Capítulo 77

Walter aparcó su coche en el aparcamiento trasero del motel Sleepy Time de la Ruta Uno. Nunca entraba con el coche en el recinto del hospital: las furgonetas de los vigilantes de seguridad patrullaban la zona día y noche. El trecho que debía recorrer andando a través del bosque que había detrás del motel era largo y arduo, sobre todo si había nevado, pero siempre hacía el trayecto a pie porque no quería que nada pusiese en peligro a su Santa Madre.

El túnel de acceso se encontraba en el lado sur del recinto del Sinclair, un antiguo conducto de agua construido a principios del siglo xx. Walter lo alcanzó al cabo de una larga subida por una empinada cuesta cubierta de nieve.

Cuando en 1983 cerraron oficialmente el hospital, el personal de seguridad a cargo de la vigilancia de la propiedad instaló una reja metálica con un candado en la abertura del túnel. Walter volvió con un par de tenazas y su propio candado, de la misma marca, modelo y tamaño. Los de seguridad no llegaron a advertir el cambio porque nunca se internaban por ese camino.

Walter se limpió la nieve de las botas. Encendió la linterna y abrió la reja.

Durante su estancia en el Sinclair, había llegado a familiarizarse muy bien con la distribución del hospital. En el ayuntamiento de Danvers guardaban una copia de los planos arquitectónicos originales en un archivo. Por sólo veinte dólares le imprimieron las distintas páginas a color donde aparecía detallada cada planta.

El problema era la cantidad de escombros y zonas en ruinas. Buena parte de los pasillos del sótano se habían derrumbado. Walter había tardado varias semanas en trazar sobre el mapa la mejor ruta para llegar a la capilla.

A medida que avanzaba por el túnel, su cabeza retrocedió en el tiempo hasta la época que había permanecido ingresado en el Sinclair, las noches que había pasado solo en su habitación, meciéndose hacia delante y hacia atrás en su cama, sudando, mientras la medicación le quemaba en las venas. Cuando miraba sus dibujos de la Santa Madre sujetándole la mano, a veces el dolor se hacía más soportable. A veces la enfermera Jenny lo llevaba a la capilla.

Fue durante su primera visita a la capilla cuando María se le apareció por primera vez.

El hijo muerto de María, el salvador, Nuestro Señor Jesucristo, estaba tendido sobre su regazo. La expresión de tristeza de la Virgen traspasó el corazón de Walter, que sintió el peso de su insoportable pérdida.

Tras arrodillarse, Walter cerró los ojos y le rezó a su madre.

«Ya sé que me he portado mal. Tú fuiste buena conmigo y sé que lo hiciste lo mejor que pudiste. Te perdono. Te quiero, mamá.»

Una nueva voz le habló:

«Tu madre está a salvo. Está aquí conmigo, en el cielo.»

Walter abrió los ojos. María, la Santa Madre de Dios, lo miraba fijamente.

«Sé cuánto quieres a tu madre, Walter. Ella desea cuidar de ti. Ven aquí.»

La Santa Madre se levantó. Jesús rodó por su regazo y cayó al suelo, y María se quedó allí de pie, con sus vaporosas túnicas blancas y azules, los brazos abiertos, lista para acogerlo, para atraerlo hacia el mundo secreto que contenía el corazón pintado de rojo que relucía en el centro de su pecho.

«No hay razón para que tengas miedo. Te quiero muchísimo. Ven aquí y deja que te abrace.»

Walter obedeció a la Santa Madre. Se levantó del banco, se acercó a María y ella lo estrechó entre sus brazos.

«Eres un muchacho muy valiente. Me siento muy orgullosa de ti.»

Rodeado por el amor de María, Walter se echó a llorar.

«Nunca estarás solo -le dijo María, y le besó la coronilla-. Siempre estaré contigo. Te quiero muchísimo.»

Walter regresaba a la capilla a visitar a María con frecuencia. Cuando estaban solos, ella se le aparecía. La insoportable soledad, el dolor, el miedo, la sensación de aislamiento y de pérdida: todo eso desaparecía cada vez que María lo estrechaba entre sus brazos.

Con el paso del tiempo, María llegó a compartir con él todos sus secretos. Mantuvieron muchas conversaciones maravillosas. Cuando el hospital cerró sus puertas, Walter encontró la manera de regresar junto a su Santa Madre.

Walter avanzó por los pasillos abandonados de paredes descascarilladas. No le gustaba la oscuridad, pero no tenía miedo. María estaba cerca; todavía no oía su voz, pero ya notaba cómo el amor de su Madre se despertaba dentro de su corazón.

Metió la linterna en el bolsillo trasero de su pantalón y trepó por la escalera oxidada atornillada a la pared. Cuando llegó a lo alto, corrió por los pasillos helados. Ya casi le afloraban las lágrimas cuando se deslizó a través de la última puerta hacia el último pasadizo.

Mientras el amor de María crecía en su interior, Walter cogió la escalera de madera y avanzó con cuidado por encima de los escombros hasta llegar a un agujero en el suelo. Deslizó la escalera a través del agujero y cuando plantó los pies en el suelo de gravilla, empujó la puerta y entró en la capilla. Encendió su linterna.

Su Santa Madre estaba al final del pasillo. Su expresión de eterna congoja se desvaneció al verlo y se transformó en una sonrisa.

«Walter… Has venido.»

Una dulce sensación de alivio le recorrió todo el cuerpo. Las piernas le temblaban y se agarró al borde de un banco para no caerse.

«Me alegro mucho de que hayas venido. Te echaba de menos.»

– Yo también te echaba de menos.

Los ojos le escocían, humedecidos por las lágrimas.

«Ven y háblame de Hannah.»

Walter avanzó tambaleándose por el pasillo. Ya no podía soportar el amor de su Santa Madre por más tiempo; era demasiado fuerte, demasiado poderoso. Se hincó de rodillas en el suelo, llorando. Cerró los ojos.

– Dios te salve, María, llena eres de gracia, estoy contigo…

María lanzó un grito. Walter pestañeó y, a través de sus lágrimas, vio una linterna enfocada directamente hacia él. Walter levantó las manos.

– Túmbate boca abajo en el suelo y pon las manos detrás de la cabeza.

La voz provenía del hombre que sostenía la linterna y avanzaba con rapidez por el pasillo, un hombre bajo y ancho que llevaba un gorro de punto. Empuñaba un arma.

Walter miró por encima del hombro de aquel tipo, a María, que, con el semblante enfurecido, se había puesto en pie.

«No dejes que se te lleven, Walter. Los médicos te inyectarán esas horribles sustancias químicas y ya no podrás oírme, y se te llevarán y ya no podrás verme…»

El hombre del arma habló a través de un walkie-talkie sujeto a su chaqueta.

– Brian, soy Paul, necesito refuerzos. -Acto seguido, se dirigió de nuevo a Walter-: Túmbate boca abajo y pon las manos detrás de la cabeza.

Walter sintió cómo el amor de su madre se le escapaba del cuerpo. El hombre del arma se lo llevaría a la habitación de un hospital y los médicos le meterían toda esa medicación por las venas y nunca volvería a ver a María, y sin su Santa Madre estaría perdido en el limbo para toda la eternidad… se moriría sin ella.

Walter apagó la linterna y la lanzó al aire al tiempo que se ponía a rodar hacia el banco.

Se oyó un disparo, el fogonazo de la boca del arma destelló como un relámpago en la capilla y Walter se puso de pie.

– ¡Brian, ven enseguida! ¡Va a escapar!

Walter conocía hasta el último rincón de la capilla como la palma de su mano. Sujeto al respaldo del banco, vio el haz de luz de la linterna del hombre recorriendo la estancia. Había otro hombre que gritaba, otra linterna cuya luz se entrecruzaba en la oscuridad con la anterior. Walter corrió hasta el centro del pasillo, en dirección a la parte posterior de la capilla, y oyó otro disparo, y esta vez el destello iluminó la puerta que daba a la sala con la escalera; Walter echó a correr hacia ella y cerró la puerta con fuerza.

Un disparo astilló la puerta. Walter trepó la escalera con las piernas temblorosas, como de goma. Llegó a lo alto y se puso de pie justo cuando otro disparo destrozaba la madera. Walter asió la escalera y tiró de ella hacia arriba. Bajo sus pies, la puerta se abrió con violencia y golpeó contra la pared. Walter arrojó la escalera al pasillo. El hombre del gorro de punto entró en la habitación, vio el agujero del techo y disparó. Luego empezó a trepar por la montaña de escombros y Walter agarró un ladrillo y lo lanzó por el agujero; el hombre profirió un alarido y Walter tiró otro ladrillo, y luego otro. Un arma volvió a emitir un disparo, pero Walter ya se había ido, corriendo a través de la oscuridad.

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