Susann Stanley metió el MG en el garaje, detuvo los limpiaparabrisas y apagó las luces antes de girar la llave y parar el motor. Se quedó un rato sentada tranquilamente en la oscuridad, escuchando el tamborileo de la lluvia contra el tejado. El cuerpo le pedía a gritos un baño caliente, con aceite de eucalipto en el agua y un martini en el borde la bañera. Pero era día festivo, disponía de todo el tiempo del mundo.
Había sido un día largo y fatigoso. Había llegado de Londres con un avión matutino, había tenido una reunión en Gardermoen, luego había ido al centro de Oslo y finalmente había participado en varias reuniones, casi hasta las cinco y media; apenas había tenido tiempo de almorzar.
Se decidió a llamar a Even Vik mientras se llenaba la bañera de agua. De hecho, había intentado llamarle varias veces a lo largo de los últimos días, pero nadie le respondía. Nadie cogía el teléfono, a pesar de que Even había dicho que estaría en casa, y el móvil estaba apagado. Notó una mezcla de preocupación y celos que no era habitual en ella, que se tenía por la encarnación de la mujer soltera, un estado civil que no tenía pensado cambiar así como así. Sin embargo, aquel tipejo malhumorado de ojos inteligentes aunque ligeramente tristes se había colado en su interior, mucho más de lo que ella había creído posible en tan poco tiempo. No era especialmente guapo, ni tampoco divertido, ni siquiera ocurrente. Además, era viejo, más de cuarenta, como mínimo. A lo mejor era su inaccesibilidad que, de alguna forma, le resultaba misteriosa e incitante. Como si se escondiera un secreto tras aquella mirada, algo que tal vez debería temer y mantener cuanto más alejado de ella, mejor.
Susann suspiró. En realidad, había esperado que él se pusiera en contacto con ella. Estaba acostumbrada a ser la que decía que no y a mantener alejados a sus pretendientes.
Salió del coche, lo cerró con llave y dejó caer el llavero en el interior del bolso mientras recorría a oscuras los tres pasos hasta la puerta trasera del garaje. «La puerta chirría como un gato callejero en celo», pensó y pulsó el botón de la luz que estaba al otro lado de la puerta. Irritada, pulsó el interruptor varias veces, pero era evidente que la luz del puente peatonal se había ido, y Susann empezó a avanzar a tientas en medio de la oscuridad. La lluvia tamborileaba frenéticamente contra el techo de plástico, caía con la misma fuerza con que lo había hecho durante todo el día. Ojalá no hiciera ese mismo tiempo asqueroso el fin de semana.
De pronto, se detuvo y miró sorprendida hacia la casa. ¿Por qué también se había ido la luz que estaba sobre la puerta principal? Era extraño que se hubieran fundido dos bombillas a la vez. Un brillo azulado en la ventana de la señora Sivertsen, en el segundo, le indicó que el televisor estaba encendido. Y que la luz no se había ido. Miró a su alrededor. El jardín estaba sumido en la penumbra, los grandes árboles formaban un oscuro muro de sombras susurrantes y húmedas. La oscuridad entre los árboles no era regular, sino que latía, como si contuviera algo que estaba en movimiento. Era como si alguien viniera a su encuentro, alguien a quien intuía más que veía. Algo fulguró débilmente, como si unos ojos la miraran fijamente a través de las gotas de agua. Susann Stanley avanzó de costado con el bolso apretado contra el pecho; la parte racional de su cerebro sabía que era la imaginación que le estaba jugando una mala pasada y, sin embargo, le pareció oír a alguien jadear profundamente. En un repentino ataque de pánico empezó a correr, y gritó hasta que chocó con el hombro contra uno de los pilares del puente peatonal. Con un sollozo se lanzó hacia delante para recorrer los últimos metros que la separaban de la puerta. El tacto del cristal rugoso contra los dedos era frío y apoyó allí la frente mientras hurgaba en su bolso en busca de las llaves. Con la punta del dedo palpó la puerta hasta encontrar la cerradura, consiguió introducir la llave pero no pudo girarla.
– Mierda, es la de la oficina, no te pongas histérica -susurró entre dientes y con la mirada clavada en el jardín. Notó cómo el sudor le corría por la espalda; encontró una segunda llave y notó que ésta sí entraba y que giraba en la cerradura sin oponer resistencia. Oyó un clic cuando se descorrió la cerradura. Con un gemido de alivio abrió la puerta, encontró el interruptor y encendió la lámpara del vestíbulo. La luz hizo que su pánico se calmara. Sonrió para sus adentros mientras entraba. Mañana llamaría al electricista para que hiciera un repaso a la instalación, si es que también trabajaba los sábados. Tenía que hacerlo por narices, pensó y cerró la puerta. No tenía la menor intención de volver a recorrer aquel camino de noche.
Oyó el golpe de la cerradura al cerrarse la puerta y Susann se quedó paralizada. Se giró rápidamente mientras el miedo cerraba su garganta. En el suelo, cerca del umbral de la puerta, asomaba la punta de una bota como un enorme escarabajo negro.