Capítulo 81

La puerta principal contaba con una gruesa hoja de vidrio cubierta con cortinas de encaje. Había alguien en casa: la luz de la cocina estaba encendida y Darby veía una mesa redonda y una chaqueta de lana en el respaldo de una silla.

Estaba a punto de volver a pulsar el timbre cuando oyó gritar a un hombre.

Se metió la mano en el interior del abrigo mientras con la otra agarraba el pomo de la puerta y lo hacía girar, pero estaba cerrada con llave. Con el talón de su bota, dio una patada a la puerta. El cristal se resquebrajó y ella le dio otra patada, hasta que el cristal se hizo añicos. Una mujer gritaba pidiendo auxilio. «Dios Santo, Hannah Givens está ahí dentro, y está gritando.»

Darby atravesó la hoja de la puerta y el borde de los cristales rotos le hizo cortes en el abrigo y las mejillas. Entró en el recibidor y, con la SIG empuñada, avanzó por el pasillo tratando de localizar el objetivo, lista para disparar, mientras los gritos se intensificaban y ella se deslizaba en el interior de la cocina y comprobaba el espacio a su izquierda, su punto ciego: despejado. A su derecha, un pasillo bien iluminado de linóleo a cuadros verdes y blancos se extendía hasta una puerta abierta con unas escaleras que conducían a la oscuridad del garaje. Al final del mismo pasillo y a la izquierda, había otra puerta con la luz del interior encendida. Unas sombras atravesaron la pared del pasillo y Darby se movió con rapidez. «Lista para disparar. No dejes de disparar hasta que caiga al suelo.» Con la boca seca y la adrenalina palpitándole en las venas, se agachó y dobló en la esquina.

Un hombre con la cara destrozada y cubierta de manchurrones de maquillaje rodeaba el cuello de Hannah Givens con el brazo, apretándola, estrujándola contra él. Darby no podía disparar; la cabeza de Hannah estaba demasiado cerca de la cara del tipo. El hombre era Walter Smith, no había ninguna duda: era el mismo que Darby había visto en las fotografías del hospital, la cara con pedazos de carne cubierta con cicatrices y embadurnada con el mismo tono de maquillaje encontrado en la sudadera de Judith Chen.

Hannah tenía la nariz rota. La sangre le resbalaba por la cara y una venda de paño negro le tapaba los ojos. Walter Smith estaba detrás de ella, con la cabeza escudada parcialmente por la de Hannah mientras sacaba del lavabo una mano ensangrentada con la que sostenía un revólver. «Va a matarla, no puedes arriesgarte a que dispare. Haz algo.»

Se le ocurrió una idea; tenía que intentarlo, cruzaría los dedos y rezaría por que saliese bien.

– La Virgen María me envía a ayudarte -anunció Darby-. Está en peligro.

Un ojo desprovisto de pestañas la miró fijamente.

– María me ha llamado, Walter. Me ha dicho que vaya al Sinclair a ayudarla.

– ¿Has hablado con María?

Walter no bajó el arma, sino que siguió apuntando a la joven, pero la expresión de animal acorralado y desesperado de su ojo sano se disipó, reemplazada por una de confusión, de esperanza incluso. «Aprovéchate.»

– Sí -dijo Darby-. He hablado con ella. Me ha contado lo que ha pasado. Me ha dicho que venga aquí a ayudarte.

– ¿Por qué llevas un arma?

– Tenía que proteger a María.

– ¿Eres un ángel?

– Sí. -Darby no quería bajar el arma. Si lo hacía, se quedaría indefensa. A Walter podría entrarle el pánico y ponerse a disparar. Tenía que seguir hablándole-. La Santa Madre ha corrido un gran peligro, pero yo la he salvado. Me ha dicho que viniera aquí a ayudarte. Te sangra la mano. ¿Estás herido?

– Ellos la tienen. -Walter estaba llorando-. Van a hacerle daño a mi Santa Madre.

– No pueden hacerle daño. Ya me he encargado de ellos.

– ¿Qué has hecho?

– Se han ido. Ya no pueden hacerte daño. María está sana y salva, pero necesita que la ayudes. Tenemos que trasladar a la Virgen María a un lugar seguro.

– María me dijo que tenía que hacer esto.

Walter señaló con el arma a la cabeza de Hannah.

– María quiere que me entregues a mí a Hannah. No la desobedezcas.

– María me dijo lo que debía hacer. Me lo dijo, pero yo no puedo… no puedo hacer lo otro. No puedo suicidarme, me da demasiado miedo.

– Ya no tienes que tener miedo. Estoy aquí para ayudarte. María me ha enviado aquí a ayudarte, pero antes tú tienes que ayudarla a ella.

– Yo la quiero.

– Y ella también te quiere, Walter. Por eso me ha enviado aquí.

– Es que la quiero mucho.

– Ya sé cuánto la quieres.

«Tienes que conseguir que baje el arma.»

– No puedo vivir sin ella -insistió Walter.

– María nos ha dado mucho a los dos, y ahora nos toca a nosotros ayudarla a ella.

– ¿Adónde vamos a llevarla?

– No lo sé. María me aseguró que me lo diría cuando te llevase de vuelta a la capilla. Suelta a Hannah y te llevaré junto a María.

Walter dejó a Hannah sentada en el borde de la bañera y, acto seguido, se desplomó de rodillas, sollozando, mientras se hundía las manos en el pelo. El arma se le deslizó de entre los dedos y cayó al suelo cubierto de trozos de cristales rotos.

– La quiero -balbuceó Walter.

– Ya lo sé.

Darby apartó el arma de un puntapié, agarró a Walter del pelo y le estampó la cara contra el suelo.

Walter lanzó un grito de sorpresa y tensó los músculos, preparado para atacar. Darby le hincó una rodilla en la base de la columna, tiró con fuerza de la parte posterior del cuello de su camisa y le clavó el cañón de su pistola en el cuello.

– Como te muevas, te mato.

Darby ya paladeaba la sensación en su garganta, la abrasadora satisfacción de matar al monstruo que habitaba debajo de aquella piel humana.

Un disparo en la cabeza era demasiado clemente. Quería que sufriera.

«Entonces, hazlo. Haz que sufra.»

Los músculos de Walter aflojaron la presión y volvió a abandonarse sin fuerzas sobre el suelo.

No trató de resistirse cuando ella le colocó las manos a la espalda y se las esposó. Si hubiese intentado forcejear con ella, Darby podría haberle disparado. Podría haberle hecho lo que quisiese. Darby sintió que una extraña sensación de decepción le recorría el cuerpo al enfundar su SIG.

Se puso a rebuscar en sus bolsillos la llave de las esposas.

– Ya estás a salvo, Hannah, no puede hacerte daño. -La universitaria estaba tendida de costado en la bañera, temblando y llorando-. Te quitaré las esposas dentro de un momento.

Walter permaneció inmóvil, boca abajo, con la mirada perdida mientras entonaba algo similar a una oración.

Darby encontró la llave de las esposas. Se palpó con la mano el bolsillo de los vaqueros para sacar el teléfono. Estaba junto al pequeño botón del pánico que le había dado Tim Bryson.

A sus espaldas, oyó el ruido de unas pisadas vigorosas que hicieron crujir los cristales del suelo, y luego percibió la presión de dos frías puntas metálicas contra su cuello.

– Preferiría no tener que usar el láser -dijo Malcolm Fletcher-, así que, por favor, no te muevas.

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