Michael estaba tumbado en una oscuridad negra como el carbón; el corazón le palpitaba con fuerza, la cabeza le estallaba, el dedo índice le latía y picos de un dolor atroz le salían disparados desde los testículos hasta la barriga. Había pasado no sabía cuánto tiempo: quizás una hora, quizá más, quizá menos, desde que ese cabrón encapuchado le había enganchado unos electrodos a las pelotas y aplicado descargas eléctricas.
De todos modos, el dolor no era nada comparado con el miedo oscuro, frío, que asediaba su mente. Recordaba la película El silencio de los corderos, que había visto hacía algunos años y vuelto a ver hacía poco en la tele con Ashley. Un asesino en serie que despelleja a sus víctimas retiene a una chica, la hija de una senadora, en un pozo. No pudo evitarlo, estaba temblando, intentando concentrarse, decidido a sobrevivir como fuera.
Regresar con Ashley. Llevarla al altar. Era lo único que quería.
¡Dios mío, cuánto la echaba de menos!
No podía mover los brazos ni las piernas. Después de darle de comer estofado de lata y pan, su captor le había tapado la boca de nuevo con cinta adhesiva y tenía que respirar sólo por la nariz, que tenía medio taponada. Inhaló, de repente aterrorizado de que se le hubiera taponado del todo. Volvió a inhalar, más fuerte, más hondo, inhalaciones rápidas, lo cual hizo que se le acelerara el corazón.
Intentó imaginar dónde podría estar. El lugar olía a moho y a humedad y percibía un ligero hedor a aceite de motor. Estaba tumbado sobre una superficie dura y algo afilado se le clavaba en la base de la columna vertebral y le dolía muchísimo, a cada minuto más.
Se sentía más fuerte, a pesar del dolor, mucho más fuerte que antes. La comida tenía su efecto. «No voy a morirme aquí, joder. No he hecho todo lo que he hecho en la vida para acabar aquí. De ningún modo. No, me niego, me niego. No, no, no, me niego.»
Luchó por desatarse. Respiró hondo, intentando encoger su cuerpo, y luego soltó el aire, intentando expandirlo. Y notó que algo cedía. La cuerda se aflojó un poquitín. Volvió a respirar hondo, pegó los brazos al cuerpo con fuerza, con fuerza, con fuerza, y espiró, inspiró, espiró. Dios bendito, podía mover el brazo derecho. Sólo un poquitín, pero ¡podía moverlo! Volvió a empujar la cuerda hacia fuera y se encogió, empujó y se encogió. Más espacio para su brazo derecho.
¡Luego más aún!
Rodó hacia un lado, luego sobre su estómago. Ahora se le llenó la nariz de hedor a aceite de motor; estaba boca abajo sobre la sustancia viscosa, pero no le importaba porque al menos ya no sentía el dolor en la base de la columna vertebral.
Movió la mano hacia la espalda, más, y luego tocó algo. «¡Dios mío!»
¡Estaba tocando la parte de arriba de su móvil Ericsson!
Puso la mano encima, tiró de él y lo sacó del bolsillo trasero de los pantalones.
El corazón se le aceleró. Lo había tenido en el ataúd, bajo el agua. Aunque se suponía que era sumergible, dudaba de que funcionara. De todos modos, pasó los dedos por encima de la superficie como si acariciara al mejor amigo que hubiera tenido en la vida. Encontró el botón de encendido en la parte superior y lo pulsó. Escuchó.
Oyó un pitido apenas perceptible. Luego vio un resplandor débil, aunque suficiente para distinguir unas paredes inclinadas a cada lado. Estaba en un espacio de unos dos metros de ancho y tal vez uno y medio de alto, cubierto por una especie de puerta. Y, de repente, estaba alerta, la mente despierta y concentrada. Intentó mover la mano, liberarla de las ataduras y llevarse el teléfono a la cara, pero nada de lo que hizo funcionó. La cuerda estaba demasiado apretada, demasiado bien envuelta alrededor de sus brazos.
Todavía.
Tenía que pensar bien. Mensaje.
Podía intentar enviar un mensaje.
¡Piensa! Enciendes el móvil y ¿qué pasa? Primero, hay que introducir el código PIN. Como la mayoría de las personas, utilizaba un código sencillo: 4-4-4-4, su número de la suerte.
Pasó el dedo por el teclado, el cuatro estaba a la izquierda, en la segunda fila. Lo pulsó y oyó un pitido; luego otro pitido cada vez que pulsaba los siguientes tres números. ¡Increíble! El aparato había estado sumergido en el ataúd, pero funcionaba. ¿Lo suficiente como para mandar un mensaje?
La siguiente parte iba a ser más complicada. Tenía que acordarse de las letras de las teclas. En la tecla del número 1 recordaba que no había letras. La tecla del número 2 tenía la A, la B y la C. Hizo algunos cálculos mentales -todo el alfabeto estaba en grupos de tres letras excepto dos números, que tenían cuatro. ¿Cuáles? Mierda, había mandado muchísimos mensajes, seguro que lo tenía grabado en el cerebro, si pudiera acceder a él.
Tenían que ser las letras menos populares del alfabeto, la Q y…¿ la X o la Z?
Se lo tomó con calma y, contando con mucho cuidado, intentó recordar cómo estaba organizado su móvil. El botón del «Menú» estaba arriba a la izquierda. Una pulsación llevaba a «Mensajes». Una segunda, a «Escribir mensaje». Y una tercera llevaba a la pantalla en blanco. Luego tecleó las que esperaba que fueran las letras correctas: «Vivo. Llama policía».
La siguiente pulsación, esperó recordarlo bien, llevaba a «Enviar».
La siguiente, a «Número de teléfono».
Introdujo el número de Ashley.
El siguiente paso debería ser «Enviar».
Pulsó la tecla y, con una sensación de alivio increíble, oyó el pitido de confirmación. ¡El mensaje había salido!
Luego, sintió una punzada de pánico. Aunque el mensaje se hubiera enviado satisfactoriamente, ¿de qué iba a servirle a Ashley o a la policía? ¿Cómo diablos iban a encontrarle a partir de un mensaje? A los pocos momentos, se sumió en una desesperación más negra que la oscuridad que lo rodeaba; no obstante, se negó a abandonar. Tenía que haber una forma. «¡Piensa! ¡Piensa!»
Movió los dedos por las teclas, contando: 1-2-3-4-5-6-7-8-9.
Pulsó 1-1-2. Luego pulsó el botón de «Enviar». Unos momentos después, oyó un tono débil de llamada. Y, luego, una voz de mujer, también muy débil.
– Emergencias, ¿qué servicio?
Intentó desesperadamente hablar, pero lo único que pudo emitir fue un gruñido apenas perceptible. Oyó que la voz decía:
– ¿Diga? ¿Hola? ¿Va todo bien? Hola, hola, ¿puede identificarse? ¿Hola? ¿Le pasa algo? ¿Me oye?
Hubo un silencio. Luego, su voz otra vez.
– ¿Hola, sigue ahí?
Michael colgó y volvió a marcar. Oyó otra voz de mujer pronunciando casi idénticas palabras. Volvió a colgar. Acabarían entendiéndolo si seguía haciendo eso. Lo entenderían, ¿no?