Capítulo 30

La sala contigua era tan larga y espaciosa como un estadio de fútbol, con el techo abovedado y las paredes cubiertas de papel pintado mohoso, lleno de manchas de humedad, con un estampado de rosas diminutas de color rojo y azul. En la pared del fondo había unos grandes ventanales, muchos de ellos con los cristales rotos o directamente sin cristales. El suelo de linóleo estaba cubierto de nieve y placas de hielo que se derretían.

– Esto era el comedor principal -explicó Reed-. En los años cuarenta, tenían chefs profesionales que cocinaban platos muy sofisticados. Preparaban langostas en verano y servían magníficas comidas al aire libre para los pacientes en el césped de la parte delantera; allí también había un pequeño campo de golf, aunque parezca increíble. No me habría importado nada vivir aquí en esos tiempos. Parecía una residencia de vacaciones de lujo. ¿Qué saben exactamente sobre el Sinclair?

– No mucho -contestó Darby.

– Si quieren, puedo contarles la historia. Así pasaremos el rato; todavía nos queda una buena caminata.

– Buena idea.

Reed echó a andar por el comedor; bajo sus pies, la capa de nieve y el hielo crujían.

– Cuando se construyó el hospital, hacia finales del siglo xviii, se le conocía como el manicomio estatal -explicó-. El lugar era famoso por el trato humanizado que se dispensaba a los pacientes. El doctor Dale Linus, que fue el primer director del hospital, creía en un enfoque humanista en el tratamiento de los enfermos mentales: aire fresco, comida sana y ejercicio. Era una idea bastante moderna para la época. Linus mantenía la cifra de pacientes en torno a los quinientos, para asegurarse de que todos los enfermos recibían la ayuda y el tratamiento que necesitaban. Al principio, trataban a toda clase de personas, no sólo a delincuentes. Los pacientes venían de todas partes del mundo, a causa de las terapias revolucionarias que inventó Linus.

– ¿Qué clase de terapias revolucionarias?

– Vamos a ver… Bueno, estaba la terapia de agua: sumergían a los pacientes en agua helada para tratar de curarles la esquizofrenia. Luego intentaron algo llamado comas de insulina, que se suponía que ayudaban a tranquilizar a los pacientes. Y el Sinclair fue el primer hospital del país en practicar una lobotomía.

– No creo que eso sea necesariamente revolucionario.

– En la época sí lo era. Ahora parece una barbaridad, sobre todo teniendo en cuenta que puedes recetar una pastillita para tratar casi cualquier trastorno mental. El Sinclair tenía tanto éxito, era tan revolucionario en sus métodos para el tratamiento de la enfermedad mental, que había dos edificios destinados única y exclusivamente a formar a médicos procedentes de todos los rincones del mundo; tuvieron que construir una residencia para darles alojamiento.

Darby siguió a Reed a un pasillo frío; el mismo cemento y la misma pintura desconchada. Muchas de las paredes estaban cubiertas de grafitis. Uno de los pasillos estaba prácticamente en ruinas.

– ¿Cuándo pasó el hospital a llamarse Sinclair? -quiso saber Darby.

– El doctor Phinneus Sinclair se convirtió en director del hospital en… en el sesenta y dos, creo. Fue más o menos sobre la época en que empezaron a ingresar únicamente a criminales. A los pacientes más normales, a falta de un término mejor, los remitían al hospital McLean, que estaba consiguiendo muy buena reputación por tratar a ricos, estrellas del rock y poetas y escritores raros, esa clase de gente. McLean era el sitio al que ibas si tenías dinero. Sinclair se convirtió en el lugar al que ibas si querías estudiar el comportamiento criminal. El doctor Sinclair estaba tratando de descubrir el origen de la conducta violenta. Hizo un montón de estudios con niños procedentes de hogares desestructurados.

Darby nunca se había encontrado con el nombre de Sinclair durante su preparación del doctorado. Puede que los estudios del doctor se hubiesen considerado revolucionarios en su época, pero en la actualidad, en pleno siglo xxi, buscar el origen de las conductas violentas y desviadas en una infancia traumatizada era algo bastante habitual.

Reed se agachó para pasar bajo una viga y los condujo por un largo pasillo que desembocaba a una zona amplia y rectangular con puertas a ambos lados. Darby recorrió con su linterna las salas, que tenían las ventanas rotas. Las había de distintos tamaños, y todas estaban vacías.

– Estos son los despachos de los médicos -señaló Reed-. Joder, tendrían que haber visto qué muebles había aquí dentro… Todo antigüedades. Un tipo hizo una oferta, se lo llevó todo y ganó una pequeña fortuna. -Se detuvo delante de una sala de grandes dimensiones con una elaborada vidriera-. Éste era el despacho del director del hospital. Su amigo el policía se paró aquí un momento y se quedó mirando al frente, como si se acordara de alguna cosa o algo así. No dijo nada, pero…

– ¿Qué? -lo animó a seguir Darby.

– No es nada importante, la verdad, sólo un poco extraño. Me acabo de acordar de que no se quitó las gafas de sol. Le dije que a lo mejor querría quitárselas, teniendo en cuenta el lugar a donde íbamos a continuación, pero él se limitó a hacer ver que no me oía y siguió andando como si supiese adonde tenía que ir.

Darby siguió a Reed por tres pisos de escaleras polvorientas, mientras el viejo edificio crujía y gemía a su alrededor. Al cabo de diez minutos, Reed se detuvo frente a una vieja puerta de acero e iluminó con la linterna una desdibujada inscripción en letras rojas: «Pabellón C».

– Ahí era donde hacían las lobotomías prefrontales -explicó al tiempo que abría la puerta-. Tengan mucho cuidado con las escaleras. La humedad se acumula en las baldosas, incluso en invierno. Este lugar es más hermético que el culo de una pulga. Resbaladizo de cojones.

No había ventanas, sólo una impenetrable oscuridad. La fría habitación apestaba a moho. Pegado a la pared había un viejo reloj de la General Electric completamente oxidado. Darby vio varias espitas. «Seguramente ahí enchufaban las mangueras para lavar la sangre», pensó. Se preguntó cuántos pacientes habrían sufrido la que se consideró, en su momento, una solución médica innovadora y revolucionaria para tratar las enfermedades mentales.

Las botas de Reed crujieron al pisar las baldosas.

– Cuando empecé a trabajar aquí, aún estaban las mesas de acero con las correas de cuero. Aquí también les daban electrochoques.

Se oyó un chasquido cuando abrió la puerta del fondo. El pasillo contiguo estaba en un estado casi completamente ruinoso. Darby siguió al hombre por otro corredor que daba a una sala enorme de dos plantas que le recordó a una prisión. Había celdas a ambos lados, y cada puerta de acero estaba equipada con cerrojos y una rejilla para que los médicos pudiesen observar a sus pacientes desde fuera. Las puertas estaban oxidadas y las pequeñas habitaciones, completamente vacías.

– Esto de aquí es el pabellón C -señaló Reed-. El poli quiso ir a esta habitación de aquí.

Reed desplazó el haz de luz de su linterna hacia el interior y, de pronto, se apartó de la puerta de un salto. Darby pasó por delante del hombre y se asomó a la celda.

Sujeta con una chincheta a la pared de debajo del alféizar de una ventana había una fotografía de carné de una mujer con el pelo largo teñido con mechas rubias y peinado con la raya en medio. Tenía unos ojos azules de mirada penetrante y el rostro muy bronceado, y llevaba una camisa blanca.

– Eso no estaba ahí esta tarde -aseguró Reed-. Lo juro por Dios.

Pero Darby tenía su atención fija en el alféizar de la ventana: encima de la fotografía había una estatuilla de la Virgen María… la misma que había aparecido cosida dentro de los bolsillos de Emma Hale y Judith Chen.

Se volvió hacia Bryson, que parecía hipnotizado y no apartaba la vista de la estatuilla.

– ¿Sabes quién es esa mujer?

Bryson negó con la cabeza.

Darby examinó la foto. Había sido impresa en papel satinado y grueso. No había ninguna inscripción en el dorso; ni la fecha ni la hora constaban en el papel. Darby se preguntó si habría sido impresa en un ordenador. Todas las tiendas de revelado de fotos tenían máquinas donde se podía insertar una tarjeta de memoria e imprimir fotos digitales en cuestión de minutos.

– Señor Reed, ¿nos perdona un momento?

El vigilante asintió con la cabeza, se alejó de la celda y se incorporó al otro grupo de hombres, que deambulaban por la espaciosa habitación y entrecruzaban los haces de luz de sus linternas mientras inspeccionaban las celdas de las dos plantas.

Darby se dirigió a Bryson.

– Llevo bolsas de pruebas en el maletero, junto con un equipo de trabajo de repuesto. Puedo examinar esta habitación yo misma, y tú podrás actuar como testigo de todo lo que encontremos. Será más rápido que hacer que venga alguien del laboratorio.

– ¿Y la cámara?

– Tengo una Polaroid y una digital.

El móvil de Darby vibró en el interior de su pantalón.

– ¿Qué te parece el Sinclair? -le preguntó Malcolm Fletcher-. Es como darse un paseo por el purgatorio, ¿no crees?

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