Capítulo 71

Hannah metió el cuaderno a toda prisa bajo las sábanas y esperó a que la puerta se abriera. No lo hizo. El lector de tarjetas no emitió ningún pitido y el cerrojo no cedió.

Walter volvió a llamar a la puerta y Hannah se dio cuenta de que estaba esperando a que ella le hablase.

«No digas nada a menos que te deje hablar con mamá y papá.»

Volvió a llamar dos veces más y al ver que Hannah no respondía, abrió la puerta.

Walter iba vestido con una camisa blanca inmaculada y pantalones de vestir grises a rayas. Llevaba dos cosas en la mano: una caja de regalo y, doblado encima, un albornoz de toalla blanco. Depositó ambas cosas encima de la mesa.

– He pensado que a lo mejor querrías un albornoz limpio -dijo-. Puedes ponértelo para ir al cuarto de baño. Puedes darte una ducha o, si lo prefieres, un baño.

Hannah no respondió.

– He leído tu carta -continuó Walter-. He rezado mucho y al final he decidido dejar que llames a tus padres.

– Gracias.

Walter sonrió. Su rostro se transformó, adoptó una expresión más relajada.

– Me alegra oír tu voz -dijo.

– Siento no haber estado muy habladora, pero creía…

– Creías que iba a volver a hacerte daño.

Hannah ya había previsto aquello; sabía qué decir.

– Sé que lo que ocurrió en el coche fue un accidente. Te perdono.

Walter colocó el regalo envuelto encima de la cama.

– No tenías por qué…

– Quería hacerlo -la interrumpió él-. Adelante, ábrelo.

Hannah rasgó el papel. Dentro de la caja, envuelto en papel de seda, estaba el vestido de noche negro de Calvin Klein que había admirado en el escaparate de Macy's la noche de la ventisca.

– ¿Te gusta? -le preguntó Walter.

– Es precioso. -Hannah sintió un escalofrío por debajo del pijama. Esbozó una sonrisa forzada-. Gracias.

– Esperaba que te lo pusieses esta noche, para cenar. Estoy preparando chuletas de ternera. El primer plato son vieiras en su jugo servidas con una salsa de vino blanco.

– Suena delicioso. -Hannah inspiró hondo y se lanzó-. Ahora me gustaría hablar con mis padres. No quiero ponerme pesada, pero estoy preocupada por mi padre. Está muy enfermo. Tiene cáncer.

Eso era mentira. Hannah había visto un programa con científicos forenses sobre un hombre que violaba y mataba a prostitutas. El asesino había cogido a una mujer y la tenía esposada en la parte de atrás de su furgoneta. Ella se pasó todo el tiempo hablando de su padre, diciendo que tenía cáncer y que si ella moría, nadie cuidaría de él. Su secuestrador la violó y luego la soltó. Cuando lo pillaron, le contó a la policía que no había matado a la mujer porque su madre también había muerto de cáncer.

– ¿Por qué no te duchas primero? -le sugirió Walter-. Ponte el albornoz y te acompañaré al cuarto de baño. Llama a la puerta cuando estés lista.

Hannah se preguntó si Walter la espiaría a través de algún agujero en la pared. Se colocó detrás de la cortina que tapaba su retrete y se cambió rápidamente. Se ciñó el albornoz con fuerza, se anudó el cinturón y llamó a la puerta.

Walter entró en la habitación. Llevaba un par de esposas.

– Es para asegurarme de que no escaparás o a… ya sabes…

¿Lo obedecía y se las ponía o intentaba resistirse? Si se oponía ahora a colocarse las esposas, tal vez no la dejaría hacer la llamada de teléfono.

– Te las quitaré enseguida -la tranquilizó Walter.

Hannah tenía que vencer sus temores. Tenía que ser valiente. Se volvió y Walter le puso las esposas. Hannah se preguntó si hacía aquello por Emma. ¿Habría intentado huir ella durante su primera visita al cuarto de baño?

Walter se acercó al lector de tarjetas, que emitió un pitido, y entonces el cerrojo cedió. Hannah advirtió que el lector de tarjetas estaba colocado a la altura de la cintura. «Debe de llevar la tarjeta en el bolsillo, así puede tener las manos libres.»

Hannah salió al pasillo de un sótano a medio construir. A su izquierda había un armario para la ropa de cama. Cuando él le hizo volverse vio, al final del pasillo y a la derecha de las escaleras, un cuarto de baño de azulejos blancos. La puerta tenía dos candados.

Hannah echó a andar despacio, para tener tiempo de procesar todo cuanto veía. El suelo de cemento estaba frío al contacto con sus pies desnudos.

– ¿Puedo darme un baño?

– Por supuesto -dijo Walter.

– ¿Cuánto tiempo tengo?

– Tómate el tiempo que necesites.

Bien. No sólo quería tiempo para permanecer a remojo en el agua caliente, porque no se había bañado desde que había llegado allí; también quería curiosear y ver si podía encontrar algo de utilidad. Si por algún milagro divino lograba encontrar algo útil, ¿lo echaría Walter en falta? Tendría que pensarlo un poco.

Al pasar junto a las escaleras del sótano, Hannah miró a la izquierda y vio una lavadora y una secadora. La ropa que se había puesto para ir a trabajar ese día estaba encima, perfectamente doblada.

– No sé qué clase de champú o gel usas, pero si me lo dices, con mucho gusto iré a comprártelos -se ofreció Walter-. Cualquier cosa que necesites, todo lo que quieras, sólo tienes que pedírmelo, que yo estaré encantado…

Y en ese momento, alguien llamó al timbre.

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