Capítulo 66

– Dios mío, Dios mío -gritó Michael retorciéndose de dolor, y levantó la mano izquierda tanto como le permitió la cinta adhesiva que le envolvía el cuerpo, inmovilizándole los brazos a los costados. La sangre le goteaba del dedo índice cortado a la altura de la primera falange. Miró las luces cegadoras-. ¿Qué es esto? ¿Qué coño estás haciendo?

– No pasa nada, Mike, ¡relájate!

Le agarraba el brazo una mano delgada y peluda de fuerza hercúlea que lucía en la muñeca un gran reloj de submarinista. Y ahora veía la cabeza de su atacante, indefinida en las luces deslumbrantes, dos ojos tras unos agujeros en una capucha negra.

Luego vio que por el cuello de un tubo salía una crema blanca y, un momento después, sintió como si le pusieran hielo en el dedo. Volvió a gritar, el dolor era tremendamente insoportable.

– Sé lo que hago, Mike. No tienes de qué preocuparte, no se infectará. Me gustaría que me llamaras Vic. ¿Entendido? ¿Vic?

– Vhrrrr -dijo Michael con un jadeo.

– Eso está bien, tú y yo tuteándonos. Somos socios, ¿entiendes? Deberíamos tutearnos.

Su atacante sacó una venda blanca larga y le envolvió apretando con fuerza la punta sangrienta del dedo, luego siguió bajando, más y más fuerte hasta que funcionó como un torniquete. Luego, la sujetó con esparadrapo.

– Verás, Mike, tal como yo lo veo, te he salvado la vida, así que eso bien tiene que valer algo, ¿no? Y por lo que yo he leído en la prensa y visto en televisión, parece que estás forrado. Yo no, verás, ésa es la diferencia. ¿Quieres agua?

Michael asintió. Intentaba pensar con claridad, pero el dolor punzante que le entumecía el dedo se lo ponía difícil.

– Si quieres beber, tendré que quitarte la cinta de la boca. Lo haré a condición de que no grites. ¿Trato hecho, Mike?

Michael asintió con la cabeza.

Un brazo bajó hacia él. Al instante siguiente, Michael sintió como si le arrancaran la piel de la cara. Abrió la boca con un jadeo, la barbilla y las mejillas le picaban un horror. Luego, el hombre volvió a acercarse con una botella de plástico de agua abierta y volcó parte del contenido en la boca de Michael. Estaba fría y sabía bien mientras la tragaba con avidez y se derramaba y le chorreaba por la barbilla y el cuello. Entonces, el agua le entró por el otro lado y se atragantó.

El hombre retiró la botella. Michael siguió tosiendo. Cuando el ataque al fin terminó, se notó más despierto. Olió el aire frío y húmedo y el aceite de motor, como si estuviera en una especie de aparcamiento subterráneo.

– ¿Dónde estoy? -preguntó mirando a los agujeros para los ojos de la capucha.

– Tienes mala memoria, Mike. Te he dicho que no preguntaras dónde estás ni quién soy yo.

– Has… has dicho Vic… tu nombre.

– Para ti me llamo Vic, Mike.

Hubo un silencio entre ellos.

Con la cabeza cada vez más despejada, a Michael aquel hombre comenzó a darle más miedo que estar en el ataúd.

– ¿Cómo…, cómo me has encontrado?

– Me paso toda la semana por ahí con mi autocaravana, Mike. Verás, trabajo comprobando las antenas de móviles del sur de Inglaterra para las compañías telefónicas. Escucho la banda ciudadana, hablo con algunos colegas que tengo por el mundo. Cuando no hay nadie con quien hablar, recorro todas las bandas de radio, a veces escucho la radio de la policía. Con mi equipo puedo escuchar casi cualquier conversación, teléfonos móviles, lo que sea. Ya te he dicho que estuve en el cuerpo de transmisiones de los marines de Australia.

Michael asintió.

– Y el miércoles por la noche después del trabajo me tropecé con la agradable charla que manteníais Davey y tú. Seguí sintonizado el canal y recogí algunas conversaciones más entre vosotros. Vi la cobertura informativa, oí lo del ataúd. Así que me puse a darle vueltas a la cabeza y pensé: «Si yo fuera a llevar de pub en pub a mi mejor amigo, ¿por qué cogería un ataúd? ¿Quizá para esconderle en algún sitio y gastarle una especie de broma enfermiza?». Así que fui a la oficina de urbanismo de Brighton y busqué tu empresa; y, mira tú por dónde, descubrí que has solicitado un permiso urbanístico para edificar en un bosque que compraste el año pasado, justo en la zona donde organizasteis la ruta de los pubs. Me figuré que era una coincidencia o una coincidencia. Y también imaginé que, como ibais de pubs, tus colegas estarían de lo más perezosos. No querrían llevarte muy lejos. Estarías cerca de un sendero por el que pudiera pasar un vehículo.

– ¿Es ahí donde estoy? -preguntó Michael.

– Ahí es donde seguirías, amigo. Ahora háblame de ese dinero que has ido acumulando en las islas Caimán.

– ¿A qué te refieres?

– Ya te lo he dicho, escucho la radio de la policía. Tienes dinero en las islas Caimán, ¿verdad? Más de un millón, tengo entendido. ¿No sería una recompensa razonable por salvarte la vida? En mi opinión, Mike, si te pidiera el doble aún te saldría barato.

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