«Muy bien -se dijo-, ¿en qué sitios no he buscado todavía?» En el colchón y en los cojines del sillón. Con la imperiosa necesidad de hacer algo, Hannah se levantó de la cama y recorrió con la mano el espacio entre el colchón y el somier de muelles. Al no encontrar nada, pasó entonces al sillón de cuero, retiró los cojines y rebuscó entre las rendijas oscuras con los dedos. Éstos tropezaron con una cosa dura. «Por favor, Señor, que sea un cuchillo…», imploró, y sacó el objeto a la luz.
Era un pequeño bloc de notas de espiral, de los que podían meterse fácilmente en el bolsillo de una camisa. Hannah lo abrió y vio unas páginas escritas en lápiz, ya desvaídas. Leyó la primera hoja.
He encontrado esta libreta en el suelo, debajo de la cama. Dentro de la espiral había un lápiz pequeño. Debe de habérsele caído a Walter, aunque no sé cuándo, puede que una de las veces que hemos forcejeado. Se le habrá caído del bolsillo o de la camisa y se le ha olvidado. Él lo utilizaba para hacer la lista de la compra. Ahora yo lo voy a usar para anotar mis pensamientos. Porque si no lo hago, me volveré loca.
No sé cuánto tiempo llevo aquí. Después de tres meses, perdí la cuenta. Aquí el tiempo no significa absolutamente nada, y pensar en el tiempo me da auténtico pavor.
Ya no puedo pelear con él. No tengo fuerzas. Ahora he decidido ser amable. Hago todo lo que me pide. Cuando me trae regalos, siempre le doy las gracias (le encanta traerme ropa bonita). Walter me trae todo lo que le pido (menos el teléfono), lo único que tengo que hacer es pedírselo. Walter, mi particular y horrendo genio de la lámpara… Una vez, casi al principio, cuando debía de llevar aquí un mes, estábamos hablando de la Navidad y me preguntó:
– ¿Cuál ha sido el regalo que más te ha gustado de todos los que te han dado?
Le dije que la cadena de platino y el relicario con la foto de mi madre. Mi padre me lo regaló la Navidad pasada. Me preguntó dónde estaba y yo se lo dije. El caso es que no le di mucha importancia; sólo estábamos charlando.
Una semana después, me trajo el relicario. Yo me quedé muda de asombro.
– Te he cogido las llaves de casa… las llevabas en el bolso -me explicó-. ¿Ves lo mucho que te quiero?
Walter nunca parece furioso, enfadado ni triste; en realidad no parece sentir absolutamente nada, eso es lo que me da más miedo. Es como si no hubiese vida detrás de su mirada, o al menos nada que cualquier persona normal pudiese reconocer. Me imagino su cerebro como un desván lleno de telarañas y de bichos asquerosos que se mueven y te muerden si te acercas demasiado. Walter habla como si fuésemos los mejores amigos del mundo. Hago como que comparto todos mis pensamientos con él, me invento historias, cualquier cosa, lo que sea para que se sienta cerca de mí. No hago más que fingir, igual que hacía en las clases de interpretación. Finjo que me importa. Finjo que lo entiendo mientras me familiarizo con todo lo que me rodea, a la espera de encontrar el mejor momento de escapar.
Le he convencido para bañarme dos veces al día. Él siempre se queda de pie, al otro lado de la puerta, que deja abierta unos centímetros para poder hablar conmigo. NECESITA HABLAR. Eso es lo que le alimenta: hablar, el contacto humano. Ahora lo sé.
Walter se acaba de ir de mi habitación. Hemos visto una película juntos, Pretty Woman. Le gusta ver comedias románticas todas las noches, después de cenar. Suele traer vino (siempre en botella de plástico, jamás de vidrio, porque sabe que, si se diera la oportunidad, le rompería la botella en la cabeza). Esta vez se ha sentado conmigo en la cama. Yo llevaba un vestido y unos zapatos que me ha comprado (Walter insiste en que nos arreglemos todas las noches, como si fuésemos una pareja que sale al centro). Me he peinado como a él le gusta y me he pintado las uñas. Hasta me ha regalado una botellita del perfume de Chanel que tanto me gusta. Me lo he puesto para él. Soy su muñequita, su muñeca particular, de carne y hueso, sólo para él. Durante toda la película, he notado las ganas que tenía de cogerme la mano.
Cuando ha terminado la película, Walter ha ido a sacar el DVD (sin dejar de vigilarme, por supuesto) y se me ha ocurrido poner en práctica la idea que llevo maquinando desde hace varias semanas.
– No te vayas todavía -le he dicho.
Walter parecía complacido; le encanta cuando le pido que se quede.
Le he sonreído y me he tragado el miedo. A pesar del asco que me daba, tenía que seguir adelante con el plan.
Me he levantado. Era mi última oportunidad.
– ¿Qué pasa, Emma?
Me he desabrochado el vestido.
– ¿Qué haces? -me ha preguntado.
He dejado que el vestido resbalara hasta el suelo y me he colocado delante de él, completamente desnuda salvo por el relicario con la fotografía de mi madre. Tenía que llevarlo para armarme de valor.
– ¿Qué haces?
He intentado con todas mis fuerzas que no se me notase en la voz el odio y la repugnancia que sentía.
– Quiero hacerte el amor.
Walter no ha contestado.
Ha apartado la mirada, avergonzado.
Cuando lo he tocado, se ha apartado.
– No tengas miedo -le he dicho.
– No tengo miedo.
– Entonces, ¿qué es?
Walter no me ha contestado.
– ¿Es que eres… virgen?
– Mantener relaciones con alguien cuando no se está enamorado… es un pecado -ha dicho Walter-, una abominación a los ojos de Dios.
Pero raptar a alguien y mantenerlo prisionero, por lo visto, no.
– ¿Cómo puede ser pecado si quiero hacer el amor contigo?
Walter no ha contestado, pero ha desplazado la mirada hasta mi pecho. Le he cogido la mano buena y la he puesto encima de uno de mis senos. Él estaba temblando.
– Hazme el amor.
Si conseguía que se metiese en la cama conmigo, conseguiría que fuese vulnerable. Me subiría encima de él y le aplastaría los malditos ojos con mis pulgares. Albergaba ya tanto odio hacia él que sabía que podría hacerlo.
– No pasa nada… -le he dicho, haciendo que me acariciara los pechos con la mano.
Él respiraba con fuerza, pero no dejaba de temblar. Le he desplazado la mano hasta la parte baja de mi vientre y entonces la ha apartado de golpe y ha salido corriendo de la habitación.
Ha vuelto más tarde y me ha dado una figurilla de plástico de la Virgen María. Ahora la tengo en la mesilla de noche. Me ha hecho rezar con él para pedir fuerzas. Rezamos juntos todas las noches, arrodillados cada uno a un lado de la cama, y le damos gracias a SU Santa Madre. Walter nunca cierra los ojos. Yo rezo con él, por supuesto. No le digo que ya no creo en esas cosas.
Cuando se ha ido, he apretado la figura con fuerza en mi mano, con la esperanza de que me diera consuelo. Pero no me da ningún consuelo. Antes pensaba en el infierno como en un lugar oscuro lleno de fuego y de dolor eterno. Ahora pienso en él como en un lugar donde se está solo para la eternidad, donde se siente una carencia absoluta de todas las cosas. Sé que voy a morir sola en esta habitación. Lo único que no sé es cuándo.
Hannah oyó un pitido, seguido del ruido de los cerrojos al abrirse. Metió el bloc de notas bajo el cojín del sillón mientras la puerta se abría.