Imágenes fugaces bajo la luz de las velas: una mesa de masaje en un rincón, ropa apilada en un banco forrado de tela, el típico surtido de juguetes, esposas y botes de cremas y aceite en un estante, junto a unas toallas dobladas.
Todo estaba despejado. Bryson se dirigió hacia el cuarto de baño, cuya luz estaba encendida, y experimentó una sensación de alivio al ver que habían dejado la puerta entreabierta. Apoyó el hombro en ella y se adentró rápidamente en el espeso vapor. Despejado. Watts lo adelantó y retiró bruscamente la cortina de la ducha.
La alcachofa de la ducha expelía un intenso chorro de agua caliente y el vapor lo inundaba todo, pero allí dentro no había nadie.
En el suelo de la ducha había un bote de metal con forma de lata de refresco, sólo que tenía la anilla y el mango que solían verse en las granadas de mano. Bajo el chorro de agua, Bryson oyó un sonido sibilante.
En la puerta del baño se oyó el fogonazo de un arma y Watts recibió el impacto en la espalda. Cayó en el interior de la ducha mientras Bryson se volvía para disparar. Se produjo un segundo fogonazo y Bryson sintió un golpe en el estómago similar a un puño metálico y caliente.
Se desplomó contra la pared del baño, jadeando para tratar de respirar, distinguió el tercer fogonazo procedente de la puerta y el puño volvió a golpearle en la parte superior del pecho mientras tropezaba con el cuerpo de Watts y caía de costado sobre el plato de la ducha.
El corazón de Bryson le palpitaba a toda velocidad, pero era como si los pulmones hubiesen decidido dejar de funcionar. No podía respirar. Seguía sujetando su arma con la mano. Sin dejar de jadear, levantó el arma, y estaba a punto de disparar a la espesa cortina de vapor cuando una mano enfundada en un guante negro lo agarró de la muñeca y se la torció, clac. Bryson quiso gritar, pero de su boca no salió ningún sonido. Se le cayó la Beretta. Intentó recogerla, pero la tela de un par de pantalones negros le rozó la cara y un pie le dio una patada en el estómago.
Vomitó el café y parte de un bollo. Una bota le aplastó la cara contra el suelo de la ducha. Tenía los brazos sujetos por detrás de la espalda, los puños inmovilizados por lo que parecían esposas de plástico. Bryson sintió cómo el material de las esposas le zahería la piel, mientras permanecía con la mirada fija en la lata del suelo, que seguía emitiendo aquel zumbido sibilante.
A continuación, le ataron los tobillos y la mano del guante le arrancó el micrófono de pinza del abrigo. Las manos lo agarraron del pelo y Bryson sintió que le clavaban una aguja en el cuello. Trató de zafarse pero no pudo, sintió una larga y lenta quemazón, y a continuación lo arrojaron fuera del plato de ducha, al suelo del cuarto de baño.
Bryson estaba tendido de costado y sentía cómo se tensaba cada músculo de su cuerpo mientras seguía teniendo arcadas. Algo iba mal. Le ardían los ojos y sintió una nueva oleada de náuseas que le revolvía el estómago.
Fletcher lo llevó a rastras al cuarto contiguo. Watts permanecía tumbado en el plato de la ducha, maniatado con esposas de plástico mientras el agua le rociaba la cara ensangrentada, sin dejar de vomitar en el suelo.
Sonó una alarma de incendios. Fletcher cerró la puerta del cuarto de baño y arrastró a Bryson por el suelo; la alfombra le raspó la mejilla mientras él seguía sufriendo espasmos. Luego, el ardor desapareció y notó en la cara el contacto fresco de las baldosas del pasillo. Varios hombres y mujeres habían salido en toalla y albornoz a ver a qué se debía todo aquel alboroto.
Un objeto pequeño y cilíndrico que dejaba tras de sí una gruesa estela de humo gris salió rodando por el pasillo.
Bryson oyó un ruido sibilante a su espalda y luego vio el mismo bote del baño rodar por el pasillo mientras a él lo arrastraban hasta un ascensor.
Percibió el chirrido del motor y el ruido metálico del engranaje mientras el ascensor se ponía en marcha. Estaba tumbado boca abajo en el suelo, lleno de mugre y suciedad. Se puso de costado, entre arcadas, y se miró el vientre. No vio sangre.
Aquello no tenía sentido. Había visto el fogonazo de un arma y había notado cómo el disparo le desgarraba el estómago y luego el pecho. Debería estar sangrando.
Malcolm Fletcher permanecía de pie junto a él, su voz amortiguada tras una mascarilla que le tapaba la boca y la nariz.
– ¿Sabe quién soy, detective?
Bryson asintió con la cabeza y luego volvió a sufrir una arcada.
– Entonces ya sabe por qué estoy aquí.
Bryson no respondió. Fletcher se quitó la mascarilla y se la metió en el bolsillo de la chaqueta.
El ascensor se detuvo y las puertas se abrieron. El pasillo estaba a oscuras.
Malcolm Fletcher accionó el botón de parada de emergencia. En la mano enguantada sujetaba un cuchillo de caza.
Bryson sintió una punzada de pánico pero acto seguido, curiosamente, el miedo desapareció y una extraña sensación de calma se apoderó de él. Sabía que lo lógico sería estar asustado, pero su cuerpo parecía sentirse completamente ajeno al peligro.
– Si te portas bien y dices la verdad, Timmy, te soltaré. Pero si no dices la verdad, si no percibo que te arrepientes sinceramente de tus pecados… bueno, en ese caso, no podrás echarle la culpa a nadie más que a ti mismo.
La hoja del cuchillo le cortó las ataduras de los tobillos.
Fletcher lo ayudó a levantarse. Bryson tosió e intentó recuperar el resuello. Con las manos esposadas a la espalda era difícil mantenerse de pie.
Fletcher lo agarró del brazo y lo llevó por el pasillo. Mientras Bryson subía las escaleras, tambaleándose como si estuviera ebrio, la extraña sensación de calma se transformó en otra cosa, en una sensación de felicidad absoluta que barrió de un plumazo todo lo demás, todo el miedo, todo el dolor, absolutamente todo.
Se abrió una puerta y Bryson vio un tejado plano que parecía prolongarse varios kilómetros. Después de tres pasos tambaleantes, Fletcher lo empujó a una pared de ladrillo y le puso el filo del cuchillo justo debajo de la barbilla.
– Contesta, Timmy, y no te olvides de nuestro trato.
Fletcher apretó un teléfono móvil contra la oreja de Bryson.
– ¿Diga?
– ¿Detective Bryson? Soy Tina Sanders… la madre de Jennifer. Nos conocimos en la comisaría de policía.
Bryson oyó una débil vocecilla que le decía que echase a correr, que saliese huyendo de allí lo más rápido posible.
– Me han dicho que tiene usted información acerca del hombre que mató a mi hija.
¿Adónde podía correr? No llegaría muy lejos, no con aquel cuchillo hincado en el cuello, no en aquel estado de ensoñación embriagadora que lo hacia sentirse como si fuera un ángel flotando en el aire.
– Por favor, yo… -A Tina Sanders se le quebró la voz. Se aclaró la garganta y se serenó-. Necesito saber qué pasó. Llevo viviendo con esto tanto tiempo que ya no soporto más no saber. Por favor, dígamelo.
– Yo no sé lo que le pasó a su hija.
– Me han dicho que fue un hombre llamado Sam Dingle quien mató a Jenny.
– No sé nada de eso.
– Ese hombre… ¿está en la cárcel?
Bryson sintió un escalofrío bajo la ropa húmeda, y los dientes le castañetearon mientras trataba de recomponer las piezas de las mentiras cuidadosamente urdidas que había ido hilvanando a lo largo de los años, por si algún día tenía que enfrentarse a aquel momento.
Fletcher le clavó la punta del cuchillo en el cuello.
– Tú eliges, Timmy.
– Mi hija se estaba muriendo -empezó Bryson-. Emily tenía una variante muy rara de leucemia. Mi esposa y yo lo intentamos todo. Los médicos querían probar un tratamiento experimental, pero mi seguro médico no lo cubría.
– ¿Qué tiene eso que ver con Jenny?
La verdad afloró a la superficie. Bryson cerró los ojos, asombrado ante la facilidad con que fluían las palabras.
– Sam Dingle utilizó su cinturón para estrangular a una de las mujeres. Encontramos una huella. Esa era la única que teníamos. No había testigos, y la madre de Dingle declaró que su hijo estaba con ella la noche que esas mujeres desaparecieron. Estábamos preparando la acusación contra él cuando fui a ver al padre de Dingle. Le dije que podía hacer desaparecer el cinturón por un precio razonable.
Se oían las sirenas de los camiones de bomberos a lo lejos. «Tú sigue hablando. Lang sabe que estás aquí dentro, así que sigue hablando hasta que te encuentre.»
– Necesitaba el dinero para el tratamiento de mi hija -se justificó Bryson-. Ya no nos concedían más créditos, habíamos alcanzado el límite. No podíamos pedir más dinero prestado. Estaba desesperado. Mi hija dependía de mí para salvar su vida, y cuando el padre de Dingle accedió a pagar, le hice prometerme que pondría a su hijo en tratamiento psiquiátrico. Lo internaron en el Sinclair.
– Maldito hijo de puta… -exclamó Tina Sanders-. Maldito cabrón hijo de mala madre…
– Emily tenía ocho años, sólo ocho años, y se suponía que ese tratamiento iba a salvarle la vida. Ya no podía seguir con la quimioterapia, su cuerpo…
Fletcher le quitó el teléfono y se lo puso al oído.
– Hola, señora Sanders. Sí, soy yo. Bueno, con respecto al detective Bryson, ¿ha pensando bien en lo que hablamos la última vez? Entiendo. Es su decisión, por supuesto. Volveré a llamarla en breve.
Malcolm Fletcher cerró el teléfono. Bryson echó a correr.