El hombre llamado Walter Smith entró en la habitación con la cabeza agachada, ya fuese por vergüenza o porque se sentía incómodo, o tal vez por las dos cosas. Hannah tuvo ocasión de observarlo bajo la tenue luz.
Había sufrido quemaduras muy graves en la cara. A pesar del maquillaje, se le veían unas cicatrices gruesas y abultadas. «Por eso tiene la cabeza gacha -pensó-. No quiere que le mire a la cara.»
Por alguna razón, el hecho de saber que estaba físicamente mutilado lo hacía parecer inferior, menos amenazador. Hannah se sentía capaz de razonar con él. Era capaz de razonar con todo el mundo.
Walter llevaba una cesta de mimbre con un surtido de magdalenas y cruasanes. Por los lados sobresalían las puntas del papel de cocina y el asa estaba decorada con lazos. Le recordó a la cesta de regalo que su padre había comprado la mañana siguiente a la histerectomía de su madre.
Hannah empezó a inquietarse al ver a Walter colocar la cesta encima de la mesa y retroceder a las sombras que había junto al fregadero de la cocina. Llevaba el pelo largo, húmedo y alborotado. Parecía demasiado perfecto; si era una peluca o un postizo, era el mejor que había visto en su vida.
Con la cabeza agachada aún, Walter clavó la mirada en el suelo y se aclaró la garganta.
– Tu nariz tiene mejor aspecto.
¿Lo tenía? Allí no había espejo, pero Hannah se había palpado la nariz con los dedos. Aún la tenía hinchada. Se preguntó si estaría rota.
– Siento mucho lo que ha pasado -se disculpó Walter.
Hannah no respondió; le daba miedo responder. ¿Y si decía algo malo y él se enfurecía? Si la emprendía a golpes con ella, no podría protegerse: era demasiado grande, demasiado fuerte.
– Fue sin querer -prosiguió él-. Yo nunca haría daño a alguien a quien quiero.
Un sudor frío se apoderó del cuerpo de Hannah.
«No puedes quererme -deseó decir la joven-. ¡Pero si ni siquiera me conoces!»
Fue como si Walter le hubiese leído el pensamiento.
– Lo sé absolutamente todo de ti -le dijo-. Te llamas Hannah Lee Givens. Te graduaste en el instituto Jackson en Des Moines, Iowa. Eres estudiante de primero de la Universidad de Northeastern, especialización en Inglés. Quieres ser profesora. Cuando puedes permitírtelo, te gusta ir al cine. Vas a la biblioteca y sacas libros de Nora Roberts y Nicholas Evans. Puedo traerte algunos de esos libros, si quieres, y películas. Sólo tienes que decirme lo que quieres, yo te lo traeré. Podemos ver películas juntos. -Walter levantó la vista y esbozó una sonrisa forzada-. ¿Hay algo en concreto que te apetezca ver?
¿Cuánto tiempo había estado siguiéndola? ¿Y por qué no lo había visto ella?
Walter parecía esperar que le respondiese.
¿Qué era lo que había escrito aquella chica en el cuaderno? «Eso es lo que le alimenta: hablar. Necesita hablar, necesita conectar.»
Hannah quería que se fuera para poder volver al bloc y leer qué más había escrito aquella mujer acerca de Walter. A lo mejor había algo allí que podía ayudarla a descubrir el modo de escapar. Y ella lograría escapar. Encontraría un modo de hacerlo. Hannah Lee Givens sabía que no iba a quedarse allí encerrada para siempre, y desde luego, no pensaba dejar que nadie la usara de saco de boxeo, eso seguro. Sólo necesitaba encontrar la forma de sobrevivir hasta que la encontraran.
– Sigues enfadada -dijo Walter-. Lo entiendo. Volveré más tarde con tu cena. A lo mejor entonces podemos charlar un rato.
Extrajo su cartera y la pasó por delante del lector de tarjetas. El cerrojo se abrió con un clic. No tecleó ningún código. Abrió la puerta pero no se marchó.
– Voy a hacerte muy feliz, Hannah. Te lo prometo.