Capítulo 32

Con la ayuda de una linterna, Malcolm Fletcher echó a andar con sumo cuidado por un pasillo cubierto de tablones de madera podrida, muy alejado de la policía de Boston.

Fletcher tenía una extraordinaria memoria fotográfica. Recordaba perfectamente la distribución del hospital, después de haber recorrido su laberinto de pasillos años antes, en otra vida, cuando trabajaba como agente especial en la nueva Unidad de Ciencias del Comportamiento del FBI.

En 1954, el huracán Edna había arrancado de cuajo uno de los gigantescos robles que había enfrente del hospital y lo había estrellado contra el tejado; los cascotes resultantes habían destrozado la mayor parte de los suelos. Dado el coste exorbitante de la reparación, el consejo de dirección había decidido cerrar los pasadizos.

Cuando un incendio provocado por un cortocircuito destruyó buena parte del pabellón Mason en 1982, el hospital ya se hallaba bajo la tutela del Estado. Al presentir su potencial valor económico, los legisladores pusieron los terrenos en venta. Con la intención de preservar el edificio del hospital, considerado patrimonio de interés arquitectónico por tratarse de un edificio singular, el último de su especie, una sociedad histórica presentó una serie de alegaciones y mandamientos judiciales. Los compradores potenciales se asustaron ante la amenaza de los elevados costes legales y de una larga y farragosa batalla en los tribunales.

El hospital había permanecido abandonado durante veintitantos años y, durante ese tiempo, los largos inviernos de Nueva Inglaterra habían causado daños significativos en los suelos y las paredes, provocados por la humedad y la podredumbre. Se requería una considerable dosis de paciencia y habilidad para encontrar un acceso seguro y adecuado a la planta superior, pues el deterioro y el estado ruinoso estaban muy avanzados.

Fletcher se deslizó en el interior de una habitación que tenía las ventanas rotas.

Extrajo su teléfono móvil, comprobó que tenía cobertura y llamó a Jonathan Hale.

– Creo que sé quién es el hombre que mató a su hija -dijo Fletcher.


Darby había dejado el coche abierto y guardaba su equipo de reconocimiento de repuesto en el maletero. Reed llamó por radio a Kevin, el muchacho que aguardaba en la camioneta aparcada al final de la carretera, y le pidió que llevara la caja naranja que había en el maletero al pabellón C, cosa que éste hizo media hora más tarde.

Darby sacó unas fotos y luego decidió que necesitaba ayuda para examinar la habitación del hospital. Metió la fotografía y la estatuilla en una bolsa de pruebas y llamó a Coop desde la carretera.

– Fletcher nos ha dejado dos regalitos -le explicó Darby-. Una fotografía y… adivina: una figura de la Virgen María. Estoy casi segura de que se trata de la misma que encontramos en el bolsillo de Hale y de Chen.

– ¿Y sabemos dónde o cómo ha encontrado esa estatua el agente especial Escalofríos?

– No, no lo sabemos.

– Pero ¿para qué llevarte hasta un psiquiátrico abandonado? ¿Qué sentido tiene? Podría haber enviado la fotografía y la figura por correo ordinario.

– No sería tan espectacular.

– Eso es verdad.

– Y a lo mejor Fletcher quiere que descubramos algo sobre esa habitación en particular. Ha dejado deliberadamente la estatuilla y una foto en una sala para pacientes que albergaba a criminales violentos: la misma habitación en la que él mismo había estado antes, el mismo día.

– ¿Cuánto tiempo dices que lleva cerrado el hospital?

– Al menos veinte años -respondió Darby-. Es probable que treinta, incluso.

– ¿Y crees que vas a encontrar el nombre del paciente o pacientes que ocuparon esa habitación en concreto? Pues que tengas mucha suerte.

– Nos vemos dentro de una hora.

Mientras conducía, Darby pensó en las últimas palabras de Coop.

Cuando el Sinclair cerró sus puertas, lo más probable era que los criminales verdaderamente violentos hubiesen sido transferidos a otros hospitales psiquiátricos. Habrían evaluado a los esquizofrénicos y a los pacientes bipolares o maníaco depresivos, y luego, por culpa de las restricciones constantes del presupuesto destinado a salud mental, los habrían tratado como pacientes externos y los habrían puesto de nuevo en la calle. Los expedientes llevarían décadas flotando a través del sistema nacional de salud mental. Tratar de localizar la historia clínica de un paciente, aunque tuviese un nombre específico, era como buscar la proverbial aguja en un pajar.


Coop la aguardaba en el interior de su oficina.

– ¿Dónde está Keith? -preguntó Darby.

– Se ha ido a casa a cenar con su mujer y los niños y luego volverá al laboratorio para ayudarnos a analizar la habitación. Echémosle un vistazo a la foto primero.

Tras tomar unas fotografías, Coop examinó el papel. No contenía ninguna marca distintiva ni ninguna característica especial.

– Por el peinado y la ropa, deduzco de la foto de la mujer que se sacó a principios de los ochenta -señaló Darby-. ¿Qué vas a utilizar para procesar el papel?

– Ninhidrina mezclada con heptano -explicó Coop mientras accionaba el botón del aparato de ventilación.

Darby se colocó las gafas protectoras y una mascarilla. Coop, con un par de guantes de nitrilo, roció con la mezcla el dorso del papel, que se tiñó de color púrpura. Ambos lo examinaron, esperando a que la ninhidrina reaccionase con los aminoácidos que hubiese dejado una mano humana.

No había huellas.

Coop roció la cara de la imagen.

– No hay huellas -señaló Coop-. Menos mal que ya conocemos su identidad.

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