Hannah Givens estaba sentada en la cama con la bandeja de comida -una tostada y huevos- que aquel hombre llamado Walter Smith le había dejado en el carrito. No tenía reloj ni calendario, pero aquél era su segundo desayuno. Debía de ser domingo.
En la habitación tampoco había ventanas, pero sí disponía de muchísima luz. Allí dentro había dos bonitas lámparas estilo Tiffany: una en la mesilla de noche junto a la cama y otra encima de una pequeña mesa de lectura llena de ejemplares gastados de People, Star, Us, Cosmopolitan y Glamour.
Lo más interesante era el enorme armario ropero de color blanco. Las camisas eran todas de talla pequeña y mediana; Hannah usaba una talla grande. Los zapatos estaban debajo, colocados ordenadamente: Prada, Kenneth Cole y dos pares de Jimmy Choos, todos ellos del número treinta y siete. Hannah calzaba el número cuarenta y uno. Era evidente que ni la ropa ni los zapatos estaban allí expresamente para ella.
Hannah pensó en la ropa y las revistas, con sus páginas arrugadas, y volvió a preguntarse si no habría vivido allí otra mujer antes que ella. Si así era, ¿qué le habría pasado? Esa pregunta le producía una sensación de vacío en el estómago.
Se arropó con el edredón a pesar de que en la habitación hacía calor. El miedo seguía latente, pero ya no le atenazaba todo el cuerpo. Había corrido a agazaparse en algún otro lugar y, por alguna extraña razón que no sabía explicar, ya no sentía la necesidad de llorar ni de gritar. Además, eso ya lo había hecho de todos modos.
Al despertarse en la oscuridad por primera vez, con la cabeza turbia, Hannah había creído por un breve instante que se encontraba en su casa. Acto seguido, el recuerdo de lo sucedido le cayó encima como un cubo de agua hirviendo; se levantó de la cama de un salto y se puso a deambular a tientas por la extraña oscuridad, tropezándose con objetos completamente desconocidos mientras el miedo se transformaba en un terror histérico, y entonces se puso a chillar, a gritar a pleno pulmón hasta que la garganta se le quedó seca.
Al final, logró armarse de valor para enfrentarse a la oscuridad y se puso a registrar la habitación como lo haría un ciego: despacio, dando pasos cautelosos, palpando con las manos todos los objetos para captar su forma. Eso de ahí era una mesa. Allí había un sillón… de cuero, a juzgar por el tacto liso y suave. A continuación una mesilla de noche y ¿qué era aquello? Parecía una lámpara. Encontró el interruptor y la encendió.
Lo primero que advirtió fue su pijama, suave, de franela rosa. Era de su talla, pero no era suyo. El hombre llamado Walter la había desvestido. Había entrado allí mientras estaba inconsciente y le había quitado la chaqueta y la ropa. La había visto desnuda.
Hannah estaba segura de que Walter no la había violado. Las dos veces que había mantenido relaciones sexuales, al día siguiente se había despertado un poco dolorida. Walter no la había violado pero sí la había desnudado. ¿La habría tocado? ¿Le habría hecho fotos? ¿Qué había hecho? ¿Qué iba a hacerle? ¿Para qué la había llevado allí?
Una cosa estaba clara: Walter no quería que se fuera. En la habitación había una puerta, pero no tenía pomo ni tirador. En la pared había instalado un teclado numérico muy parecido a los que había visto en los edificios de oficinas; se necesitaba una tarjeta y una clave para abrirla. Perforada en la puerta había una mirilla en forma de agujero. Walter podía ver el interior de la habitación, pero Hannah no podía ver lo que había fuera.
Era evidente que Walter quería que se sintiera cómoda. La habitación era del tamaño de un pequeño apartamento estudio, sin ventanas, con una cocina americana de reducidas dimensiones y las paredes pintadas de un amarillo cálido. Había una bonita manta de cachemira roja echada sobre el respaldo de un sillón de lectura de cuero, con una otomana a juego. Detrás del sillón había una estantería con novelas románticas en rústica muy gastadas. Una cortina de ducha ocultaba un retrete, pero no había baño ni ducha. La habitación incluso tenía su propio termostato.
Los dos armarios que había encima del fregadero de la cocina contenían cajas de cereales y de galletas saladas. No había platos. Ni fogones. En los cajones no había cubiertos ni objetos afilados, sólo servilletas de papel y compresas, tampones y un viejo set de maquillaje. La nevera estaba llena de paquetes de leche, zumo de naranja, yogures, botellas de plástico de agua mineral y refrescos de toda clase: Coca-Cola, Pepsi, Mountain Dew, Dr. Pepper y Slice.
Hannah desvió su atención al centro de la estancia, a las rosas blancas que había en un jarrón de plástico sobre la mesa redonda de comedor, de reducidas dimensiones. Los pétalos habían empezado a ponerse mustios.
Un violador no le dejaría flores. Un violador entraría y la tomaría por la fuerza.
Walter no había entrado en la habitación (todavía, se recordó). Cada vez que le llevaba la comida (tres veces al día), colocaba una bandeja de plástico en el carrito y lo deslizaba sin decir una sola palabra. Para el almuerzo (¿o era la cena?) había preparado pollo con puré de patatas y salsa de carne.
Hannah rodó de costado en la cama y cerró los ojos. Sus compañeras de piso debían de estar preguntándose por qué no había vuelto a casa todavía. El lunes por la mañana le tocaba el turno de primera hora en la cafetería. Si no aparecía, el dueño, el señor Alves, la llamaría a casa y le dejaría un mensaje desagradable en el contestador. Robin o Terry oirían el mensaje y llamarían a sus padres, y éstos llamarían a la policía. La gente empezaría a buscarla. Tendría que encontrar la manera de aguantar y sobrevivir hasta que la encontrasen.
Pero ¿y si no la encontraban? ¿No llegaría un momento en que la policía dejaría de buscarla?
No podía pensar eso; tenía que mantener una actitud positiva, por imposible que pareciese, y tener la cabeza serena para pensar con claridad.
El día anterior, después del desayuno, Hannah había registrado el cuarto buscando algo que pudiese emplear como arma. No había microondas ni cafetera. El pequeño televisor a color estaba atornillado a su soporte de madera. En el fregadero de la cocina no había agua caliente, sólo fría. Habían extraído los cajones para las verduras y productos frescos de la nevera. Por lo visto, Walter tenía miedo de que empleara uno de esos cajones para intentar darle un golpe en la cabeza o algo así. Había utilizado cadenas y candados para sujetar las sillas de comedor a las patas de la mesa; podía apartar las sillas para sentarse, pero no podía utilizarlas como armas. Walter ya había previsto esa posibilidad. Las patas de la mesa eran demasiado gruesas y robustas, no podía romperlas sin la ayuda de una sierra.
En algún momento, Walter querría hacer algo con ella, y tenía que estar preparada. Mientras inspiraba aire con fuerza, Hannah se obligó a sí misma a volver a registrar la habitación.