Walter Smith se despertó a primera hora del sábado por la mañana, temblando de ilusión y entusiasmo. Tenía tanto que hacer, tanto trabajo… Retiró la colcha y salió a todo correr de su habitación.
La habitación contigua, llena de barras de pesas y bancos de ejercicio, estaba a oscuras. Las persianas estaban siempre echadas para impedir el paso de la luz del sol. No encendió las luces; ya veía lo suficiente.
A lo largo de la siguiente hora, hizo ejercicio a oscuras, levantando las voluminosas pesas despacio, notando cómo le ardían los músculos. Pese a las cicatrices y a las innumerables operaciones quirúrgicas, había conseguido un tono muscular bastante satisfactorio en el pecho, los brazos y los hombros. Sus piernas habían mejorado de forma espectacular.
Sudoroso y fatigado, se metió en el cuarto de baño a oscuras y se dio una larga ducha. Se secó, se envolvió la toalla alrededor de la cintura y se colocó encima de la alfombrilla húmeda.
Ahora venía la parte que más detestaba: mirarse al espejo siempre le ponía de mal humor.
Walter se armó de valor y encendió la luz.
Un reguero de cicatrices de color pardo y violeta oscuro le cubría la totalidad del torso. Las cicatrices carecían de elasticidad, pues ya habían dado de sí todo lo que podían mientras él adquiría un tono muscular satisfactorio.
El fuego le había quemado el noventa por ciento del cuerpo, y los médicos habían utilizado la piel sana restante para reconstruir sus párpados. Los cirujanos plásticos habían hecho todo cuanto estaba en su mano.
Walter había sustituido el bisoñé que le habían facilitado en el Centro de Quemados Shriners por un sistema capilar muy caro y de apariencia más realista. Le habían reconstruido la oreja izquierda usando cartílago de cerdo. La mano izquierda no le funcionaba, pues los tendones habían sufrido daños irreversibles, y tenía los dedos permanentemente crispados en forma de garras.
Una oleada de desesperación se apoderó de él. Su Santa Madre le recordó que Hannah nunca vería la mayor parte de aquellas cicatrices, sólo su cara.
Aun así, su cara requería mucho trabajo.
La maquilladora de Shriners había sido muy paciente y le había enseñado las mejores técnicas para ocultar lo que era en realidad.
En primer lugar, se aplicaba una hidratante especial para proporcionar oxígeno a la piel. Era muy importante dejar que el fármaco en crema actuase y penetrase en el tejido cicatricial, de modo que se sentó en la taza del váter y se puso a hojear el último número de Details.
Walter examinó los anuncios de apuestos modelos masculinos que posaban en ropa interior cara, o con vaqueros y camisetas bonitos, o con trajes. Para inspirarse, había pegado algunos de los anuncios en la pared de la sala de musculación.
Mientras pasaba la hojas de papel satinado y observaba aquellos rostros bronceados de mandíbula firme, narices perfectas y mirada penetrante, pensó que ojalá hubiese alguna tabla de ejercicios para mejorar la apariencia de su cara. Para eso dependía por completo del maquillaje.
Walter consultó su reloj; había pasado media hora. Dejó la revista en el suelo, se levantó y cogió los frascos que necesitaba del armario del baño.
Tardó mucho rato en untarse la base oleaginosa de maquillaje porque sólo disponía de una mano útil. Mientras se secaba, sacó un bote de gomina American Crew y se embadurnó el pelo negro con aquella sustancia de textura similar a la cera. La gomina confería a su pelo el mismo aspecto desenfadado y húmedo que había visto en las revistas. Le llevaba bastante tiempo, pero el resultado merecía la pena.
Para completar la transformación, empleó polvos compactos y se los esparció con una brocha.
Walter dio un paso atrás frente al espejo. El rostro que le devolvía la mirada bajo aquella luz implacable ya no daba tanto miedo. No era tan atractivo como los modelos de las revistas, pero tampoco resultaba aterrador. Ahora al menos parecía humano.
Walter repasó su aspecto unos minutos más, estudiando su cara desde distintos ángulos y dándose algunos toques finales en los lugares necesarios. Realizó una última comprobación para asegurarse de que el pelo le tapaba la oreja que le faltaba y luego se puso unos vaqueros Diesel y una camisa negra de manga larga. Se miró en un espejo de cuerpo entero que no le mostraba el reflejo de su cara y vio que estaba muy elegante. Se había vestido con mucho estilo. Se calzó un par de mocasines Coach negros y se dirigió abajo, a la cocina.
La puerta del sótano estaba abierta. Oyó llorar a Hannah.
Walter sintió unas ganas inmensas de acudir a consolarla, de abrazarla y decirle que todo iba a ir bien. Que no había sido su intención lastimarla. Lo que había ocurrido la noche anterior había sido un accidente.
María le dijo que dejara a Hannah en paz, que era mejor esperar. Le dijo que dejara a Hannah llorar y exteriorizar a gritos su miedo y su ira, expulsar todo aquello fuera de su cuerpo.
Walter necesitaba rezar para hacer acopio de fuerzas. Abrió la puerta del armario, se puso de rodillas y encendió las velas. Montones de estatuillas de la Santa Madre lo miraban con gesto enternecido, sonrientes, con los brazos abiertos, aceptándolo. Walter hizo la señal de la cruz, cerró los ojos y, con las manos unidas con fuerza, rezó una oración de acción de gracias a su Santísima Madre.