Capítulo 70

Hannah Givens pensaba otra vez en la carta y se preguntaba si habría cometido un error.

Tres días atrás, Walter le había regalado un papel de cartas muy bonito con un sobre a juego y un sello. Le dio un bolígrafo y le dijo que escribiera una carta a sus padres. Le prometió que la enviaría.

Hannah sabía perfectamente que Walter nunca lo haría; era demasiado arriesgado. Con los métodos de los que disponía la policía científica en la actualidad, podían rastrear el origen de cualquier sello hasta la oficina de correos exacta donde había sido adquirido. Había visto cómo lo hacían en un programa de televisión.

Hannah sabía que la carta era un intento de hacer las paces, una forma de conseguir que hablara. Walter necesitaba que ella le hablara. Había intentado hacer que se abriera a él contándole una historia horrible sobre cómo su madre lo había quemado hasta dejarlo casi muerto, y luego había seguido soltándole toda esa palabrería religiosa sobre la importancia del perdón.

Cuando ella siguió sin decir nada, cuando continuó allí sentada, en silencio, mirándolo, Hannah intuyó que él había sentido el impulso de hacerle daño. Había que reconocer que no lo había seguido, pero eso no significaba que Walter fuese a esperar eternamente. Ya le había hecho daño una vez. No tenía ninguna duda de que volvería a hacerle daño de nuevo.

Walter le había dejado un rotulador de punta fina. Hannah pasó mucho tiempo fantaseando con la idea de utilizar el rotulador como arma, de clavárselo en la garganta, si podía. Como mínimo, podía sacarle un ojo. Había imaginado todos los desenlaces posibles, y advirtió que no había sentido miedo en ningún momento. Nunca había hecho daño a ningún otro ser humano, pero estaba segura que, llegado el caso, era algo que sería capaz de hacer.

El problema era que Walter era muy listo. No se olvidaría del rotulador; tarde o temprano le pediría que se lo devolviese.

Otra idea había empezado a tomar forma en su mente, una idea posiblemente con un potencial mucho mayor: ¿y si utilizaba la carta como una oportunidad para conseguir alguna clase de ventaja? La pregunta la consumía a todas horas.

A Hannah se le ocurrió un plan. Se concentró en lo que diría y elaboró distintos borradores en su cabeza antes de trasladar las palabras al papel.

Walter:

La Virgen María se me apareció anoche en sueños y me dijo que no tuviera miedo. Dijo que eres un hombre muy bueno y solícito. Me dijo cuánto me quieres, y que serías incapaz de hacerme daño a mí o a mi familia. Tu Santa Madre me dijo también que me dejarías llamar a mis padres para decirles que no se preocupen.

Después de hablar con mis padres, estaba pensando que tal vez podrías venir a cenar conmigo, y así podríamos charlar y conocernos un poco mejor.

Hannah había dejado el sobre y el rotulador en la bandeja junto con los platos de papel sucios del almuerzo. Ahora tenía que esperar a ver qué haría Walter.

Para matar el tiempo, se puso a releer el breve diario escrito por la mujer llamada Emma. Hannah pasó a la última página y empezó a leer:

No sé por qué me molesto en escribir este diario. A lo mejor es un mecanismo de supervivencia, la necesidad de dejar algo tras de mí, de dejar mi marca. A lo mejor es por la fiebre. No dejo de temblar, tengo frío y calor a la vez. Walter, por supuesto, cree que finjo. Le he dicho que me tomase la temperatura y lo ha hecho. Me ha dicho que tenía unas décimas, pero nada por lo que preocuparse. Ha dicho que no dejaría que me sucediese nada malo.

Como no me bajaba la fiebre, Walter entró en mi habitación con dos píldoras grandes de color blanco. Dijo que era penicilina. Volvió otra vez a la hora de almorzar con dos píldoras más, y luego trajo dos más con la cena. Pasaron varios días (o al menos eso me parecía a mí, porque el tiempo aquí abajo no tiene ningún significado) y todo seguía igual, así que al final le dije:

– ¿Quieres que me muera?

– No te vas a morir, Emma.

– Las píldoras no están surtiendo efecto. Me pasa algo malo. Vomito todo lo que como. Necesito un médico.

– Tienes que darle una oportunidad al medicamento. Tú bebe mucha agua. Te he comprado ésa tan cara que tanto te gusta, Pellegrino. Necesitas estar hidratada.

– No quiero morir aquí.

– Deja de decir eso.

Y entonces Walter se puso a soltar otra de esas historias de que «su» Santa Madre se le apareció y le dijo que no me iba a pasar nada.

– Por favor, escúchame, Walter. ¿Quieres escucharme un momento? -No me contestó, así que yo seguí hablando-. He estado pensándolo mucho. No sé dónde vives. Puedes vendarme los ojos, meterme en el coche y llevarme a algún hospital de otra ciudad. Déjame allí y luego te vas y ya está. Te juro por Dios que no le diré a nadie quién eres.

Le cambió la cara y, no sé, parecía indignado, como si lo que me pasaba fuese culpa mía o algo así.

– No quiero morir sola -dije-. Quiero ver a mi padre.

Le supliqué, lloré… lo hice todo.

Walter esperó hasta que hube acabado y luego me sujetó las manos y dijo:

– Reza conmigo, Emma. Le rezaremos juntos a María. Mi Santa Madre nos ayudará, ya lo verás, te lo prometo.

Walter acaba de irse de la habitación. Estoy intentando no pensar en qué me pasará cuando me muera.

A lo mejor Dios te da una segunda oportunidad. A lo mejor te permite volver hasta que dejas tu marca. O a lo mejor el alma no existe. A lo mejor eres como todo lo demás que ronda por la Tierra, un ser vivo únicamente por un período de tiempo muy breve para luego, al final, acabar muriendo solo, acabar olvidado por todos. Por favor, Dios, si estás ahí y puedes oírme, por favor, no dejes que eso sea verdad.

Hannah se saltó el párrafo siguiente, el largo y delirante relato de un sueño recurrente producto de la fiebre en el que Emma deambulaba por calles oscuras, de noche, mientras se preguntaba por qué no salía el sol, por qué no había luces en el interior de las casas, por qué las calles no tenían nombre.

Y luego venían las últimas palabras que había escrito aquella mujer llamada Emma:

No dejo de pensar en mi madre. Murió cuando yo tenía ocho años. El día de su entierro, cuando mi padre y yo nos quedamos solos al fin, me acuerdo de lo mucho que me insistía en que la muerte de mi madre formaba parte del plan divino de Dios. La imagen de ese día que me viene a la cabeza una y otra vez es la de los coches pasando por nuestro lado, el tráfico de siempre, la gente que iba en esos coches para seguir con sus vidas, para ir al trabajo, a ver a sus familias y amigos… La vida sigue, como si nada. El mundo no se detiene por ti. Ni siquiera se para un momentito a ofrecerte una disculpa. Lo que me asustaba entonces, lo que me sigue asustando ahora, es lo insignificante que eres en realidad. En la dimensión más amplia del mundo, en toda su magnitud, tú no importas nada. Si eres de los afortunados, publicarán una bonita necrológica sobre ti y a lo mejor un puñado de personas se detendrá a acordarse de ti durante un tiempo, pero al final, todas siguen adelante con sus vidas, todas pasan página y se obligan a sí mismas a olvidar hasta que te has difuminado un poco… Tienes que difuminarte justo lo suficiente para que cuando se acuerden de ti, tu imagen ya no sea tan nítida. Así eres más fácil de sobrellevar.

Mi padre no tendrá esa suerte. Dejará todas mis fotos a la vista y se parará a contemplarlas y se preguntará qué me pasó, cómo fueron mis últimos momentos. Ojalá pudiera darle este diario o lo que sea que estoy escribiendo aquí para que pudiera tener, no sé, algo de paz al final, imagino. Quiero que mi padre sepa…

La entrada terminaba ahí.

«Quiero que mi padre sepa.» Las últimas palabras de Emma.

¿Qué le había pasado? ¿Había muerto allí, en esa habitación? ¿En su cama? Si había muerto ahí, ¿qué había hecho Walter con su cuerpo?

¿La había matado él?

Walter llamó a la puerta.

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