– No sabría decirlo -repuso Darby, haciendo señas a Bryson-. Nunca he estado en el purgatorio.
– ¿Es que no has leído a Dante? -preguntó Fletcher-. ¿O es que ya no lo enseñan en clase?
– He leído El paraíso.
– Sí, claro. Las buenas chicas católicas siempre aprenden primero todo lo relacionado con el cielo, ¿no es así?
Fletcher se echó a reír. Bryson se puso detrás de Darby y ésta separó el teléfono un par de centímetros de su oreja para que su compañero pudiese escuchar.
– Las monjas deberían haberte hecho leer El purgatorio -siguió diciendo Fletcher-. Dante lo describe como un lugar donde el sufrimiento tiene un verdadero propósito, capaz de llevarte a la redención, si se está dispuesto a llegar al final del camino. ¿Estás dispuesta a llegar al final del camino?
– He encontrado la sala con la fotografía.
– ¿Reconoces a la mujer?
– No. ¿Quién es?
– ¿Qué opinas de la figura de la Virgen María?
– ¿Se supone que tiene algún significado especial?
– No es momento de andarse con evasivas, Darby. Es el momento de las revelaciones.
– Hablemos de la mujer de la fotografía. ¿Por qué la ha dejado allí?
– Preferiría responder tu pregunta si tú respondes una de las mías -dijo Fletcher-. La estatuilla del alféizar de la ventana, ¿es la misma que encontró la policía en los cadáveres de Emma Hale y Judith Chen?
Darby no pensaba dar al ex experto en perfiles ninguna información sobre el caso.
– ¿Por qué la ha colocado ahí? -preguntó-. ¿Por qué quería que la encontrase?
– Háblame de las figuras y yo te daré el nombre de la mujer de la fotografía.
Bryson negó con la cabeza.
– Me temo que no sé de qué me habla -dijo Darby.
– ¿Por qué no le preguntas al detective Bryson? ¿O prefieres ponérmelo al teléfono?
¿Cómo sabía Fletcher que Bryson se encontraba en la habitación?
Debía de estar observándolos…
Bryson se apartó, desenfundó su arma y llamó a Reed para que acudiera al interior de la celda. Darby tapó el altavoz del teléfono.
– No le digas nada de nada -dijo Bryson, y luego hizo una señal a sus hombres.
Darby agarró la SIG con la mano enguantada y la extrajo de la sobaquera. Miró al otro lado de la puerta, en dirección a la sala oscura y en ruinas acuchillada por los zarpazos de luz y de vaho, y se preguntó dónde se escondería el antiguo especialista.
Darby volvió a acercarse el teléfono a la oreja.
– Hábleme de la mujer de la fotografía.
– No puedes encontrar a esa mujer tú sola -le dijo Malcolm Fletcher-, pero si estás dispuesta a emprender el viaje, yo te haré de guía.
Si aquello era una trampa, ¿por qué iba Fletcher a tenderla en un psiquiátrico abandonado con una sala llena de policías? Era demasiado elaborada para ser una trampa. ¿Era posible que el hombre le estuviese diciendo la verdad?
– Creo que tiene que explicarme cuáles son sus planes -sugirió Darby.
– No hay ninguna razón para temerme, los dos perseguimos el mismo objetivo.
– ¿Y cuál es ese objetivo?
– La verdad -dijo Fletcher-. Yo te llevaré hasta la mujer de la fotografía, pero una vez que abras la caja de Pandora, ya no habrá vuelta atrás. Es posible que quieras pensártelo antes de darme una respuesta.
– Y usted va a guiarme hasta ella porque tiene un gran corazón.
– Piensa en mí como en el viejo barquero Caronte que te guía a través de la laguna del odio.
– ¿Dónde está ella?
– Te espera abajo.
Darby se quedó sin aliento. Tardó un momento en recuperarse.
– Está aquí.
– Sí. ¿Estás lista para conocerla?
No había amenaza en el tono de Fletcher, ni tampoco ningún rastro de la provocación jovial de conversaciones anteriores. Lo que Darby oyó fue un tono neutral, desenfadado, que evocó un recuerdo de su infancia, de cuando tenía diez años y, mientras tomaba un atajo por el bosque de Belham, vio a tres niños de su clase. Habían encontrado un coyote muerto. Uno de los chicos, Ricky nosequé, el más gordo, el de la mirada cruel, le preguntó si quería echarle un vistazo. Darby dijo que no. La llamaron gallina y miedica.
Para demostrarles que no era ninguna miedica, se dirigió al terraplén, pero tropezó y se cayó. Se quedó tendida en el suelo, percibiendo a medias el zumbido de unas moscas entre las risas estentóreas de los chicos, y cuando quiso incorporarse, notó que había algo vivo y caliente que se retorcía entre sus dedos. Unos gusanos, centenares de ellos, culebreaban en el interior de los restos del animal. Darby empezó a chillar y los chicos se rieron aún más fuerte. Cuando se puso a llorar, el gordo, dijo:
– Eh, no te enfades con nosotros. Has sido tú la que ha querido bajar ahí.
El recuerdo se disipó cuando Fletcher dijo:
– No quiero parecer grosero, pero la verdad es que tengo un poco de prisa. Necesito tu respuesta ahora.
¿Por qué hacía Fletcher aquello? ¿Sería una estratagema para sacarle información sobre el caso? ¿O realmente el ex agente sabía algo?
Darby centró su atención en la estatuilla de la Virgen María que había en el alféizar de la ventana. «¿De dónde diablos la has sacado?»
«No le digas nada», le había pedido Bryson.
¿Sí o no? Tenía que decidirlo ya.
– Llámeme cuando esté listo para compartir información -sentenció Darby, y colgó el teléfono. Luego se volvió hacia Reed, que apareció junto a ella visiblemente alterado-. ¿Cuántas plantas hay por debajo de la nuestra?
El viejo guarda de seguridad se quitó el guante y se limpió la cara con una mano llena de manchas de edad.
– Cuatro -contestó-, y eso sin incluir el sótano.
– ¿Ha estado allí recientemente?
– Nadie ha bajado ahí en años.
– Es posible que tengamos que registrar el hospital. Voy a necesitar su ayuda y la de sus hombres.
– ¿Quiere usted que los ayudemos a registrar el hospital entero? No puedo permitirlo, señorita McCormick. Hay demasiadas zonas en mal estado. No es seguro.
Darby observó la foto de la joven. ¿Estaría en alguna parte del hospital? ¿Estaría viva? ¿Herida?
– Por favor, permanezca en esta habitación hasta que yo vuelva, señor Reed.
Con la pistola empuñada, Darby avanzó sin apartarse de las paredes. Por encima de ella y al otro lado de la habitación, los hombres de Bryson abrían las puertas de las celdas de una patada, en busca de Malcolm Fletcher. Ella dudaba que fuesen a encontrarlo: el ex agente federal era un verdadero experto en esconderse: había eludido su captura durante décadas.
Tim Bryson se hallaba de pie al fondo del pasillo, mientras el vaho de su respiración tomaba cuerpo por encima del haz de luz de la linterna que llevaba incorporada su arma, una Beretta 9 milímetros. Darby captó la atención de Bryson y señaló hacia una habitación vacía. La ventana tenía barrotes y el cristal roto estaba protegido por una malla metálica. La nieve se había acumulado sobre el alféizar.
– Tendríamos que organizar una partida de búsqueda -le indicó Darby a Bryson.
– ¿Crees que la mujer de la foto nos está esperando en algún sitio por aquí?
– Él quería llevarnos abajo. Creo que deberíamos echar un vistazo.
Bryson se quedó pensativo un momento. Estaba sudando.
– Puede que tengas razón -decidió-. Yo organizaré la búsqueda. Tú encárgate de examinar la habitación y regresa al laboratorio. Quiero saber qué se trae entre manos ese hijo de puta.