Darby se paseó por delante de la habitación donde había encontrado la fotografía y la figura. Los dos detectives de paisano de Boston que la acompañaban estaban por allí en alguna parte, vigilando.
Pulsó el botón que iluminaba la esfera de su reloj. Eran casi las nueve, y Malcolm Fletcher todavía no había llamado.
El vetusto edificio crujía a su alrededor. Al fondo del pasillo, el viento soplaba a través de una ventana, emitiendo un sonido similar a un grito agudo.
Darby percibía la presencia del hospital como si fuese un ente con vida, capaz de respirar, como el hotel Overlook de El resplandor. No creía en fantasmas, pero sabía que había lugares en este mundo que estaban malditos, donde los hombres habían cometido actos de una crueldad y violencia extremas contra sus semejantes, donde los gritos de las almas en pena resonaban para el resto de la eternidad. Mientras esperaba, se preguntó sobre los posibles secretos que la aguardaban entre aquellas paredes.
Sonó su teléfono. Contestó y sólo oyó el silencio al otro lado de la línea. Luego se dio cuenta de que su teléfono no podía sonar, estaba configurado en el modo de vibración.
El timbre procedía del interior de la habitación para los pacientes.
Darby ya había acoplado la linterna a su SIG. La encendió y encontró un teléfono móvil en el suelo, detrás de la puerta de acero.
– Sal de la habitación y gira a la izquierda -le indicó Malcolm Fletcher-. Al final del pasillo, verás una escalera.
Darby encontró la escalera, que sólo iba en una dirección: hacia abajo.
– No te preocupes por los peldaños ni por los descansillos -indicó Fletcher-. Son seguros.
Darby paseó el haz de luz de la linterna de su arma por las salas vacías y frías.
– ¿Qué le pasó a Jennifer Sanders?
– Pregúntaselo tú misma -respondió Fletcher-. Te está esperando abajo.
– Sé que está aquí, Fletcher. Sé que me está observando ahora mismo.
El hombre no contestó.
– He venido sola -prosiguió Darby-. Muéstreme dónde está. Bajaremos juntos.
– Me temo que tendrás que emprender este viaje tú sola.
– No pienso ir a ninguna parte hasta que me desvele cuáles son sus intenciones.
– Creía que querías saber la verdad.
– Entonces, dígamela usted.
– Decirte la verdad no produciría el mismo impacto que descubrirla por ti misma.
– Dígame de dónde sacó la estatuilla.
– El historiador Ian Kershaw decía que el camino a Auschwitz estaba pavimentado con la indiferencia -declaró Fletcher-. Ha llegado el momento de elegir: tienes que tomar una decisión ahora.
Darby volvió a observar la escalera mientras pensaba en Emma Hale y Judith Chen. También pensó en Hannah Givens. Se preguntó si la respuesta a la desaparición de Jennifer Sanders estaba, de hecho, esperándola en alguna parte ahí abajo.
Pensó en la madre de Jennifer, apretando el crucifijo que había bajo el envoltorio de celofán de su paquete de cigarrillos, y dio el primer paso.
Mientras descendía y se adentraba en la temible oscuridad, Darby adquirió plena conciencia de todos sus sentidos físicos: el extraño hormigueo de sus piernas, el sudor que se le acumulaba en las axilas y debajo del casco de protección, la forma en que retumbaban sus pasos, siguiendo el ritmo del latido acelerado de su corazón…
– ¿Cómo te encuentras?
– Estoy nerviosa -respondió Darby-. Asustada.
– ¿Eres claustrofóbica?
– Creo que no. ¿Por qué?
– Enseguida lo verás.
Darby llegó a la planta inferior. Vio la puerta de acero con un rótulo donde se leía «Pabellón 8». No había registrado aquella zona el fin de semana anterior porque estaba precintada. Reed había dicho que era demasiado inestable y se había negado a dejar pasar a los agentes, obligando de ese modo a los equipos de búsqueda a encontrar vías alternativas.
Había un candado en el suelo. Alguien lo había forzado con una sierra.
– He llegado.
– Abre la puerta -le indicó Fletcher.
Los pasillos se extendían ante ella, a la izquierda y a la derecha. Eran estrechos y estaban en la más absoluta oscuridad, y cuando los enfocó con el delgado haz de su linterna, parecían prolongarse a lo largo de varios kilómetros.
– Tu destino está al fondo, todo recto -señaló Fletcher-. Cuando llegues al final del pasillo, dobla a la izquierda y sigue hasta la mitad del siguiente pasillo hasta que veas una puerta de mantenimiento.
Cerca del techo, unas tuberías desnudas recorrían las paredes. Casi todas las puertas estaban cerradas. Los suelos estaban congelados, cubiertos de hielo. Darby oyó un zumbido y luego advirtió que era el pulso de su propia sangre que le latía en las sienes.
Rodeada por la fría oscuridad, avanzó por el pasillo central, con el hielo resbaladizo bajo sus botas. Se acordó de un verso de Dante que decía que el infierno no era un lugar donde ardía el fuego sino un lugar en el que Satán estaba congelado en un inmenso lago de hielo.
Dobló a la izquierda y se metió en otro laberinto de pasillos. En una pared con pintura azul y blanca descascarillada aparecían difuminadas unas letras con unas flechas que señalaban distintas secciones del hospital. El aire gélido olía a tuberías húmedas y a moho. Se deslizó por el pasillo, aguzando el oído y atenta a cualquier posible movimiento.
Al cabo de diez minutos encontró una puerta con el cartel de «Mantenimiento».
– He encontrado la puerta -dijo Darby.
Malcolm Fletcher no respondió.
– ¿Hola?
No hubo respuesta.
Darby comprobó el teléfono. La señal indicaba que no había recepción, que estaba a demasiados metros bajo tierra.
Dejó el teléfono en el suelo. Se apoyó contra la puerta, pulsó el tirador hacia abajo con el codo y la abrió.