Capítulo 16

– Cuando un buen día te encuentres delante de la puerta de san Pedro y descubras que a su lado hay un tobogán al infierno, y veas que algunos se cuelan por la puerta mientras que otros son despachados ruda y directamente al horno, entonces será cuando empieces a hacer tus cálculos estadísticos para averiguar si te van a enviar a un lado o a otro.

Ella le sonrió amargamente, y abrió la boca para adelantarse al darse cuenta de que él se disponía a decir algo. Estaba delante de ella con una manzana en la mano.

– Cuando entonces descubras que tampoco estás tan mal situado, empezarás a provocar a san Pedro, a lo mejor con un comentario de aspecto profundamente aburrido, y luego, y es aquí, Even, donde no consigo seguirte, atarás una cuerda alrededor de una de las columnas de la puerta, le preguntarás a uno de los ángeles custodios sobre la distancia hasta el fuego, recortarás la cuerda para ajustaría a ella y te atarás el otro cabo alrededor de la cintura. Entonces, con tu habitual sonrisa de tío enrollado te sentarás en el borde del tobogán, agitarás la mano en un adiós y desaparecerás camino del infierno. Mientras te deslizas tobogán abajo, notarás cómo sube la temperatura, y confiarás en que has calculado bien la distancia, que la cuerda te detendrá en el último instante, justo antes de que las llamas te consuman, para que puedas volver a subir trepando y decir: «Hola, me lo he pensado y no me apetece quedarme allí». Porque es así como tú ves la vida, y la muerte. Como algo calculable con lo que puedes jugar eternamente. Es precisamente eso lo que ya no puedo soportar.

Mai le lanzó una mirada cansada, las estrías en la mejilla se habían secado, abrió la puerta, estaba medio de espaldas a él, con la maleta en la mano.

– A lo mejor olvidaste llevarte una cuerda que no se derritiera con el calor…

– Pardon? -Even parpadeó un par de veces, apartó la vista de una maleta que se deslizaba por la cinta que corría detrás del hombre-. ¿Qué me decía?

– Tiene que cambiar de avión en Ámsterdam, llegada a Oslo a las 23:45 -repitió el hombre detrás del mostrador y le dio la tarjeta de embarque.

– Gracias.

Even agarró la bolsa de viaje, que era tan pequeña que pasaba por equipaje de mano, paseó la mirada por la sala de salidas y encontró un asiento libre en uno de los bancos. Volvió a intentar llamar a Finn-Erik, pero una vez más no obtuvo respuesta.

En la entrada del control de seguridad había cola. Even contempló el arco alto y blanco que todos debían atravesar para entrar en el paraíso libre de impuestos. ¿Conseguiría traspasar el control, o acaso descubrirían una bolsita de plástico transparente que él había pasado por alto al hacer la maleta en el hotel? ¿Habrían «ellos», fueran quienes fueran «ellos», escondido algo más de lo que había encontrado en el calcetín?

«En el arco de seguridad sólo buscan objetos de metal. Armas», murmuró Even para tranquilizarse. Respiró hondo, se puso en pie y… volvió a sentarse. Metal. ¿Podían haber escondido la hoja de un cuchillo en algún sitio? Empezó a rebuscar en todos los bolsillos, uno por uno, palpó el forro de la chaqueta de cuero, recordó revisar el bolsillo interior que no solía utilizar nunca. Incluso se quitó las botas, dobló la caña en todas las direcciones. Se sentía idiota. Finalmente se metió una mano en los pantalones, tanto por delante como por detrás, y vio a una chica sonreír maliciosamente al pasar por su lado. Ninguna bolsita. Nada de metal, nada que no tuviera que estar allí. Repasó todas las costuras y juntas de la bolsa, abrió la cremallera y palpó la parte interior, el fondo, el contenido. Se dio cuenta de que sus movimientos eran febriles y que llamaba la atención entre todos los que le rodeaban. De pronto, Even se puso en pie, se dirigió hacia el arco de seguridad con paso firme y se colocó al final de la cola. Rápidamente se fue acercando al policía del control de seguridad. La señora que tenía delante tuvo que quitarse los pendientes y algo que llevaba en el pelo y dejar que todo pasara el escáner. Even depositó la bolsa de viaje sobre la cinta transportadora y la vio desaparecer.

– ¿Lleva algo de metal en los bolsillos? -El policía le ofreció una cesta de plástico. Even depositó unas monedas y un juego de llaves en la cesta, agarró el móvil y se estremeció cuando sonó de pronto.

– ¿Hola? -Miró, como disculpándose al policía, que, resignado, le hizo pasar a un lado.

– Me has llamado -dijo la voz de Finn-Erik.

– Ahora mismo no puedo hablar, Finn-Erik. Te llamaré más tarde. -Even cerró el móvil, lo dejó encima de las monedas y se dirigió hacia el arco de seguridad.

– ¿La novia está impaciente? -se rió el policía, como si fuera un chiste. Even repasó su uniforme con la mirada y resistió la tentación de darle un puñetazo a ese imbécil.

El arco sonó cuando lo traspasó y el policía le indicó que volviera atrás.

– Quítese la chaqueta.

Even notó cómo el sudor se acumulaba en sus sobacos y depositó la chaqueta en una cesta de plástico grande. Volvió a cruzar el arco. Esta vez no sonó. La señora que estaba delante de la pantalla no dijo nada.

Le devolvieron sus cosas y salió al gran espacio abierto lleno de tiendas duty-free y restaurantes. Encontró una pantalla con los horarios de salida. Había un buen trecho hasta llegar a la puerta 23 y el tiempo era escaso. Descubrió un mostrador sin cola, agarró una baguette con un contenido indefinible, pagó y siguió adelante con prisas. La llamada a Finn-Erik tendría que esperar.


En Amsterdam se compró una botella de Ballantine's mientras ponían a punto el avión a Oslo. Una vez en el avión, se sentó con la botella de Ballantine's en el regazo; tenía ganas de abrirla, pero no lo hizo.

– ¡Hola! Soy yo. Estoy en el tren del aeropuerto y llegaré a Oslo dentro de…

– ¿Sabes qué hora es? -le interrumpió una voz enfadada.

– Cogeré un taxi y estaré contigo hacia la una y media, a la dos. Ten preparado algo de café. -Even interrumpió la llamada antes de que empezasen las protestas y se acomodó en el asiento. El invierno había dado su último latigazo mientras estaba en Francia, diez centímetros de nieve reciente brillaban en la oscuridad.

Tardó un tiempo en conseguir un taxi, era la noche del sábado y había salido mucha gente. El taxista, un joven paquistaní, escuchaba a Bruce Springsteen con el volumen bajo y afortunadamente no estaba interesado en entablar una conversación con Even. Even se hundió en su propia melancolía mientras veía pasar los barrios. Grünerlokka, Torshov, Nydalen. Avanzaban rápido por el cinturón. Salieron de la autovía, subieron por la calle de Maridal, se estaban acercando al límite de Oslogryta, «la olla de Oslo».

…and tell her there's a darkness on the edge of town…

Dios mío, cómo odiaba, en realidad, la ciudad de Oslo.

…Everybody's got a secret Sonny…

Siempre había odiado la ciudad pero, por otro lado, tampoco se imaginaba viviendo en otro lugar, o lo hacía sin convicción.

…something that the just can't face…

Lo había intentado. Durante unos meses, medio año, pero luego tenía que volver a Oslo. No porque…

…they carry it with them every step they take…

¡Demonios, Springsteen! ¡Ríndete ya! Even se retorció en el asiento y se recolocó, alzó los hombros por encima de las orejas, y observó ceñudo hacia la noche. Un par de jóvenes bajaban por la calle en trineo, y el taxista tuvo que frenar. La nieve empezaba a adoptar un tono grisáceo. No había nada capaz de mantenerse blanco en la olla de Oslo. Ni siquiera en la zona alta, donde se encontraba ahora mismo.

Tan sólo Mai.

Mai había amado la ciudad de Oslo. No con fanatismo, más bien optó por ver los aspectos positivos: las escasas zonas verdes donde los niños podían jugar al fútbol; la pista de patinaje de Spikersuppa (con la música demasiado alta); la calle de Grönland, con sus nuevos ruidos, olores y colores; la cercanía del mar como del campo. Podían estar dando un paseo por Toyen y de pronto ella avistaba un letrero y pronunciaba un pequeño discurso sobre Tore Hund (mientras él, al llegar al final de la calle, sabía qué cuatro números cuadrados constituían la suma de cada una de las filas de números de las matrículas de los coches). O podían pasear por la orilla del río Akers y mientras él gruñía ante la decadencia de un muro, o se preguntaba si había alguna casa por ocupar, ella se detenía y se ponía a estudiar con interés los ladrillos o el maderamen que en esos casos aparecían a la vista, y hablaba del aspecto que debió de tener la casa hacía miles de millones de años, o al menos hacía un siglo.

Dios mío, cómo la echaba de menos.

El taxista había reducido la marcha sobre el pavimento helado y resbaladizo. En un breve destello, en un claro entre árboles y casa, Oslo se extendió a sus pies, resplandeciente en la noche como un cielo estrellado. Estaban llegando al barrio de Kringsjá.

– Por aquí, dos calles más abajo, la siguiente a la izquierda, el número cinco -dijo Even, señalando e indicándole el camino al taxista.

El taxista se detuvo en medio de la calle por miedo a quedarse atrapado en la nieve. Even pagó, tomó el sendero despejado y subió las escaleras. Antes de que la mano llegara al timbre, la puerta se abrió y Finn-Erik apareció con un dedo contra los labios.

– Sssshhh. Los niños duermen.

Había café preparado sobre la mesa de la cocina. Even colgó la chaqueta en el respaldo de la silla y se sentó. Finn-Erik se sacó algo del lagrimal del ojo y tomó asiento delante de Even, bostezó y sirvió un café negro en dos tazones.

– Mai fue obligada a pegarse un tiro -dijo Even sin previo aviso.

Finn-Erik derramó un poco de café; un nervio le temblaba bajo el ojo.

– ¿Por qué lo crees? -preguntó finalmente Finn-Erik.

– Alguien escondió droga en su equipaje y había restos de cocaína en su nariz, me lo contó la policía de París.

– Sí -dijo Finn-Erik-. Lo sé. También me lo comentaron a mí.

Even se lo quedó mirando atónito.

– ¿Qué? ¿Sabías que…? ¿Por qué diablos no me lo contaste? Entonces yo habría…-Se detuvo cuando la mirada del otro se volvió amenazante y oscura, se reprimió e intentó concentrarse en el café-. De acuerdo, entiendo. Lo siento. Pero… ¿qué te pareció cuando te lo dijeron?

– ¿Que qué pensé? ¿¡Qué me pareció!? -El pie de Finn-Erik golpeó contra una de las patas de la mesa y el café estuvo a punto de derramarse-. Pensé que aquí tiene los niños más maravillosos del mundo y un hombre que daría la vuelta al mundo corriendo por ella, y luego va y nos hace esto. Eso fue lo que pensé. ¿¡Qué demonios querías que pensase si no!? -Finn-Erik tragó ruidosamente y miró su tazón fijamente-. Pero te diré una cosa. No fue una sorpresa total -dijo-. No del todo.

Even se obligó a permanecer en silencio, se limitó a mirar imperturbablemente al agente de seguros que tenía enfrente.

– No, no me sorprendió. De hecho, Mai-Brit llevaba un tiempo un poco rara, varios meses, tal vez medio año o así. No estoy seguro de cuándo lo noté por primera vez. Se volvió menos habladora, más evasiva. Más introvertida. Llegué a pensar, más de una vez, que a lo mejor mantenía una relación con otro hombre, dejó de apetecerle hacerlo tan a menudo… bueno, ya sabes, el sexo. Pero la verdad es que tampoco me lo acababa de creer, porque… -Finn-Erik respiró hondo.

– Ella no era así.

– No, exactamente, no lo era. Mai-Brit no haría nunca algo así.

– Pero ¿sí que llevaría drogas en el equipaje y esnifaría cocaína? -Even le lanzó una mirada dura por encima del tazón antes de darle un sorbo.

Finn-Erik hizo como si no se hubiera enterado, siguió buscando una respuesta en el café.

– Perdió peso. Parecía inquieta, nerviosa, pero cuando le preguntaba, siempre me respondía que estaba bien, que no le pasaba nada. En ese período estuvo viajando mucho: Londres, París, Berlín. Su trabajo le exigía mucho, y por eso pensé que estaría estresada, que sólo sería cuestión de esperar y la presión no tardaría en rebajarse.

– ¿En qué estaba trabajando?

– ¿Concretamente? No lo sé. Tenía muchos proyectos en marcha a la vez. Siempre. De algunos me hablaba, de otros leí alguna vez alguna cosa en el diario, cuando los libros salían publicados. Entonces me contaba que ella había sido la responsable de que salieran. Así eran las cosas. Yo tampoco le contaba todo lo que hacía. Cuando estábamos en casa, los niños eran lo más importante para nosotros, hablábamos de ellos.

De pronto se hizo un silencio entre los dos hombres. Even revolvió en el bolsillo de su chaqueta en busca del paquete de tabaco y Finn-Erik se levantó para ir a por un cenicero.

– Lo de quitarse la vida… La verdad es que no hubo ni el más mínimo indicio de que fuera a hacerlo, al menos por lo que yo vi. -Finn-Erik volvió a sentarse en la silla-. Pero eso de que alguien la obligara a hacerlo, francamente, me suena a… no, no creo que…

Se oyó el «clic» del mechero y Even levantó la cabeza y soltó el humo en dirección a la lámpara.

– También metieron droga en mi equipaje.

– ¿Qué? -Finn-Erik dejó el tazón sobre la mesa-. ¿¡Qué has dicho!?

– He dicho que alguien metió una bolsa con algo que parecía cocaína en mi equipaje mientras estuve hospedado en el hotel. Por eso estoy seguro de que alguien obligó a Mai. La obligó a esnifar y la obligó a pegarse un tiro.

Al principio, Finn-Erik miró fijamente a Even, como si no le creyera, después, de pronto, su mirada cambió. Se volvió vacía, dirigida a la nada, con unos ojos que parecían haber encontrado un salvavidas al que agarrarse en un mar infinito de preguntas abyectas e insolentes.

– Pero cómo la obligaron… -Even golpeó el cigarrillo contra el canto del cenicero y miró el ascua-. Quiero decir, en París. ¿Retuvieron la cocaína hasta que les prometió que…? No, eso es ridículo. No me lo creo. Ella no estaba enganchada. La obligaron a esnifar la cocaína que encontró la policía en su nariz. O eso creo. Pero, entonces, ¿cómo? No había señales de violencia, ni de golpes, ni tampoco marcas de quemaduras, ninguna jodida marca que…

– No es de buena educación decir palabrotas, eso dice mamá.

La voz llegaba desde la puerta. Los dos hombres miraron sorprendidos al niño con el osito de peluche colgando del brazo.

– Pero, Stig, deberías estar durmiendo -dijo Finn-Erik y se puso en pie.

Levantó al niño del suelo y el osito marrón lo siguió en un vuelo bamboleante. Los ojos negros de plástico miraron a Even fijamente con una expresión inescrutable, la boca cerrada en una sonrisa cálida, como si quisiera mofarse de él, avisándole de que estaba enterado de todo.

– Ahora vamos a acostarte otra vez, tesorito mío.

Finn-Erik dio un beso al niño en la mejilla y juntos desaparecieron por la puerta. Even se puso en pie y se fue hacia la ventana para contemplar la noche nebulosa.

Si no la obligaron utilizando la violencia, ¿cómo lo hicieron entonces?

Oyó una puerta que se cerraba en algún lugar de la casa.

Amenazas. Debieron de amenazarla.

Un coche zumbaba a lo lejos, pero la noche era silenciosa aquí, en las afueras.

Amenazando lo que más quería ella en este mundo. Algo por lo que era capaz de morir.

Even dio la espalda a la ciudad y repasó la cocina con la mirada. Un paquete de pañales sin abrir arrinconado al lado de la puerta para que nadie pudiera tropezar con él. Sobre un plato había quedado una rebanada de pan con queso a medio comer. En el fregadero, una taza azul con el dibujo de un osito medio borrado estaba llena hasta la mitad de algo que parecía una mezcla de leche y jarabe de frutas rojas.

Tenían que ser ellos. ¿Quién, si no, podría ser…?

Por fin, Finn-Erik volvió a la cocina. Even dejó que tomara asiento.

– ¿Cuándo tuviste noticias de Mai por última vez?

– Llamó aquel mismo día, quiero decir, la tarde en que, bueno…

Even asintió enérgicamente para que Finn-Erik no tuviera que pronunciar las palabras.

– ¿A qué hora del día?

– Serían las tres y pico, más bien las tres y media. Yo acababa de llegar a casa de recoger a Line en la guardería. Stig llegó por el sendero del jardín, mientras yo hablaba con ella por teléfono. Lo cuida una señora del barrio, y vuelve a casa cuando llamo para avisar de que ya he negado.

– ¿Vuelve a casa solo?

– Bueno, sí. Al fin y al cabo, la señora vive allí, en la esquina, a unos cuarenta o cincuenta metros de aquí, no tiene que cruzar ninguna calle. Él es quien insiste en volver solo, no quiere que le acompañe nadie. Empezó hace un par de meses. Al principio, Mai-Brit y yo no quisimos permitírselo, pero se negó a ir con nosotros, se retrasaba y nos seguía a distancia… puede llegar a ser muy tozudo, ¿sabes? Pero… -Finn-Erik se llevó la mano al ojo donde un nervio daba saltos descontroladamente-. Empezará el colé dentro de un año y medio y, por lo tanto, es un buen entrenamiento… -Su voz se fue apagando.

– ¿De qué hablasteis, comentasteis algo en especial?

– ¿Mai y yo? No, no creo. Lo de siempre, supongo que hablamos de lo de siempre, de si los niños estaban bien, de cuándo iba a volver ella, de que la echábamos de menos, esas cosas… -Finn-Erik agarró la cafetera y sirvió café a los dos.

Even miró hacia la puerta.

– Pero el teléfono está en el pasillo.

– ¿Sí? -Finn-Erik despegó inseguro la mirada de la taza.

– Desde allí, tú no puedes ver a Stig en el jardín, no puedes ver si está o no llegando a casa.

– Es un teléfono inalámbrico -dijo Finn-Erik-. Mai me preguntó si veía a Stig, si lo estaba vigilando, si el niño estaba bien, y entonces me acerqué a la ventana para mirar. -Finn-Erik sonrió en dirección a la ventana-. De hecho, me preguntó si llevaba puestos la chaqueta roja y el gorro azul. Y así era, y yo me reí y le dije que «premio», que había acertado, y era difícil, porque el niño llevaba desde el otoño sin ponerse aquella chaqueta. Aquellos días, ¿sabes?, empezó a hacer más calor. Mai no tuvo nada que objetar, aunque sí me dijo que cuidara bien de Stig y de Line, y yo le respondí que por supuesto, y luego colgamos. Fue una conversación totalmente normal.

– No -dijo Even-. No lo fue, ¿no te das cuenta? Ella sabía lo que llevaba puesto el niño.

Finn-Erik lo miró sin comprender.

– Pero, por todos los diablos, ¿no te das cuenta? Utilizaron a Stig como rehén… es decir, amenazaron con hacerle algo si ella no…

– ¡Tranquilízate ya, Even! -Finn-Erik le lanzó una mirada resignada y cansada-. Sin duda, Mai-Brit adivinó la ropa que llevaba el niño puesta. Stig no tiene tantas chaquetas. A lo mejor, Mai-Brit vio las noticias y sabía qué tiempo estaba haciendo en Noruega…

– ¿¡Por qué demonios insistes en no querer ver las cosas, maldita sea!? -le gritó Even, saltando de la silla como un ogro-. Te rompes la cabeza por encontrar buenas razones para su suicidio, pero sin conseguirlo. Pero cuando yo te presento versiones más que contrastadas de lo que pudo…

– ¡Versiones contrastadas! Pero qué diablos… Tal vez deberías preguntarte qué pintas tú en todo esto. -Finn-Erik le lanzó una mirada severa en unos ojos rojos-. Mai-Brit desapareció de tu vida hace muchos años. Había terminado contigo. Quería librarse de ti, de tu presencia, tenerte cuanto más lejos de ella, mejor, tú eras el demonio de su vida, lo peor que le había pasado nunca…

– ¡El demonio de su vida!-rugió Even-.Eso no te lo dijo jamás, ¡maldita sea! Es algo que te inventas tú porque eres un maldito cobarde que sabe que ella todavía…

Even se detuvo en seco y se dejó caer en la silla. Se quedó un buen rato con la mirada fija en la mesa. Murmuró un «perdón» entre dientes.

Mientras tanto, Finn-Erik se había quedado paralizado hasta que, finalmente, se hundió en la silla al otro lado de la mesa.

– Era la hermana -murmuró Finn-Erik-. Era ella quien… te llamaba así.

– Sí, ya puede ser, te creo. -Even se obligó a sonreír-. Ella siempre me ha considerado una obra del diablo.

– Tienes que… -Finn-Erik volvió a ponerse en pie, con la mirada perdida-, tienes que irte ya.

La oscuridad en la calle era un poco menos compacta, y en el reloj de pared de la cocina la aguja se acercaba a las cuatro. Even sintió que su cerebro se expandía, sabía que iba a dormir muy poco, si es que lograba conciliar el sueño. Estudió a Finn-Erik con la mirada. El hombre parecía alguien a punto de entrar en coma, las mejillas hundidas y lívidas a la luz de la lámpara, los ojos dilatados en sus cuencas. Even titubeó antes de decir:

– Mañana, es decir, hoy… estaba pensando que a lo mejor deberías ir a la policía.

Finn-Erik le devolvió la mirada sin comprender.

– Ya he hablado con ellos. Fueron ellos quienes me llamaron para decirme que Mai-Brit…

– Aunque no me creas, aunque no creas en la idea de que posiblemente fue obligada a hacer lo que hizo, deberían estar al corriente de esta hipótesis y de la información que podría suscitar la puesta en marcha de una investigación. No entiendo por qué te empeñas en omitir…

– No es que no quiera -le interrumpió Finn-Erik con manchas febriles en las mejillas-, pero lo que yo quiero es… lo que ahora mismo quiero es un poco de tranquilidad, recuperar algo parecido a una vida cotidiana, conseguir que los niños se sientan seguros, que reine un ambiente acogedor, dormir por la noche, hacer que…

– Lo comprendo -dijo Even al ver que Finn-Erik no continuaba-. Lo comprendo, Finn-Erik, o eso creo. Pero lo que también comprendo es que…-Se quedó pensativo un rato antes de proseguir-: Creo que hubo alguien en la zona, cerca de aquí, aquella tarde, que vio al niño, a Stig, me refiero. Que lo vio ir de casa de la señora que le cuida hasta aquí, vio qué ropa llevaba puesta. Alguien que puede haber llamado a Mai… no, debe de haber llamado a alguien que estaba con Mai, tenía un móvil y debió de llamar al que coaccionaba a Mai. ¿Te fijaste en si había un coche aparcado en la calle que no perteneciera a algún vecino?

Finn-Erik tuvo que hacer un esfuerzo para recordar.

– No creo… a lo mejor allí en la esquina, no lo sé. Desde aquí no se ve. Pero ¿tú crees que…?

– ¡Sí, demonios, sí! Creo que Mai te llamó y que tú le confirmaste que los niños estaban bajo vigilancia. Comprendió que, de hecho, alguien podría haberlo… quiero decir, secuestrarlo, al niño, matarlo, cualquier cosa, qué sé yo, en el camino de vuelta a casa. ¿Por qué, si no, iba a preguntarte aquello de la chaqueta y el gorro? Me imagino que no acostumbrabais a escenificar un concurso de preguntas y respuestas sobre la ropa de los niños cada vez que hablabais por teléfono, ¿o qué? ¿Qué?

Even se dio cuenta de que había levantado la voz innecesariamente y abrió los brazos disculpándose. Joder, qué cansado estaba.

Finn-Erik tragó saliva con tal fuerza que su nuez dio un respingo.

– Es decir, que le confirmaron que eran o los niños o ella…

– Sí, eso creo.

Finn-Erik se puso en pie de un salto y se acercó a la mesa de la cocina. Even dio un respingo cuando el otro tiró la taza en el fregadero haciendo que el café salpicara.

– ¡Maldita escoria! -Finn-Erik se apoyaba en la mesa de la cocina, todo encorvado, como si estuviera a punto de vomitar.

Even se puso en pie, se acercó a él y le puso una mano en el hombro con delicadeza.

– Si quieres que la policía atrape a esos cerdos, tendrán que disponer de toda la información que se les pueda dar.

Finn-Erik se sacudió la mano de Even y se acercó a la puerta.

– Sí -murmuró, inexpresivo-. Sí, lo haré.

Su mirada se negaba a encontrarse con la de Even. Todo lo que no fuera dormir cien años le parecía un reto inalcanzable.

– Deberías ir mañana. Si quieres, yo puedo cuidar de los niños. -Even se preguntó para sus adentros qué era lo que se hacía cuando se cuidaban niños. ¿Qué edad podían tener? ¿Dos y cuatro años?

Finn-Erik asintió apático con la cabeza.

– Sí, claro, por supuesto, sí.

Even agarró su chaqueta y salió al pasillo. Se detuvo.

– ¿Alguna vez oíste a Mai hablar de un tío llamado Simon LaTour? Eh… por cierto, ¿tienes el teléfono de Oslo Taxi?

Finn-Erik cogió unas llaves que colgaban de un gancho detrás de la puerta.

– ¿LaTour? No. No, no creo. Ten, coge mi coche.

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