Tina Sanders estaba devastada por la osteoporosis. Asomando como una protuberancia en la espalda y oculta bajo la tela roja de un raído abrigo de plumón, tenía la clásica cifosis propia de las ancianas. La mujer caminaba encorvada, agarrándose a los mangos de goma de su andador con los dedos huesudos y agarrotados. Llevaba el pelo, recogido con rulos, parcialmente cubierto por un pañuelo de seda azul.
– ¿Han encontrado a Jenny?
– Hablemos en la sala de reuniones -le indicó Darby.
Tina Sanders avanzó a trompicones con su andador, arrastrando los pies calzados con zapatos ortopédicos negros. Darby le sujetó la puerta. Ya había dejado un mensaje en el móvil de Tim Bryson, así como en el contestador de su despacho, pidiéndole que la llamase de inmediato.
Darby ayudó a la mujer a sentarse. El pelo y la ropa le apestaban a humo de cigarrillo.
Con la mano temblorosa, Tina Sanders rebuscó en el interior de su bolso, extrajo un trozo doblado de papel y lo dejó encima de la mesa.
En la hoja, de 8,5 x 11 se veía la fotografía de una mujer de pelo rubio con mechas: era la misma foto que Darby había visto pegada a la pared semiderruida del Sinclair.
– ¿De dónde ha sacado esto, señora Sanders?
– Me la dejó en el buzón.
– ¿Quién se la dejó en el buzón?
– El detective -explicó Tina Sanders-. Me dijo que viniera aquí a hablar con usted. Dijo que usted sabía lo que le había pasado a Jenny.
– ¿Cómo se llamaba ese hombre?
– No lo sé. Pero ¿qué pasa con Jenny? ¿Han encontrado su cuerpo?
– Tendrá que perdonarme, señora Sanders, pero estoy un poco confusa. Espere un momento. -Darby abrió su libreta-. Primero dígame cómo ha conseguido esa fotografía.
La anciana trató de dominar su impaciencia.
– Esta mañana me han llamado por teléfono. Era un hombre que afirmaba ser un detective de Boston. Me ha dicho que Darby McCormick, del Laboratorio Criminalístico de Boston, ha averiguado lo que le pasó a mi hija. Le he preguntado qué le había ocurrido, y me ha pedido que abriese mi buzón. Ahí es donde he encontrado la foto. Cuando he vuelto al teléfono, ya no estaba; se había cortado la llamada o algo así. Eso es lo que ha pasado. Y ahora, cuénteme lo de Jenny. ¿Qué ha averiguado?
– ¿Dónde vive, señora Sanders?
– En Belham Heights.
Darby se había criado en Belham y conocía bien la zona de Heights: edificios baratos de tres plantas con vistas a cuerdas de tender atadas a los porches y patios traseros del tamaño de un sello de correos, separados por vallas de tela metálica a punto de romperse.
– Y la mujer de la foto es su hija.
– Eso ya se lo he dicho… ¿qué?, por lo menos seis veces, ¿no?
Tina Sanders sacó un paquete de cigarrillos Virginia Slims de su bolso.
– Lo siento, señora Sanders, pero no puede fumar aquí dentro.
– Sólo quiero llevar esto en la mano. -Había dado la vuelta al paquete de tabaco: debajo del celofán había un crucifijo de oro-. Llevo veintiséis años rezando por que llegara este momento -añadió, con la voz quebrada-. No me puedo creer que esté sucediendo al fin.
– Cuénteme lo que le pasó a su hija -dijo Darby-. Empiece por el principio y tómese el tiempo que necesite.