Los padres de Hannah estaban sentados en el sofá, viendo una grabación del programa de Nancy Grace de la noche anterior. La supuesta defensora por antonomasia de los derechos de las víctimas estaba hablando sobre el secuestro de Hannah Givens, la tercera víctima, según todos los indicios, de un asesino en serie de Boston que secuestraba a estudiantes universitarias y, después de retenerlas durante varias semanas, les disparaba en la nuca y se deshacía de sus cadáveres.
Tras recrearse en los detalles morbosos de los asesinatos de Emma Hale y Judith Chen, Nancy Grace consultó a una psicóloga criminalista y a una antigua experta en perfiles del FBI, ambas mujeres, y les preguntó si al secuestrador de Hannah, dada la atención que los medios estaban dedicando al caso, podía entrarle el pánico y decidir matarla. Hubo una larga discusión sobre esa posibilidad.
Con los ojos enrojecidos e hinchados de tanto llorar, Tracey Givens le volvió la espalda al televisor, vio a Darby y se levantó.
– ¿Ha encontrado algo en el dormitorio de mi hija, señorita McCormick?
– No, señora. No he encontrado nada.
La madre de Hannah parecía sorprendida. El padre tenía la mirada fija en las manchas de la moqueta, muy gastada.
– Ha estado ahí dentro muchísimo rato. Creía que…
– Quería llegar a conocer mejor a su hija -repuso Darby.
Tracey Givens volvió a mirar al televisor, donde Nancy Grace vociferaba a Paul Corsetti, el jefe de prensa de la policía de Boston. Al no decirle la verdad a la opinión pública, gritaba Nancy Grace a la cámara, el Departamento de Policía de Boston había puesto la vida de Hannah en peligro.
«No, maldita egocéntrica de mierda… ¡Eres tú la que está poniendo la vida de Hannah en peligro!», exclamó Darby para sus adentros.
Darby no tenía estómago para seguir soportando aquello.
– Gracias por permitirme inspeccionar las cosas de Hannah -dijo mientras abría la puerta principal.
El padre de Hannah la siguió.
Michael Givens tenía el rostro de un hombre que ha pasado demasiados años bajo el sol. Su piel, flácida y curtida, estaba completamente surcada de arrugas muy profundas. Parecía un hombre frágil en la luz de la tarde. La calle estaba tranquila en ese momento. Todos los medios de Boston y los tabloides nacionales se habían ido al centro, a la rueda de prensa de Chadzynski.
– Esos expertos, los de la televisión, dicen que toda esa atención que recibe Hannah podría cabrear a ese hombre… podría llevarlo a… ya sabe, a hacer algo -empezó-. Pero esa gente de la tele, esos que se llaman expertos, están mirando el asunto desde fuera. Usted está dentro, señorita McCormick. Usted tiene toda la información.
Darby esperó; no estaba muy segura de lo que le pedía aquel hombre.
– En las noticias han dicho que trabajó usted en los casos de las otras dos chicas desaparecidas.
– Sólo he leído los informes.
– Esas dos chicas… estuvieron desaparecidas mucho tiempo, ¿verdad?
– Señor Givens, voy a trabajar día y noche para encontrar la manera de traerle a su hija a casa. Es una promesa.
El padre de Hannah asintió con la cabeza. Estaba a punto de abrir la puerta cuando decidió apoyarse en el umbral. Se cruzó de brazos y miró hacia la esquina del porche, a los contenedores de reciclaje llenos de latas de cerveza.
– Hannah… quería quedarse en casa con nosotros e ir a una universidad local, a una escuela universitaria a unos diez minutos de distancia -explicó Michael Givens-. Las universidades en el noreste son muy buenas. A Hannah le ofrecieron ayuda económica en la Northeastern, así que yo la presioné. A veces los padres tienen que presionar un poco a sus hijos. Tienes que darles un empujoncito porque a veces ésa es la única manera de ayudarlos.
»Le dije a Hannah que yo no podía permitirme enviarla a la escuela universitaria local, cosa que además era verdad. No ganamos mucho dinero. Si se sacaba un título aquí arriba, eso le abriría muchas puertas. A Hannah no le hacía mucha gracia la idea, echaba de menos a sus amigos, no le gustaba el clima de aquí… Demasiado frío, decía. Mi mujer… ella se ablandó un poco, dijo que buscaría otro trabajo para que Hannah pudiese ir a la universidad local, pero yo me negué. Seguí insistiéndole a Hannah para que se viniese aquí. Mi hija es tímida, lo ha sido siempre, desde que era una cría, y pensé… pensé que si se venía aquí arriba, rodeada de tanta gente inteligente… eso le haría mucho bien, la ayudaría a salir de su cascarón. Puede que sea tímida, pero… ¡joder! Es una auténtica campeona cuando se trata de estudiar.
»Hannah no dejaba de decirme lo desgraciada que era aquí, lo mucho que quería volver a casa, y yo siempre le contestaba que eso era imposible. Cada vez que colgaba el teléfono, se me hacía un nudo en el estómago. Y yo siempre le quitaba importancia. A lo mejor Dios estaba tratando de decirme algo.
– Señor Givens, ya sé que para mí es muy fácil decir esto, pero no puede usted echarse la culpa de lo que ha pasado. A veces…
– ¿Qué?
«A veces las cosas pasan y ya está -se dijo Darby-. A veces a Dios le traen sin cuidado.»
– Todos estamos trabajando muy duro en este caso, señor Givens.
Michael Givens tenía las manos en los bolsillos, sin saber muy bien qué decir ni adonde mirar.
– ¿Qué opina de ella? -le preguntó.
– Creo que su hija es…
– No, me refería a Nancy Grace. Quiere que vayamos a la televisión a hablar de Hannah, dice que eso ayudará a que la encuentren. Mi mujer quiere hacerlo, dice que deberíamos hacer todo lo necesario para ayudar a Hannah. Pero si quiere que le diga la verdad… yo no acabo de verlo claro. Hay algo en la manera en que se comporta esa mujer que me da mala espina. Si aparecemos en televisión, ¿cree que eso podría hacer que la persona que tiene a Hannah decida… hacerle daño?
Darby le dijo la verdad.
– No lo sé.
– ¿Qué haría usted si estuviese en mi situación?
– Creo que debería hacer lo que le parece que es correcto.
– ¿Cuál es su opinión sobre esa mujer, Nancy Grace?
– Personalmente, creo que lo único que le importan son los índices de audiencia.
– Es usted muy franca. Es algo que admiro en la gente. Usted y Hannah harían muy buenas migas. Gracias, señorita McCormick.
El padre de Hannah se volvió, pero no abrió la puerta.
– Es nuestra única hija. No pudimos tener más niños. Fue un milagro que la tuviéramos a ella. No sé lo que haríamos si… Usted tráigame a mi pequeña a casa, ¿de acuerdo?
Buscó el pomo de la puerta con torpeza. Entró de nuevo en el interior de la casa, tropezando y olvidándose de cerrar la puerta tras de sí. Se sentó al lado de su mujer y clavó la mirada en el teléfono, como si se creyese capaz de hacer que sonara sólo con el poder de su mente.