Jonathan Hale contemplaba las fotografías de su hija y grababa a fuego la cara de Emma en su memoria, tratando de conservar cada rasgo para que no se desvaneciese jamás.
Sin embargo, acabaría desvaneciéndose. El cerebro, él lo sabía perfectamente, era la cárcel más astuta del mundo, una guardiana despiadada. Se llevaría aquellos recuerdos de Emma y, al igual que había hecho con Susan, los desdibujaría con el paso del tiempo sin dejar de torturarlo con aquel hecho singular e innegable: él había dado por sentados todos y cada uno de aquellos momentos.
Sus chicas, las dos personas más importantes de lo que, tal como había llegado a darse cuenta, era una vida completamente insignificante y vacía, le sonreían. Marido y padre. Ahora era viudo y padre de una hija muerta.
«Papá.»
Hale, borracho y entumecido, levantó la vista y vio a Emma sentada en el sillón de cuero. No llevaba el pelo mojado ni enredado con trozos de ramas, sino bien peinado, denso y precioso. Tenía la cara bien viva, rebosante de color.
– Hola, cariño. ¿Cómo estás?
«Mamá y yo estamos bien.»
– ¿Qué haces aquí?
«Estamos preocupadas por ti.»
Hale tenía los ojos húmedos y enrojecidos.
– Os echo tanto de menos…
«Y nosotras a ti también.»
– Lo siento mucho, cariño. Lo siento de veras.
«Tú no hiciste nada malo, papá.»
Hale enterró la cara en las manos y se echó a llorar.
– No sé qué hacer.
«Ya sabes lo que tienes que hacer.»
– No puedo.
«Dios ha respondido a tus plegarias. Ha enviado a alguien para que te ayude.»
Sí, le había suplicado a Dios averiguar la verdad, y el mensajero era como una criatura salida de los libros de catecismo de su infancia, un hombre con unos extraños ojos negros que escondían secretos terribles, un hombre que había matado a dos agentes federales y sabe Dios a quién más, un hombre que le había proporcionado el nombre y el rostro del asesino de su hija.
Ahora que conocía la verdad, le pedía a Dios que volviese a ocultársela. No quería saber. No quería saber.
«Ya no se trata sólo de mí, papá. Sabes lo que les ocurrió a las otras.»
Hale consultó su reloj. Aún podía hacer la llamada, aún tenía tiempo.
«No pueden hablar. Te necesitan a ti para que hables por ellas.»
Hale atravesó la habitación tambaleándose y cogió el teléfono móvil de su mesa.
«No puedes dejar que sufran en silencio.»
Marcó el número.
«Mírame, papá.»
Se sentía mareado cuando Malcom Fletcher descolgó el teléfono.
– ¿Sí, señor Hale?
«Papá, mírame.»
Hale miró al sillón donde estaba sentada Emma, con las piernas cruzadas y las manos entrelazadas en el regazo.
«Piensa en los padres de todas esas chicas. ¿No tienen derecho a saber la verdad? ¿No se merecen que se haga justicia?»
– ¿Ha cambiado de idea, señor Hale?
«Te han concedido un regalo maravilloso, papá. Dios ha escuchado tus plegarias y las ha respondido. ¿Acaso vas a rechazarlo?»
Hale se restregó la cara.
– Hágalo.
– Es consciente de los riesgos potenciales.
– Por eso les pago a los mejores abogados del estado -contestó Hale-. Quiero que ese hijo de puta pague por lo que hizo. Quiero que sufra.