La noche del 18 de septiembre de 1982, la joven de veintiocho años Jennifer Sanders, enfermera de psiquiatría del Instituto Sinclair de Salud Mental, había salido del hospital para reunirse con su madre en una boutique de novias en el centro de Boston. Habían quedado a las cinco de la tarde, y luego irían a cenar.
Hacia las seis Jennifer no había aparecido todavía en la tienda, y Tina supuso que su hija, que debía entrar en la ciudad desde la zona norte, estaría atrapada en algún atasco de tráfico. Jennifer no tenía forma de llamar para decir que iba a llegar tarde; era 1982, una época en la que los teléfonos móviles eran juguetitos enormes y muy caros que sólo poseían los ricos.
Hacia las siete y media de la tarde, todavía sin noticias de su hija, Tina Sanders se había puesto nerviosa. A lo mejor le había dado un golpe al coche, a lo mejor se le había averiado y había tenido que ir a buscar una cabina para llamar a la asistencia en carretera. Pero si ése era el caso, Jennifer habría llamado también a la tienda para que su madre supiera lo que había pasado. A lo mejor había sufrido un accidente. A lo mejor estaba gravemente herida e iba de camino de algún hospital.
O a lo mejor, pensó Tina, Jenny se había confundido de día. O a lo mejor se le había olvidado. Jenny estaba muy olvidadiza últimamente. Trabajaba muchas horas y siempre se la veía cansada. Estaba sometida a un gran estrés: por un lado los planes para la boda y por otro lo más probable es que tuviera que buscarse otro trabajo. Un incendio había destruido parte del Sinclair, y en pleno caos por el traslado de los pacientes a otros hospitales, había rumores constantes de que el hospital tal vez se viera obligado a cerrar sus puertas.
Tina utilizó el teléfono de la tienda de novias para llamar a su hija al trabajo. Su jefe aún estaba en la oficina y le dijo que Jennifer se había ido poco antes de las cinco.
El prometido de Jennifer, el oncólogo Michael Witherspoon, se encontraba en casa. Hacía poco habían comprado una casa en Peabody, cerca del lugar donde trabajaba Jenny, y habían decidido irse a vivir juntos.
Tina no se había confundido de día, le confirmó Witherspoon. ¿Es que había algún problema?
Tina Sanders le dijo a su futuro yerno que Jenny se había retrasado. Se quedó en la tienda hasta las ocho, la hora en que cerraban, y volvió en coche a su casa, en Bellham, diciéndose que tenía que haber una explicación racional para aquello, que no había razón para preocuparse.
Sin embargo, el doctor Witherspoon no compartía el optimismo de su futura suegra. A medianoche seguía sin tener noticias de Jennifer, y estaba seguro de que le había pasado algo. Mientras se paseaba arriba y abajo por las habitaciones, a la espera de que la puerta se abriese de un momento a otro o que sonase el teléfono, se le pasaron por la imaginación toda clase de posibilidades, a cual más espeluznante.
También tenía otra razón para preocuparse: Jennifer estaba embarazada de dos meses. Ella no quería decírselo a nadie todavía: era muy poco tiempo, insistía, y podían pasar muchas cosas. Conocía demasiados casos de amigas que habían sufrido abortos.
También había otra razón por la que Jennifer no quería decírselo a su madre: dada su férrea educación católica, sentía cierta vergüenza por haberse quedado embarazada antes de casarse.
El Sinclair era un lugar gigantesco, y Jennifer trabajaba en un mundo de emergencias. Los pacientes a los que trataba eran criminales muy violentos que a veces mataban a otros o se mataban ellos mismos. Agredían al personal del hospital. El año anterior había habido un incidente en el que un esquizofrénico paranoide había pegado un puñetazo a Jennifer en la cara. El joven estaba convencido de que Jennifer pretendía envenenarlo.
Witherspoon llamó a la línea de emergencias del hospital y solicitó hablar con alguien de seguridad. Le explicó la situación y le pidió al hombre que había al otro lado de la línea que tratase de averiguar qué había pasado. El guarda de seguridad llamó a Witherspoon al cabo de una hora.
– Encontraron su coche en el aparcamiento -le dijo Tina Sanders a Darby-. Fue lo único que encontraron. Nadie ha sabido nunca nada más de ella.
– ¿Michael Witherspoon vive todavía en Peabody?
– No, se marchó… debe de hacer ya diez o quince años. Se fue a California, creo. Perdimos el contacto. Al principio me llamaba con frecuencia, en los primeros años, pero luego vino a verme un día y dijo que ya no podía seguir viviendo así, sin saber nada, con problemas con la policía…
– ¿Qué problemas con la policía?
– Creían que había tenido algo que ver con la desaparición de Jenny, pero eso era absurdo. El hombre estaba destrozado. Le hicieron pasar por un infierno. Quería seguir adelante con su vida, pasar página. Yo no le culpé. Como madre, no te puedes permitir ese lujo.
– ¿Estaban muy unidas usted y su hija?
– Por supuesto que sí. -La mujer parecía sentirse ofendida por la pregunta-. Desde que era pequeña nos teníamos sólo la una a la otra. El padre de Jenny formaba parte del cuerpo de marines y le destinaron en China. Me escribió una de esas cartas de despedida en la que me decía que se había enamorado de una chinita. Nunca he vuelto a tener noticias suyas.
»Ayudé a Jenny con todo lo de la boda, ¿sabe? La acompañé a mirar vestidos, a escoger las flores. Lo pagaba todo ella sola. Jenny hacía un montón de horas extra en el hospital para costearse la ceremonia. Dios sabe que yo no podía ayudarla, no con un sueldo de camarera.
»La familia de Michael tenía muchos aires de grandeza, eran de los que creían que su mierda no huele -prosiguió Tina Sanders-. Jenny no me lo contó, la verdad sea dicha, pero yo creo que fue Michael quien insistió en celebrar una boda por todo lo alto. Sus padres se ofrecieron a pagarla, pero Jenny se negó. En ese aspecto, era orgullosa. Iba a pagarlo todo ella sola. Quería una boda sencilla y bonita, y no un bodorrio de gala. A los padres de Michael la idea no les hacía mucha gracia. Él era un buen chico. Un poco engreído, supongo, era médico y todo eso, pero la verdad es que trataba muy bien a Jenny.
– ¿Cómo era Jennifer?
Tina Sanders apretó con fuerza el paquete de tabaco entre las palmas de sus manos.
– Era una buena chica, obediente, hacía lo que le decían. Yo nunca tuve ningún problema con ella. Siempre mostraba una actitud muy positiva ante la vida, nunca se quejaba y le apasionaba su trabajo… creía de verdad que ayudaba a la gente en el McLean. Ese fue el primer psiquiátrico en el que trabajó. No sé por qué se marchó. Los pacientes eran mucho mejores allí, más fáciles de tratar, decía ella. A Jenny le encantaba ayudar a la gente. No debería haber aceptado ese trabajo en el Sinclair.
– ¿Por que dice eso? -preguntó Darby.
– Durante el último año que trabajó allí, se volvió más malhumorada y reservada. No llamaba tanto. Cuando quedábamos, apenas hablaba. Me contó que tenía problemas para dormir. Decía que era por el estrés del trabajo, además de las horas extra para pagar la boda, los rumores de despidos y la posibilidad de que el hospital echase el cierre para siempre. Yo no sabía que estaba embarazada; eso explicaba los cambios de humor. -La mujer frotó el crucifijo con un dedo-. Podría habérmelo dicho. Yo no la habría juzgado por haberse quedado preñada.
– ¿Solía ocultarle cosas?
– No. Jenny no tenía secretos conmigo. Estábamos muy unidas, como ya le he dicho. Lo de que no me dijera que estaba embarazada… sí, me dolió durante un tiempo, pero lo entendí. Quería casarse en una iglesia católica. Lo de quedarte preñada antes de casarte… bueno, no hace falta que le diga que eso no está demasiado bien visto en la Iglesia católica.
– ¿Mencionó o le habló su hija alguna vez de un hombre con los ojos negros?
– ¿Quiere decir con moretones o algo así?
– No, me refería al color de sus ojos -aclaró Darby-. Hablo de un hombre con los ojos completamente negros. Es alto, mide un metro ochenta o así, tiene la piel clara y viste muy bien.
– No conozco a nadie así.
– ¿Me disculpa un momento, señora Sanders?