Capítulo 80

A Emma y Judith, Walter les descerrajó un tiro en la nuca y luego las empujó rápidamente por el borde de la bañera, antes de que se les doblasen las piernas. Después no se quedó en el cuarto de baño: ver cómo sus cuerpos se retorcían en la bañera, cómo agitaban las extremidades, oír los sonidos gorgoteantes que emitían mientras el cerebro se les apagaba lentamente… era demasiado desagradable. Acudía junto al altar a rezarle a María mientras esperaba a que ellas acabaran de desangrarse, y María lo tranquilizaba asegurándole que no habían sentido nada, que lo que él presenciaba era la muerte de sus cuerpos. El cuerpo no importaba, sólo era un receptáculo para el alma, y era ésta lo que verdaderamente importaba.

Una vez concluida la parte más difícil, Walter regresaba al cuarto de baño y abría el grifo de la ducha para enjuagar la sangre. A continuación, les hacía la señal de la cruz con su propia sangre, bautizándolas mientras rezaba, y trasladaba los cuerpos a la lona de plástico que había en el suelo. Era entonces cuando cosía el bolsillo que contenía la figura, pues María debía permanecer junto a ellas hasta que sus almas fuesen liberadas al cabo de tres días, y antes de arrojarlas de nuevo al agua para que quedasen bautizadas una vez más, volvía a rezar una oración.

Cuando llegaba a casa, limpiaba la ducha y los suelos con lejía, lo restregaba todo con las toallas y luego volvía de nuevo junto al altar a rezar.

Esta noche sería diferente.

Hannah Givens estaba de pie frente a la pared de la ducha, y no había ninguna lona de plástico a sus pies. No había trapos ni botes de lejía para limpiar la bañera. Llevaba la figura en el bolsillo, pero no había necesidad de cosérsela. María no quería que arrojase a Hannah al agua. Después de disparar a Hannah, Walter debía apoyar el cañón del arma en su propia sien o en el velo del paladar y apretar el gatillo. Esas eran las instrucciones de María.

Walter levantó el arma y apuntó con ella hacia la parte posterior de la cabeza de la chica. Le temblaba la mano. No podía dejar de llorar. María le habló entonces.

«No tengas miedo. Estoy aquí contigo.»

Tengo miedo.

«No duele. No sufrirás nada, te lo prometo.»

Ayúdame.

«¿Te acuerdas de cuando te cogí en brazos por primera vez y te estreché contra mi corazón?»

Sí.

«Estabas rodeado de mi amor. Yo hice que no sintieras dolor. ¿Te acuerdas?»

Se acordaba.

«¿Sientes mi amor por ti, Walter?»

Sí.

«Estarás rodeado de mi amor por siempre jamás. Y ahora, hazlo.»

No podía apretar el gatillo.

«Tu madre está aquí conmigo. Emma y Judith están impacientes por verte. Te quieren, Walter. Entrégame a Hannah y luego ven con nosotras.»

Entonces llamaron al timbre de la puerta.

Hannah volvió la cabeza al oír el sonido. A la velocidad del rayo, Walter le rodeó la garganta con el brazo, levantó la mano con la que sostenía el arma y apretó la boca del cañón contra la cabeza de la joven.

– Como digas una sola palabra, te mataré.

El timbre sonó de nuevo.

¿Quién estaba en la puerta? ¿Sería otra vez su nueva vecina, Gloria Lister, que había vuelto con otra tarta?

«Eres mi chico especial, Walter. Te quiero.»

La puerta del cuarto de baño permanecía abierta. Las luces estaban encendidas, así como las de la cocina.

«Ven conmigo a casa. Ha llegado la hora.»

El timbre volvió a sonar, seguido de unos golpes en la puerta. Hannah estaba llorando y temblaba sin parar.

– Cállate.

«Te quiero, Walter.»

Le resultaba difícil oír a María con los hipidos de Hannah.

– Que te calles.

«Aprieta el gatillo.»

Hannah no se callaba. Le tapó la boca con la mano buena.

«No hay ninguna razón para que tengas miedo, Walter. ¿Sientes mi amor? ¿Sientes…?»

Hannah le mordió el pulgar.

Walter lanzó un alarido de dolor y Hannah lo empujó hacia atrás. Él se dio un golpe contra el tocador del baño, y la parte posterior de su cabeza hizo añicos el espejo. Hannah volvió la cabeza a uno y otro lado como un perro rabioso, arrancándole la piel de la mano, y Walter siguió chillando mientras el arma se le caía en el lavabo.

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