Capítulo 9

Roy Grace siempre tenía la sensación de que la sala número uno del juzgado de Lewes había sido diseñada para intimidar e impresionar. No tenía una categoría superior al resto de las salas del edificio, pero parecía como si la tuviera. De estilo georgiano, el techo era alto y abovedado, contaba con una tribuna para el público en las alturas, paredes con paneles de roble, bancos de roble oscuro y un estrado con balaustrada. En estos momentos, presidía el tribunal el juez Driscoll, con peluca, ya caduco, sentado, medio dormido, en una silla de respaldo rojo vivo, debajo del escudo de armas con la leyenda: «Dieu et mon droit». El lugar parecía un escenario de teatro y olía como una vieja aula de colegio.

Grace estaba en el estrado, vestido pulcramente, como siempre que comparecía ante un juez: con traje azul, camisa blanca, corbata sombría y zapatos con cordones negros brillantes; tenía buen aspecto por fuera, pero por dentro se sentía andrajoso. En parte, se debía a la falta de sueño por la cita de anoche -que había sido un desastre- y en parte a los nervios. Sujetando la Biblia con una mano, recitó el juramento intranquilo, mirando a su alrededor, captando la escena, y juró por enésima vez en su carrera, por Dios todopoderoso, decir la verdad, toda la verdad y nada más la verdad.

El jurado tenía el mismo aspecto que todos los jurados: una panda de turistas tirados en una estación de autobús. Un grupo desaliñado y heterogéneo, con jerséis de colores chillones, camisas con el cuello abierto y blusas arrugadas debajo de un mar de rostros inexpresivos, pálidos todos, ordenados en dos filas, detrás de jarras de aguas, vasos y un fajo desordenado de hojas sueltas con notas. Sin orden ni concierto, apilados al lado del juez, había un vídeo, un proyector de diapositivas y una enorme grabadora. Debajo, la taquígrafa observaba remilgadamente desde detrás de una serie de aparatos electrónicos. Un ventilador eléctrico sobre una silla giraba hacia la derecha, luego hacia la izquierda, pero no ejercía un gran impacto sobre el ambiente bochornoso de última hora de la tarde. Nada como un juicio por asesinato para atraer a la clientela. Y aquél era el juicio del año en la ciudad.

El gran triunfo de Roy Grace.

Suresh Hossain, un hombre rollizo con la cara picada de viruela y pelo liso peinado hacia atrás, estaba sentado en el banquillo de los acusados, vestido con un traje marrón de raya diplomática y corbata de satén color púrpura. Observaba el procedimiento con mirada lacónica, como si aquel lugar fuera suyo y todo el juicio hubiera sido preparado para su entretenimiento personal. Canalla, cerdo, casero especulador. Había sido intocable durante una década, pero ahora Roy Grace por fin le había pillado con las manos en la masa: conspiración para asesinar. Su víctima, un competidor igualmente sucio, Raymond Cohen. Si este juicio iba como tenía que ir, a Hossain iban a caerle más años de los que viviría y varios cientos de ciudadanos honrados de Brighton y Hove podrían disfrutar de la vida en sus casas, libres de la sombra horrible de los secuaces de Hossain, que convertían cada una de sus horas en un infierno.

Su mente recordó la noche anterior. «Claudine. Claudine gilipollas Lamont.» Vale, no ayudó que llegara una hora y cuarenta y cinco minutos tarde a la cita; pero tampoco que la fotografía de la página web estuviera, siendo generosos, diez años desfasada; tampoco que hubiera omitido en la información sobre sí misma que era vegetariana estricta, que no fumaba, que odiaba a los policías y que su único interés en la vida parecían ser sus nueve gatos rescatados de la calle.

A Grace le gustaban los perros. No tenía nada en especial en contra de los gatos, pero aún no había conocido ninguno con el que conectara igual que conectaba casi al instante con cualquier perro. Después de dos horas y media en un depresivo restaurante vegetariano de Guildford, sermoneado e interrogado alternativamente sobre el espíritu libre de los gatos, la naturaleza opresiva de la policía británica y los hombres que veían a las mujeres únicamente como un objeto sexual, había sido un alivio poder escapar.

Ahora, después de una noche de sueño agitado e intermitente y de pasar el día paseando arriba y abajo a la espera de que lo llamaran, estaba a punto de que volvieran a interrogarlo. Continuaba lloviendo, pero el ambiente era mucho más caluroso y húmedo. Grace notaba que el sudor le bajaba por la espalda.

El prestigioso abogado defensor, que había sorprendido al tribunal al citarlo como testigo, tenía ahora la palabra. Se había levantado: pose arrogante, peluca gris corta, toga negra larga, boca fruncida en una sonrisa cálida. Se llamaba Richard Charwell, y era un letrado de primera clase. Grace lo conocía de antes y no había sido una experiencia agradable. Detestaba a los abogados. Para ellos, los juicios eran un juego. Nunca tenían que salir a la calle y arriesgar su vida para atrapar a los malos. Y les importaba un comino qué delitos se habían cometido.

– ¿Es usted el comisario Roy Grace, destinado en la central del Departamento de Investigaciones Criminales en Sussex House, Hollingbury, Brighton? -le preguntó el abogado.

– Sí -contestó Grace.

En lugar de su voz segura de siempre, la respuesta había salido por el lado equivocado de su garganta y sonó más como un graznido.

– ¿Y ha tenido relación con este caso?

– Sí. -Otro sonido entrecortado salió de su boca seca.

– Voy a interrogar al testigo.

Hubo una pausa breve. Nadie habló. Richard Charwell había captado la atención de toda la sala. Era un actor consumado con un físico distinguido y, antes de volver a hablar, se quedó callado para causar efecto; un cambio repentino en el tono sugirió que ahora se había convertido en el nuevo mejor amigo de Roy Grace.

– Comisario, me pregunto si podría ayudarnos con un tema en concreto. ¿Tiene conocimiento de la existencia de un zapato relacionado con este caso? ¿Un mocasín marrón de piel de cocodrilo con una cadena de oro?

Grace lo miró unos instantes antes de responder.

– Sí.

De repente, sintió una punzada de pánico. Antes incluso de que el abogado pronunciara sus siguientes palabras, tuvo la horrible impresión de saber adónde iría a parar todo aquello.

– ¿Va a decirnos a quién les condujo este zapato, comisario, o quiere que se lo saque yo?

– Bueno, señor, no estoy muy seguro de adónde quiere ir a parar.

– Comisario, creo que sabe muy bien adónde quiero ir a parar.

El juez Driscoll, con el mal humor de un hombre a quien han interrumpido la siesta, intervino.

– Señor Charwell, tenga la bondad de ir al grano. No tenemos todo el día.

– Muy bien, señoría -respondió el abogado empalagosamente. Luego se volvió hacia Grace-. Comisario, ¿no es verdad que usted ha manoseado una prueba vital para este caso? ¿Este zapato, concretamente?

El abogado lo cogió de la mesa de pruebas y lo levantó para que toda la sala lo viera, como habría alzado un trofeo deportivo que acabara de ganar.

– Yo no diría que lo manoseé -respondió Grace, enfadado por la arrogancia del hombre, pero igualmente consciente de que ésa era la estrategia del abogado, ponerlo tenso, enfurecerlo.

Charwell bajó el zapato, pensativo.

– Vaya, entiendo, ¿no considera que lo ha manoseado? -Sin esperar a que Grace respondiera, prosiguió-: En mi opinión, ha abusado usted de su posición al coger la prueba y llevarla a un especialista en artes oscuras. -Volviéndose hacia el juez Driscoll, continuó-. Señoría, mi intención es demostrar a este tribunal que la prueba de ADN que se ha obtenido de este zapato no es fiable, porque el comisario Grace ha alterado la continuidad y provocado una posible contaminación de esta prueba vital. -Se volvió de nuevo hacia Grace-. ¿Tengo razón, verdad, comisario, al decir que el jueves 9 de marzo del presente año llevó este zapato a la señora Stempe, una supuesta médium de Hastings? ¿Y supongo que vamos a oírle decir que este zapato ha estado en otro mundo? ¿Un mundo bastante etéreo?

– Tengo una opinión muy buena de la señora Stempe -dijo Grace-. Es…

– No nos interesan sus opiniones, comisario, sólo los hechos.

Pero aquello pareció despertar la curiosidad del juez.

– Creo que sus opiniones son perfectamente relevantes en este tema.

Al cabo de unos momentos de enfrentamiento silencioso entre el abogado defensor y el juez, Charwell dio a regañadientes su conformidad asintiendo con la cabeza. Grace continuó.

– Me ha ayudado en diversas investigaciones en el pasado. Hace tres años, Mary Stempe me dio la información suficiente que me permitió identificar a un sospechoso de asesinato, lo cual condujo a su inmediata detención y posterior condena. -Dudó, consciente de las miradas intensas de todos los presentes en la sala, luego siguió hablándole al abogado-. ¿Puedo responder a su preocupación por la continuidad de la prueba, señor? Si hubiera revisado los informes, algo a lo que tiene derecho, y mirado el envoltorio, habría visto que en la etiqueta figuran mi firma y las fechas correspondientes a los días en que la cogí y la devolví. La defensa tiene conocimiento de esta prueba desde el principio; fue encontrada delante de la casa del señor Cohen la noche en la que desapareció, y nunca ha solicitado examinarla.

– Entonces, recurre habitualmente a las artes oscuras en su trabajo como agente de policía de alto rango, ¿verdad, comisario Grace?

Se oyó una risita que recorrió la sala.

– Yo no lo llamaría artes oscuras -dijo Grace-. Más bien diría que es un recurso alternativo. La policía tiene la obligación de utilizar todo lo que esté a su disposición para intentar resolver un caso.

– ¿Así que sería justo decir que es un hombre de lo oculto? ¿Alguien que cree en lo sobrenatural? -preguntó el abogado.

Grace miró al juez Driscoll, que le miraba como si fuera él a quien estaban juzgando ahora en aquella sala. Intentando buscar desesperadamente una respuesta adecuada, lanzó una mirada al jurado, luego al público de la tribuna, antes de volver a mirar al abogado. Y, de repente, se le ocurrió.

La voz de Grace subió un tono, más estridente, más segura de repente.

– ¿Qué es lo primero que este tribunal me ha pedido hacer cuando he subido al estrado? -preguntó. Antes de que el abogado pudiera responder, Grace lo hizo por él-: Jurar sobre la Biblia. -Se quedó callado para que la frase calara-. Dios es un ser sobrenatural, el ser sobrenatural supremo. En un tribunal que acepta que los testigos juren por un ser sobrenatural, sería extraño que yo y todos los demás presentes en esta sala no creyeran en lo sobrenatural,

– No tengo más preguntas -dijo el abogado, que volvió a sentarse.

El fiscal, que también llevaba peluca y toga de seda, se levantó y se dirigió al juez Driscoll.

– Señoría, este tema quiero tratarlo a puerta cerrada.

– Es bastante insólito -respondió el juez Driscoll-, pero me satisface que lo hayamos tratado de forma adecuada. Sin embargo -dijo volviendo los ojos hacia Grace-, sería de esperar que los casos que se juzgan en mi sala se basaran en pruebas sólidas más que en palabras de parapsicólogos.

Casi toda la sala estalló en una carcajada.

El juicio avanzó y llamaron a otro testigo de la defensa, un cobrador de extorsiones, que trabajaba para Suresh Hossain, llamado Rubiro Valiente. Roy Grace se quedó a escuchar mientras el italiano de los bajos fondos contaba una sarta de mentiras que el fiscal fue desmontando rápidamente una a una. Cuando llegó el receso de la tarde, la sala estaba tan convulsa por la audacia de las mentiras, que Roy Grace comenzó a albergar la esperanza de que el tema del zapato hubiera quedado ensombrecido.

Sus esperanzas se vinieron abajo cuando salió a la calle mayor de Lewes a tomar el aire y comer un sándwich. En la acera de enfrente, el titular del periódico de la ciudad, el Argus, gritaba al mundo: «Agente de policía admite prácticas ocultistas».

De repente, le entraron unas ganas terribles de tomarse una copa y fumarse un cigarrillo.

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