Capítulo 24

Jonathan Hale se sentó frente a Fletcher, que iba de negro de la cabeza a los pies: el traje y la camisa, los zapatos y los calcetines. El color era una elección más bien extraña para alguien tan pálido.

– Anoche -dijo Fletcher-, mientras la señorita McCormick permanecía allí en la oscuridad preguntándose por qué se había ido la luz, yo trataba de entender cuál era la razón de su inopinada visita. Sabía que ella no me la iba a contar, de modo que antes de verme obligado a revelar mi presencia, me tomé la libertad de colocar un pequeño dispositivo de escucha en lo alto de la moldura que hay encima de la puerta del vestidor y otro dentro del cuarto de invitados. Por suerte, llevaba el equipo de vigilancia necesario en el coche, de modo que escuché la conversación de la señorita McCormick con el detective Bryson. Conozco la razón de su súbita urgencia por entrar en el piso de su hija.

Fletcher perdió el interés por seguir mirando el fuego. Hale no lograba apartar la mirada de los extraños ojos de aquel hombre. Por alguna razón, le recordaban las historias de misterio que había leído de chico, las historias de detectives de los hermanos Hardy, en las que iban en busca de un tesoro escondido en castillos abandonados, fríos y tenebrosos, llenos de telarañas y de esqueletos, de habitaciones llenas de secretos terribles.

Sin embargo, también había algo tranquilizador en los ojos de aquel hombre, y Hale notó cómo se calmaban los latidos de su corazón.

– Cuando Emma desapareció -empezó Fletcher-, la hipótesis que manejaba tanto la policía de Boston como el FBI era que había sido secuestrada.

– Eso es.

– La fotografía que le enseñó el detective Bryson para que identificara a su hija, ¿la recuerda?

– Sí.

Hale la recordaba con toda claridad. Recordaba el deseo que sintió entonces de alargar el brazo y limpiarle el hollín y la arena de su rostro, retirar los trozos de ramas que se le habían quedado enredados en el pelo húmedo.

– En la foto, Emma lleva una cadena de platino con un relicario -indicó Fletcher.

– Se lo regalé para Navidad.

Hale se metió la mano en el bolsillo y estrujó con fuerza el relicario entre los dedos.

– El relicario y la cadena estaban en casa de su hija después de que fuera secuestrada -declaró Fletcher.

– No lo entiendo.

– El hombre que mató a su hija volvió a la casa a buscar ese relicario. La policía cree que tiene que aparecer en las cintas de seguridad, por eso han solicitado el acceso al edificio de su oficina en Newton. Quieren examinar las cintas antiguas. Ahora están en mi poder.

– ¿Es usted el ladrón que ha entrado en la oficina con intención de robar?

– Sí. Quiero que la policía crea que estoy actuando por mi cuenta.

Malcolm Fletcher le tendió un teléfono móvil.

– Lleve este teléfono encima a todas horas. Es un teléfono desechable, de modo que es imposible que la policía pueda rastrear la llamada. Si tiene alguna pregunta, marque el número programado en la memoria. Sólo hay uno. ¿Sabe quién es Judith Chen?

– La universitaria de Suffolk desaparecida -dijo Hale.

– Su cadáver fue hallado ayer. La policía descubrió una figura religiosa cosida en el interior de su bolsillo, una estatuilla de la Virgen María. La misma que encontraron en la ropa de Emma. Oí a la señorita McCormick hablar de ello anoche y me acordé de algo, de modo que decidí hacer algunas indagaciones. He descubierto una información que podría resultar problemática para la policía de Boston.

– ¿Qué clase de información?

– Preferiría comentarlo con usted más adelante, cuando haya tenido ocasión de revisar las cintas de seguridad. Quiero comprobar si mi teoría es correcta.

– Marsh me dijo que la policía se llevó las cintas de anoche. Estoy seguro de que usted aparece en ellas.

– No tengo la menor duda.

– Entonces sólo es cuestión de tiempo que averigüen quién es.

– Sí, ya lo sé -dijo Fletcher, poniéndose de pie-. Voy a efectuar una maniobra de distracción.

– ¿Con qué?

– Con la verdad -respondió Fletcher.


El edificio de la oficina de Hale en Newton estaba en una muy buena ubicación, junto a la autopista interestatal de Massachusetts. En el aparcamiento, del que habían despejado la nieve, había un solo coche patrulla. La puerta principal del edificio, íntegramente de cristal, estaba hecha añicos. Darby vio un ladrillo en el suelo del vestíbulo.

El lugar aparecía completamente destrozado: monitores de ordenador estrellados contra el suelo, cajones volcados y con el contenido desperdigado por todas partes. Habían arrojado las plantas contra las paredes blancas, algunas de las cuales lucían pintadas con espray de esvásticas brillantes y las consignas «Judíos, marchaos» y «Supremacía blanca».

El policía, bajito, de espalda ancha y con la cara muy pálida, reprimió un bostezo.

– Han entrado unos cabrones y, como ve, lo han dejado todo hecho una mierda -le explicó a Bryson-. Esos mamoncetes eran muy listos: han cortado los cables de la alarma.

– ¿Por qué cree que ha sido alguna pandilla?

– Porque cada vez que nos las vemos con alguno de estos episodios de odio racista, siempre hay detrás algún grupito de adolescentes descerebrados. Lo más probable es que sea alguno de esos grupos de la Hermandad Aria de las barriadas del sur. Vinieron aquí arriba el año pasado, destrozaron una sinagoga y pintaron las mismas lindezas por todas las paredes. Es una especie de iniciación.

– ¿Y ahora se dedican a arrasar edificios de oficinas?

– Eh, que yo sólo le he dado una idea. Usted es el detective, así que, ¿por qué no le dejo y se pone a detectar algo?

– ¿Quién dio el aviso?

– Uno de los chicos de los equipos quitanieves -contestó el agente-. Los dos llegaron aquí esta mañana a eso de las nueve. Cuando se asomaron a la parte delantera, vieron la puerta, echaron una rápida ojeada dentro, llamaron, y aquí estamos.

Bryson asintió y miró una cámara de seguridad instalada en el techo.

– Olvídese de eso -dijo el agente-. Han quitado las cintas de las grabadoras.

– Enséñemelo.

Habían abierto la puerta del cuarto de seguridad haciendo palanca. Teniendo en cuenta las marcas, Darby sospechó que habían utilizado algo similar a una barra de hierro.

Al igual que el vestíbulo, la pequeña sala había quedado completamente destrozada: montones de grabadoras, monitores de ordenador y estanterías baratas de cartón prensado estaban tirados por el suelo y cubiertos de centenares de DVD en sus cajas de plástico rígido y transparente. Algunos de los DVD estaban hechos trizas. Darby se fijó en unos dispositivos que transferían cintas de VHS a DVD.

Bryson recogió una de las cajas de plástico del suelo. Llevaba una etiqueta con el nombre del edificio, el mes y el año de la grabación.

– ¿Qué te apuestas a que la grabación que necesitamos no está aquí? -preguntó Bryson.

– Sería idiota si aceptase una apuesta como ésa -replicó Darby-. De todos modos, habrá que llamar a alguien para que venga a catalogar los DVD y ver qué es lo que falta.

– Yo haré la llamada. Vamos a tener que examinar todo esto. Llamaré a los de Operaciones, que venga alguien de los suyos.

– Voy a volver al laboratorio. También me gustaría echar un vistazo a la casa de Chen.

– Vivía en un piso de alquiler en Natick. Tienen una llave; los llamaré para avisarlos de que vas a ir.

– Me gustaría ver la cinta de seguridad de anoche.

– Ya te he hecho una copia. Te la he dejado en la bandeja de paquetería, para el reparto nocturno. -Bryson lanzó un suspiro al tiempo que arrojaba la caja del DVD al suelo-. Haré que un coche patrulla te lleve al centro.

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