Bryson dio un paso adelante y sintió que le fallaban las piernas.
Tendido en el tejado, con las manos esposadas a la espalda y las sirenas aullando en el frío aire nocturno, levantó la vista hacia el cielo, cuajado de unas estrellas que le recordaron los cálidos atardeceres de verano cuando acunaba a Emily, apenas un bebé, en sus brazos. Le sujetaba el biberón y se mecía hacia delante y hacia atrás en el porche delantero, hacia delante y hacia atrás hasta que al final, la pequeña se quedaba dormida.
Entonces vio la figura de Malcolm Fletcher que se cernía sobre él, con los ojos tan negros como el cielo nocturno.
– Yo no maté a su hija -se defendió Bryson.
Su voz parecía muy lejana.
– Sí, sí que la mataste -replicó Fletcher-. Ese cinturón habría enviado al señor Dingle a la cárcel o, dependiendo de su abogado, lo habría encerrado para siempre en una institución psiquiátrica como el Sinclair. Si hubieses hecho tu trabajo, Jennifer Sanders todavía seguiría viva.
– Lo siento.
– La compasión en tu voz resulta conmovedora.
– No tenía elección. -Bryson recordó a su hija, completamente calva, tendida en una cama de hospital, con la piel cenicienta por la quimioterapia y los brazos magullados por los tubos del goteo intravenoso. Vio a Emily chupando trozos de hielo, a Emily vomitando en un cubo, a Emily sollozando y llamando a su madre y a Emily gritando mientras la enfermera le inyectaba morfina para calmar el dolor-. No tenía elección -insistió.
– ¿Qué día le dieron a Sammy el alta del Sinclair?
– No lo sé.
– ¿No lo vigilaste?
– No.
– ¿Buscaste a Sammy después de que le dieran el alta?
– No.
– Ya me lo parecía. -Fletcher lo asió por debajo de los brazos-. Sabes que Sammy mató a esas mujeres. Puesto que Sammy ingresó «voluntariamente» en el hospital con la excusa de sufrir una crisis de ansiedad, sabías que podían darle el alta cuando él quisiese, o al menos que sólo lo retendrían hasta que sus padres dejasen de pagar la factura del hospital, cosa que, para tu información, hicieron al cabo de seis meses.
– He hecho lo que me pediste. He dicho la verdad.
– Sí, lo has hecho, y estoy muy orgulloso de ti. ¿Ves la escalera de incendios al final del tejado?
– No muy bien -contestó Bryson. Todo estaba muy borroso.
– Ahora voy a acompañarte hasta allí. -Fletcher lo ayudó a atravesar el tejado del edificio-. Así, con cuidado. No me gustaría que tropezaras y te hicieras daño.
Bryson quería escapar de aquel aire terriblemente frío. No podía dejar de tiritar.
– Por si te lo estás preguntando, Sammy estuvo dando tumbos por todo el país, trabajando como albañil y jardinero -le contó Fletcher-. Sin embargo, lo cierto es que se las apañó para volver a la costa Este una vez, a recoger parte de la exigua herencia de sus padres. Durante su visita, violó y torturó a Jennifer Sanders durante varios días antes de estrangularla y dejar que su cuerpo se pudriera.
Bryson quería cerrar los ojos y echarse a dormir.
– Al igual que tú, detective Bryson, yo sabía que Sammy había matado a esas mujeres que luego dejó tiradas en la autopista. Pero a diferencia de ti, yo nunca dejé de buscarlo. Tardé años en encontrarlo, pero nunca perdí la esperanza. Al final di con él el año pasado, en Miami, donde había reanudado sus actividades nocturnas. Sammy no recordaba dónde había tirado los cuerpos de sus víctimas, pero sí se acordaba de los nombres de todas y era capaz de describir, con todo lujo de detalles, cómo las había matado. Creo que su buena memoria tenía algo que ver con las grabaciones que encontré en su casa. Sammy grabó sus… experiencias con cada una de sus víctimas. Te ahorraré los detalles escabrosos; odiaría sumar una carga adicional a tu conciencia.
Bryson cerró los ojos y se vio a sí mismo a los diez años, trepando por el enorme roble del jardín trasero; quiere llegar hasta arriba de todo y ver las casas de Foster Avenue, los edificios de fachada de ladrillo con garaje para tres coches y jardines inmensos, con el césped bien cuidado, columpios y casas de muñecas donde unos niños vestidos con ropa bonita juegan bajo la supervisión de sus niñeras y aupairs… Se siente igual que debe de sentirse Dios cuando los mira a ellos, ahí abajo, cuando los observa y descubre sus secretos. Está a punto de alcanzar la parte más alta de la copa cuando se resbala y cae, y las ramas le rasguñan la cara y los brazos, que sacude sin cesar mientras rebota a través de las hojas, y le golpean antes de que se detenga de manera brusca y contundente. Está tendido en el suelo y no puede respirar. Tiene las costillas rotas y no puede pedir ayuda. Su madre está delante de la ventana de la cocina, lavándose las manos en el fregadero. Tim abre la boca para gritar pero no consigue respirar; está jadeando. Ella no lo ve y sigue allí, lavándose las manos, con el delantal manchado de harina.
– Despierta, Timmy.
Bryson se encontraba de pie al borde del tejado, cerca de la escalera de incendios. Desde aquella altura, los coches aparcados y los camiones de bomberos parecían juguetes en miniatura. La gente salía en tropel a la calle mientras los bomberos entraban en el club. Bryson quiso hacerles señales con la mano, pero las tenía esposadas a la espalda.
Justo debajo vio la furgoneta de vigilancia, que bloqueaba el callejón, pero no distinguía a Lang ni a ninguno de sus hombres. «Deben de estar dentro del club, buscándome.»
– Antes de que te quite las esposas, quiero que le des esto a Darby McCormick. -Fletcher metió algo en el bolsillo del abrigo de Bryson-. Asegúrate de entregárselo.
– Lo haré.
– ¿Lo prometes?
– Sí.
– Gracias -dijo Fletcher, y empujó a Bryson, arrojándolo al vacío.
Mientras caía a través del aire frío con las manos esposadas a la espalda, Bryson gritó al ver el techo de la furgoneta acercarse cada vez más… y más cerca… demasiado cerca… Su cabeza se estrelló contra el techo y el cuello se le partió al tiempo que su cuerpo chocaba con un golpe sordo y sobrecogedor, y dejaba una abolladura en la chapa de acero y un millón de cristales rotos a su alrededor.
Bryson miró hacia el tejado del edificio. Malcolm Fletcher se despidió de él con la mano y desapareció.
Unas caras borrosas se apiñaron en torno a él. Una se aproximó.
– Enseguida vendrán a ayudarlo. -Era una voz de mujer. Lo agarró de la mano y se la apretó-. Me quedaré aquí con usted. ¿Cómo se llama?
La voz era suave y tranquilizadora, como la de su madre. El día que se cayó del árbol, estaba tendido en el suelo creyendo que iba a morirse cuando, de repente, su madre apareció corriendo por la puerta trasera, corriendo lo más rápido posible con sus zapatos de tacón, con el delantal manchado de harina y de relleno de pastel. «La ambulancia viene de camino -le dijo, besándole la frente. Bryson vio las hojas rodar por el césped con el soplo del viento-. Tranquilo, Timmy, tú quédate ahí tumbado y estate tranquilo. Ahora todo va a ir bien. Ya lo verás.»