Capítulo 68

Keith Woodbury había pasado la cinta de casete a un archivo de mp3 y luego lo había copiado en un CD.

La primera vez que Darby la escuchó, tuvo que disculparse y salir. Se había ido fuera, a la calle, y había dado la vuelta al edificio varias veces hasta que el aire fresco hubo purgado la sensación repulsiva y asfixiante que se la había pegado a la piel.

La segunda vez fue igual de difícil, pero una vez superado el horror inicial, Darby se concentró en la grabación y se forzó a sí misma a obviar los gritos de la mujer y tratar de discernir los ruidos de fondo. Darby volvió a escuchar el CD en el camino de vuelta en coche a la ciudad.

Jennifer Sanders gritaba de dolor, chillaba que parase, suplicaba que parase. El hombre de la cinta gruñía y gemía. A veces se reía. No hablaba en ningún momento. Si hubiese dicho algo, entonces tal vez la hermana de Dingle habría podido reconocer su voz. Al menos entonces Darby sabría con toda certeza que el hombre de la grabación era, efectivamente, Sam Dingle.

El tráfico de la entrada a Boston era infernal. Por lo visto, había obras en la carretera o algo así. Darby tomó la salida más próxima, con la mente concentrada en los sonidos que oía a través de los altavoces del coche. No distinguía ningún ruido de fondo. Algún experto de audio tendría que procesar la cinta, un procedimiento que tardaría meses.

Al cabo de media hora se hallaba conduciendo por la zona de Back Bay. Trinity Church, una de las iglesias más antiguas de Boston, se erigía a la sombra del Prudencial Center. Todas las navidades, desde que Darby era muy pequeña, su madre la llevaba allí, a Copley Square, a escuchar los villancicos a la luz de las velas. A veces cantaba incluso el coro de cámara de Trinity.

Darby vio un sitio libre y, sin pensarlo, aparcó el coche justo cuando el sol empezaba a ponerse detrás de Prudencial Tower.

Una iglesia católica es un lugar siniestro. El pecado y la salvación. Una estatua a tamaño natural de Jesucristo clavado en la cruz estaba colocada en la pared de detrás del altar. Bajo la penumbra, Darby vio las gotas pintadas de sangre que resbalaban desde su corona de espinas y de los clavos que le traspasaban las manos y los pies.

La iglesia original, fundada en 1733, había quedado reducida a cenizas durante el gran incendio de Boston de 1872. El arquitecto H. H. Richardson la había reconstruido en un estilo que se hizo muy popular en un buen número de edificios europeos: torres gigantescas de piedra con tejados de teja y arcos de medio punto. Darby siempre se quedaba embobada mirando las vidrieras de colores que había detrás del altar. Vio las «Recomendaciones de David a su hijo Salomón», una vidriera diseñada en 1882 por Edgard Burne-Jones y William Morris.

Darby se sentó en un banco y pensó en las distintas generaciones de personas que se habían sentado en aquel preciso lugar y rezado a Dios desde la desesperación y el miedo. Por favor, Señor, mi hijo tiene cáncer. Por favor, ayúdalo. Santa María, Madre de Dios, por favor, haz que mis hijos estén siempre a salvo. Por favor, no dejes que le pase nada a mi familia. Por favor, ayúdame, Señor. Jesucristo, por favor, ayúdame.

¿Atendía Dios sus plegarias? ¿Las escuchaba? Si lo hacía, ¿escogía al azar y entonces decidía ayudar? ¿Le importaba siquiera?

«¿Acudían las víctimas a la iglesia?», se preguntó Darby.

Dejó su mochila en el banco y extrajo la copia del expediente de Emma Hale. Buscó en el texto con la ayuda de un bolígrafo con linterna.

Emma Hale había nacido y crecido en el seno de una familia católica. Iba a misa todos los domingos con su padre. ¿Y Judith Chen? Sí, ella también era católica. Sus compañeras de piso no sabían si iba a misa.

Darby llamó al teléfono del apartamento de Hannah. Respondió Michael Givens.

– ¿Qué religión profesaba su hija? -le preguntó Darby.

– La educamos en la fe católica -respondió el padre de Hannah-. Fue más bien cosa de mi mujer. A mí… la verdad es que yo no le veía la utilidad.

– ¿Y Hannah?

– Cumplía con sus deberes religiosos por su madre, pero no creo que llegase a calarle muy hondo.

– ¿Sabe si Hannah asistió alguna vez a una misa católica en Boston o en los alrededores?

– Espere un momento.

Michael Givens lo consultó con su esposa. Tracey Givens le habló en un murmullo a su marido y luego ella se puso al teléfono.

– Hannah lleva ya bastante tiempo sin ir a misa. A mí no me hacía mucha gracia, pero ella nunca ha tenido pelos en la lengua. Nunca ha sido una persona verdaderamente religiosa, y la fe que le quedaba acabó de disiparse en cuanto estalló aquel escándalo sexual que hubo por aquí… ya sabe a qué me refiero, esos curas que abusaron de aquellos chicos, y ese cardenal comosellame que los encubrió, ¿se acuerda?

– El cardenal Law -recordó Darby-. ¿Y colaboraba con alguna organización benéfica local?

Bryson no había investigado esa vía.

– A mi hija no le quedaba mucho tiempo libre, entre las clases y los dos trabajos. Hannah siempre se estaba quejando de eso, tanto a mí como a su padre; decía que ojalá tuviese más vida personal. Si estaba haciendo algún voluntariado en una organización benéfica, a mí no me lo dijo.

– ¿Y un novio? ¿Salía con alguien?

Darby estaba desesperada y se aferraba a cualquier esperanza.

– Hannah salía con un buen chico cuando vivía con nosotros, pero la relación se acabó cuando ella se vino a estudiar a Boston -explicó Tracey Givens-. Aquí no salía con nadie. Y ése era un tema que no llevaba nada bien.

– Gracias por su tiempo, señora Givens.

Darby se quedó mirando la expresión afligida de Jesús en la cruz, y por alguna razón, desvió sus pensamientos hacia Timothy Bryson. Su cuerpo yacía en el interior de un ataúd en una funeraria de Quincy. Sería enterrado a la mañana siguiente. Se preguntó quién se habría encargado de los preparativos.

Recordó la fotografía enmarcada de su hija y la visualizó unos instantes mientras analizaba sus propios sentimientos.

«Lamento mucho lo que le pasó a tu hija -decía esa parte fría y analítica de su ser-. Pero no lamento lo que te pasó a ti, Tim. Sé que debería sentirlo, pero no es así.»

Darby se acordó entonces de su propia madre. Por la fuerza de la costumbre, o tal vez por un arrebato de fe, se arrodilló y, con la espalda completamente recta, tal como le habían enseñado las monjas de Saint Stephen's, hizo la señal de la cruz y cerró los ojos. En primer lugar rezó una oración por Sheila y luego rezó por Hannah.

El móvil empezó a vibrar a la altura de su cadera. En la pantalla se leía «Número privado». Darby dejó que su teléfono sonase tres veces más antes de contestar.

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