En el suelo había un pequeño radiocasete portátil Sony con forma de burbuja. Reproducía una cinta, y las bobinas giraban una y otra vez mientras se oían los gritos de dolor de una mujer.
Dado que no quería eliminar posibles huellas, Darby empleó la punta de su bolígrafo para pulsar el botón de «stop» del reproductor. El único sonido que oyó entonces fue el aullido del viento.
Los restos que había apoyados encima de los escombros pertenecían a un esqueleto humano, sin rastro de músculos ni piel. Lo único que quedaba eran huesos en el interior de la ropa de mujer: vaqueros, una camiseta negra y un chaquetón largo de invierno cubierto de polvo. Los vaqueros estaban bajados a la altura de los tobillos, y la ropa interior blanca manchada de negro con sangre seca.
Darby retiró el chaquetón y vio una bata blanca con la inscripción «Hospital Sinclair» bordada en el bolsillo delantero.
Una bufanda de color gris se enrollaba alrededor del cuello de la mujer, y habían utilizado unas tiras de cinta adhesiva para atarle las muñecas y los tobillos.
Por detrás del cráneo se veía una maraña de pelo rubio y largo cubierto de polvo. La calavera, con las órbitas profundas, la barbilla afilada y el cráneo liso, pertenecía a una mujer. Los dientes verticales confirmaban que la mujer era de raza caucásica.
No había fracturas en el cráneo que indicasen una herida en la cabeza. Con un poco de suerte Carter, el antropólogo forense del estado, podría determinar la causa de la muerte, aunque ése no era siempre el caso con los restos óseos.
Darby encontró cáscaras de gusanos desperdigadas por el interior de los restos. Los de Entomología las utilizarían para calcular la fecha de la muerte. Se preguntó cuánto tiempo llevarían allí aquellos restos.
Había un billetero rojo junto al esqueleto y Darby examinó su interior. Estaba vacío. Miró dentro de los bolsillos de los vaqueros, pero también estaban vacíos.
Desplazó el haz de su linterna por el área que rodeaba los restos óseos. Era imposible saber qué era aquel lugar: montones de escombros cubrían los pasillos desplomados y las puertas. No había techo. Al mirar a través de todas las plantas derrumbadas, hacia arriba, hacia el tejado, vio el cielo nocturno.
«Malcolm Fletcher no ha entrado por el conducto de la calefacción. Debe de haber pasado por una de estas entradas y, para hacerlo, tiene que estar muy familiarizado con el trazado del sótano.»
Darby extrajo su teléfono móvil y sintió un gran alivio al ver que tenía cobertura.
En primer lugar llamó a Tim Bryson. Como éste no contestaba, le dejó un mensaje y llamó a Coop.
– Estoy dentro del Sinclair, te lo explicaré todo cuando llegues aquí -informó Darby-. ¿Has conocido a los tíos nuevos que trabajan en Identificación?
– Mackenzie y Phillips -confirmó Coop.
– ¿Cuál de los dos es delgado y pequeño?
– Ese es más bien Phillips. Está muy delgado porque cuida mucho su figura.
– Dile que se abrigue y que se ponga ropa vieja. Aquí está todo muy sucio y me he hecho un desgarrón en el abrigo. Les diré a los de seguridad que vais a venir.
Darby volvió a mirar los restos óseos. El miedo había desaparecido, reemplazado por el entusiasmo ante aquel nuevo hallazgo, enterrado en las entrañas de la tierra.
El gorila que había dejado pasar a Fletcher tenía aspecto de ser muy joven; por su cara, Bryson no le echaba más de veinticinco años. A juzgar por su papada, la mayor parte de los músculos se le habían transformado en grasa.
Bryson le enseñó la placa y se llevó al chico aparte, lejos de los demás gorilas.
– Tranquilo, no te has metido en ningún lío -le aseguró Bryson-. Sólo quiero hablar contigo a solas un momento. ¿Cómo te llamas?
– Stan Dalton.
– El tipo de las gafas de sol al que acabas de dejar pasar… ¿qué es lo que te ha dicho?
– No me ha dicho nada, sólo me ha enseñado su tarjeta de ejecutivo y le he dejado entrar.
– ¿Tarjeta de ejecutivo?
– Si estás dispuesto a soltar mil pavos al año, puedes solicitar la tarjeta de ejecutivo, lo que significa que puedes saltarte la cola para entrar. También tienes servicio de aparcacoches gratuito y acceso a la zona VIP, con tu propia camarera y tu cuenta personal.
– Supongo que habrá un control de seguridad dentro.
– En todos los locales hay uno.
– Muy bien, Stanley, ahora me vas a acompañar al control de seguridad y luego volverás aquí a hacer tu trabajo. No le vas a contar a nadie ni una palabra de nuestra conversación. Una vez que esté dentro, no quiero que vayas derecho al teléfono a llamar a tu jefe. El tipo al que estoy vigilando… no quiero asustarlo, ¿sabes? Necesito que el sitio esté tranquilo, que todo parezca normal, como siempre. Si entro ahí y me lo encuentro rodeado por los de seguridad, vas a tener un problema permanente con tus declaraciones de impuestos.
Las puertas principales se abrieron y desvelaron una sala donde hacía un calor sofocante, mientras una atronadora música tecno sonaba por detrás de unas paredes negras. Al otro lado del guardarropa había un control de seguridad formado por dos hombres con el semblante serio que llevaban aparatos detectores de metales en la mano para cachear a los clientes.
Stan Dalton mantuvo una conversación privada con los chicos de seguridad. Estos asintieron con la cabeza y los dejaron entrar en el club sin tener que pasar por el trance de que los cachearan.
La discoteca parecía una fiesta en el mismísimo círculo del infierno: una ensordecedora música tecno que retumbaba en los altavoces… bum-bum-bum; la pista de baile repleta de chicas guapas con camisetas de tirantes y cortas, presumiendo de tetas operadas y vientres planos, con unos pantalones ceñidos que realzaban las fabulosas curvas de sus traseros mientras saltaban y giraban debajo de las bolas de espejo… bum-bum-bum; manos que se agitaban en aquel calor opresivo que olía a sudor, a perfume y a sexo; manos que sujetaban bebidas, cuerpos que se aplastaban unos contra otros, chicos con chicas, chicas con chicas, chicos con chicos… bum-bum-bum; todo el mundo feliz, sonriente, borracho y colocado.
En las esquinas, dentro de unas jaulas debajo de las luces de láser, había unas gogós que bailaban en biquini. En una jaula había dos hombres musculosos ataviados con unos tangas negros, con cuerpos esculturales y bronceados relucientes con aceite y purpurina para reflejar los láseres y las luces de colores. Bryson apartó la mirada, asqueado, y dirigió la vista hacia el techo, donde unos televisores de plasma mostraban vídeos musicales.
Había una barra a su derecha. El mostrador estaba cubierto de plexiglás, con una luz blanca y luminosa debajo. Unas camareras vestidas con pantalones negros de cuero y sujetadores de biquini a conjunto colocaban las copas en sus bandejas y luego se dirigían a una zona acordonada que había detrás de la barra y que estaba atestada de sofás y sillones de cuero negro: era la zona VIP. Malcolm Fletcher, aún con las gafas de sol negras, estaba junto a una joven espectacular que lucía un ajustadísimo vestido negro. Era alta y tenía el pelo largo y pelirrojo. Se parecía a Darby McCormick.
La mujer susurró algo al oído de Fletcher y luego se fue.
Al cabo de un momento, Fletcher se levantó para seguirla y fue engullido por la muchedumbre de cuerpos en constante movimiento, que giraban incesantemente y alargaban las manos para tocar los otros cuerpos.
«Joder, ¿adónde habrá ido?» Bryson miró a su alrededor, por todo el club. La música era infernal, y una canción se confundía con la siguiente… bum-bum-bum, el mismo ritmo horrible y machacón se repetía una y otra vez y le vibraba dentro del pecho.
Ah, ahí estaba… al otro lado de la pista de baile, acompañado de la pelirroja, que hablaba con un guarda de seguridad, un señor con pinta de estar muy cabreado, con una perilla alargada y gran cantidad de tatuajes carcelarios sobre los antebrazos.
El guarda asintió con la cabeza y se apartó a un lado. La mujer abrió una puerta marcada con el cartel de «Privado». Fletcher la siguió.