miró extrañado y luego fijó la mirada en el abultado bolsillo. Newton se percató de su mirada, pero no le ofreció ninguna explicación. Hizo un gesto en dirección a la puerta y dijo:
– Me imagino que necesitará deshacer las maletas, Mr. Wickins. No le robaré más tiempo.
Mr. Wickins se puso en pie lentamente, como si en realidad hubiera preferido quedarse un rato más en el salón. A sus espaldas oyó al profesor cerrar la puerta del laboratorio, una puerta que siempre permanecía abierta cuando no tenían invitados.
Trinity College, Cambridge, Inglaterra
4 de enero de 1678
La gran mesa estaba cubierta de libros, notas y dibujos. En medio del desorden ardía una vela solitaria.
– Éste no… -el hombre que estaba al lado de la mesa retiró un bloc de notas-.Y tampoco éstos -añadió y desechó un par de dibujos-. Pero éstos no valen nada, y este libro… ya su propia existencia es un bochorno.
Estaba solo en la estancia, hablaba consigo mismo mientras ordenaba los papeles. Había dejado un par muy cerca de la vela.
– Tres cuartas partes vacías… -con una regla midió la distancia hasta la llama y subió el papel ligeramente-. Ya está. Una hora y quince minutos.
Asintió un par de veces, se retiró lentamente dándole la espalda a la mesa, agarró el sombrero y la capa que había dejado en la silla, abrió la puerta y salió. La llama solitaria se ladeó mimosa al cerrarse la puerta, se oyó un chasquido en la cerradura y, al instante, unos pasos que se alejaban por el pasillo y desaparecían. La llama se enderezó y empezó a arder con una pequeña lengua afilada dirigida al techo.
Una hora y dieciséis minutos más tarde.
La llama seguía erguida y firme en toda su brillante majestuosidad entre los papeles. Se había abierto camino a un ritmo tranquilo y regular a través de la cera de la vela y ahora estaba manchando de marrón el borde del pedazo de papel más cercano. El papel se arrugó un poco alejándose así un poco de la llama, aunque no lo suficiente. Pronto el calor se intensificó y de repente el papel ardió, arrojando una débil nube de humo. Una lengua de fuego se estiró hacia un lado y prendió una nueva hoja de papel. El calor la arrugó alejándola de la llama hasta que cayó sobre un enorme montón de notas. De pronto, el fuego se extendió velozmente por toda la mesa, los libros empezaron a arder y el calor en la estancia aumentó. Se oyó un crujido en la cerradura y el mar de llamas rugió cuando la puerta se abrió para dar paso a una nueva provisión de oxígeno.
– ¡Mr. Newton! ¡Mr. Newton! -Wickins dio un salto y se adentró en la estancia, agarró un par de mantas y empezó a arrojarlas febrilmente sobre la mesa en un intento de apagar las llamas-. ¡Socorro, incendio! -gritó al pasillo. Un par de estudiantes de la habitación vecina acudieron en su ayuda, uno fue a por agua, y el otro le echó una mano a Wickins con las mantas. Tras unos minutos de gran turbación consiguieron controlar el fuego.
Un hombre con peluca y traje apareció en la puerta. Se quedó petrificado al ver los destrozos causados por el fuego.
– Mr. Newton, qué bien que haya venido -exclamó Wickins, que con las manos quemadas seguía arrojando agua sobre unas brasas rebeldes-. Ha habido un incendio y la gran mayoría de notas y libros que había sobre la mesa ha quedado destruida. Ay, Mr. Newton, lamento no haber estado aquí cuando ocurrió.
– Es terrible, Mr. Wickins -dijo Newton en un tono de voz inexpresivo y se acercó a la mesa. Apartó una manta mojada y hurgó entre las cenizas con un dedo-. Terrible -repitió-. Sólo había acudido al servicio matinal en la capilla. -Echó un vistazo al reloj de pared y asintió-. Me fui hace una hora y veintidós minutos.