La localidad de Denvers, situada al norte de Boston, se encontraba a una hora en coche de la ciudad. Darby empleó el sistema de navegación por GPS del Mustang. Tomó la Ruta Uno en dirección norte y avanzó a buen ritmo hasta que se topó con un atasco en el acceso al centro comercial de Saugus. Fue zigzagueando para esquivar la caravana de coches de los distintos carriles y cuando el tráfico finalmente se descongestionó, a la altura de Lynn, pisó a fondo el acelerador.
El acceso al hospital se realizaba a través de una carretera larga y empinada que serpenteaba entre el bosque; al llegar al final, Darby vio aparcada una maltrecha camioneta Ford en cuyos laterales se leía la inscripción «Reed y Asociados».
El hombre sentado al volante era un joven italiano de tez morena y tersa, con el pelo negro completamente embadurnado de gomina y en punta. Llevaba un pendiente de diamante y dos aros de oro en la oreja izquierda. Cerró el ejemplar de la revista Maxim cuando Darby golpeó la ventanilla de la camioneta.
– Quiero echarle un vistazo al hospital -le explicó, mostrándole su identificación plastificada.
– ¿Es que han montado un congreso aquí o algo así? Es el segundo poli que viene.
– ¿Ha venido alguien más hace poco?
– Esta tarde -respondió el guarda de seguridad-. El señor Reed le ha enseñado el hospital.
– Y ese policía, ¿ha dicho cómo se llamaba?
– No tengo ni idea. Yo no hablé con él, fue Chucky. Yo llegué justo para relevar a Chucky de su turno, y para entonces el tipo ya estaba hablando con el señor Reed.
– ¿Qué aspecto tenía?
– A ver… Era alto, metro ochenta al menos, pelo negro. Iba bastante peripuesto, con zapatos finos y todo eso. Conducía un Jaguar. Así que en Boston pagan bien, ¿eh?
– ¿Conducía un Jaguar?
– Sí, de color negro, una preciosidad. Era uno de los modelos nuevos.
– ¿Cómo lo sabes?
– Porque le hice un repaso mientras el dueño estaba arriba, con el señor Reed. Tengo debilidad por los coches bonitos. Yo conduzco un BMW.
– ¿Está aquí el señor Reed?
– Sí, está por arriba.
– Tengo que hablar con él.
– Un momento. -El guarda de seguridad accionó un walkie-talkie-. El señor Reed bajará ahora.
– ¿Cómo te llamas? -preguntó Darby.
– Kevin Salustro.
– ¿No te habrás fijado por casualidad en la matrícula del Jaguar?
– No.
– Cuando acabe de hablar con el señor Reed, volveré aquí a hacerte unas preguntas. Mientras esperas, quiero que anotes todo lo que recuerdes de ese poli, incluido lo que viste dentro de su coche.
– Como ya le he dicho, sólo lo vi de refilón.
– Tú anota todo lo que recuerdes. ¿Tienes papel y bolígrafo?
– No.
– Ahora te los traigo -dijo Darby.
Bryson llegó al cabo de media hora, acompañado de un furgón con seis policías más. Eran más de las seis y el cielo del anochecer estaba negro como el carbón.
Nathan Reed, el dueño de Reed y Asociados, la empresa que se encargaba de la seguridad del hospital, era un hombre alto y enjuto con los dientes torcidos y amarillentos y los dedos manchados de nicotina. Darby supuso que el hombre rondaría la sesentena. Llevaba una chaqueta de franela a cuadros y un gorro de caza anaranjado con orejeras de piel.
– Ha sido una cosa muy, muy rara; el poli ese ha aparecido de repente, de la nada -les contó. Estaban al pie de la colina, de espaldas al viento-. Habló con uno de mis chicos, Chucky, y dio la casualidad de que yo estaba por aquí, así que Chucky cogió el teléfono y me llamó. Tenemos prohibido dejar que alguien se pasee solo por el hospital, por el seguro de responsabilidad.
– ¿Cómo sabe que era policía? -preguntó Darby.
– Me enseñó su placa.
– ¿Cómo se llamaba?
– No lo sé, no me lo dijo.
– ¿No se lo preguntó?
– No, señora, no se lo pregunté. Cuando aparece un poli, haces lo que te dicen y no haces demasiadas preguntas.
– ¿Hablaba con algún acento?
– Pues, ahora que lo dice, sí. Con acento británico o algo así -señaló Reed-. Me enseñó su placa y dijo que tenía que entrar y echar un vistazo al pabellón C. Yo le conté que lo habían vaciado, que se lo habían llevado todo, pero me contestó que quería echar un vistazo de todos modos, así que le acompañé arriba.
– Señor Reed, puede que le parezca una pregunta un tanto extraña, pero ¿le vio usted los ojos?
– ¿Los ojos?
– ¿Se fijó usted en el color de sus ojos?
– No tengo ni la más remota idea -contestó Reed-. Llevaba gafas de sol. No pretendo meterme donde no me llaman, pero ¿se puede saber a qué vienen todas estas preguntas? ¿Es que no saben por qué estaba aquí? Supongo que trabajarán juntos, ¿no? En colaboración…
– El policía al que ha visto hoy… no sabemos quién es -declaró Darby. Desde luego, por la descripción, ese hombre era clavado a Malcolm Fletcher-. Cualquier cosa que pueda decirnos nos resultaría de extrema utilidad.
Reed hizo bocina con la mano para prender un mechero y se encendió un cigarrillo.
– ¿Ha visto alguna vez una película de Clint Eastwood que se titula Infierno de cobardes?
– Varias veces -respondió Darby.
– Pues ese tipo desprendía el mismo aire amenazador, como si dijera: «Haz exactamente lo que yo te diga o las vas a pasar canutas». Por eso no le hice ninguna pregunta. Lo llevé ahí, al pabellón C, y le dejé merodear un rato. Para ser sincero, lo cierto es que me alegré cuando se marchó.
– ¿A qué hora se fue?
Reed se quedó pensativo un momento.
– Hacia las cuatro, diría yo.
– ¿Y encontró algo ahí arriba?
– No. Como ya le he dicho, ahí arriba no hay nada. Lo han desmantelado todo. Lo llevé al pabellón C, echó un vistazo, luego me dio las gracias y se fue.
– Le pidió específicamente que lo llevara al pabellón C -señaló Darby.
– Así es. El pabellón C es el lugar donde solían encerrar a los delincuentes más violentos, a los más asquerosos, como a ese cerdo de Johnny el Barbero. ¿Se acuerda de él?
– No, la verdad es que no.
Reed dio una honda calada de su cigarrillo.
– Johnny el Barbero… Su verdadero nombre era Johnny Edwards o algo así. Johnny era un violador en serie de principios de los sesenta. Trabajaba en una barbería y les cortaba la cara a las mujeres con una navaja de afeitar, de ahí el sobrenombre. Los tribunales lo declararon culpable con el atenuante de enajenación mental, y por eso lo enviaron aquí. -Señaló con el pulgar la carretera larga y serpenteante que se abría paso en zigzag a través del bosque-. Resulta que también era un artista, un verdadero genio. Colgaron varios de sus cuadros en las paredes, y debo decir que algunos eran francamente impresionantes, joder, ya lo creo… El caso es que luego agredió a un médico, intentó acuchillarlo con un pincel, menuda ocurrencia, así que le quitaron todos los útiles de pintura y ¿saben lo que hizo ese cabronazo hijo de perra? Empezó a utilizar sus propios zurullos como pigmentos para sus pinturas. Los cuadros no estaban mal del todo, pero olían a rayos. -La risa de Reed retumbó, imponiéndose a los silbidos del viento.
– Necesito que me enseñe adonde fue ese policía -dijo Darby.
Reed arrojó la colilla de su cigarrillo al bosque.
– Conseguí limpiar la nieve de la carretera principal hasta aquí antes de que mi camioneta se averiase, pero la parte de arriba del recinto está hecha una mierda -dijo-. Espero que los dos estén de humor para hacer un poco de ejercicio, porque nos espera una buena caminata.