– ¡Eh! ¡Hola! ¡Hola! ¡Hola!
El silencio le llegó desde el satén de marfil.
– ¡Eh! ¡Ayúdame, por favor!
Michael, sollozando, pulsó el botón de «Hablar» repetidas veces.
– ¡Por favor, ayúdame! ¡Ayúdame, por favor!
Sólo interferencias.
«Lo siento, no puedo hablar. Me tiene controlado. ¿Entiendes lo que te digo?»
Una voz extraña, como de actor histriónico interpretando a un gánster americano. ¿Formaba parte de la broma? Michael se llevó las lágrimas saladas a los labios secos y cortados y, durante un instante fugaz, mortificador, saboreó la humedad antes de que su lengua las absorbiera como papel secante.
Miró el reloj. Habían pasado más horas: las nueve menos diez. ¿Cuántas horas más iba a durar aquella pesadilla? ¿Cómo iban a salirse con la suya? Seguro que Ashley, su madre, todo el mundo, por el amor de Dios, ya se habían puesto en contacto con los chicos. Llevaba ahí abajo unas…, unas…
De repente, el pánico se apoderó de él. ¿Eran las nueve menos diez de la mañana o de la noche?
Hacía sólo un rato era de tarde, ¿verdad? Había mirado el reloj cada sesenta minutos a la hora en punto. Era imposible que hubiera sido tan descuidado como para perder la pista a veinticuatro horas enteras. Tenía que ser de noche, esta noche, no mañana por la mañana.
Casi cuarenta y ocho horas.
«¿Qué coño estáis haciendo todos?»
Apretó las manos hacia abajo, para impulsarse hacia arriba un momento e intentar que le circulara un poco la sangre por el trasero entumecido. Le dolían los hombros de tenerlos encorvados, le hacían daño todas las articulaciones del cuerpo por la falta de movimiento y por la deshidratación. Conocía los peligros que suponía eso gracias a sus años de navegación. Le estallaba la cabeza. Podía detener el dolor unos segundos llevándose las manos a la cabeza y clavándose los pulgares en las sienes, pero luego volvía con la misma fuerza de antes.
– Dios santo, me caso el sábado, ¡gilipollas! ¡Sacadme de aquí! -gritó tan alto como pudo, y luego aporreó el techo y las paredes con los pies y las manos.
«Imbéciles.» Viernes por la tarde. El día antes de la boda. Tenía que ir a recoger el traje. Cortarse el pelo. Se iban de luna de miel el sábado por la noche a Tailandia; tenía un montón de trabajo que hacer en el despacho antes, antes de marcharse dos semanas. Tenía que escribir su discurso nupcial.
«Va, venga, chicos, ¡tengo que hacer muchas cosas! Ya os habéis vengado, ¿vale? Por todas las putadas que os he hecho. Me la habéis devuelto de sobra. ¡Con creces!»
Dejó caer la mano sobre la entrepierna, localizó la linterna y la encendió durante unos segundos preciosos, para racionar las pilas. El satén blanco parecía estar más cerca que nunca; la última vez que lo había mirado, le pareció que estaba a unos quince centímetros de su cara, ahora no le parecieron más de siete, como si esta caja, ataúd, o lo que fuera, se hundiera sobre él despacio, constantemente.
Cogió el tubo, que caía flácido delante de su cara; volvió a mirar por él, para intentar vislumbrar algo, pero no vio nada. Luego, comprobó que estaba pulsando el botón correcto del walkie-talkie. Pulsó primero uno y después el otro. Escuchó en primer lugar las interferencias, luego le dio al botón de «Hablar» y gritó tan fuerte como pudo. A continuación, volvió a pulsar el de «Escuchar». Nada.
– ¡Nada! -gritó-. Manda huevos.
Entonces, le vino a la mente la imagen de una sartén en la cocina de su madre. Una sartén llena de huevos, salchichas, beicon, tomates; chisporroteando, burbujeando, estallando, silbando. Podía olerlos, maldita sea, olía también el pan, friéndose en otra sartén, la lata de judías con tomate calentándose.
«Dios santo, qué hambre tengo.»
Dejó de pensar en comida, en el dolor que sentía en el estómago, tan agudo que era como si los ácidos estomacales estuvieran devorándole las paredes del estómago.
«¿Qué nos impide a los humanos digerir nuestro propio estómago?», pensó de repente. Los pensamientos se agolpaban en su mente, que comenzó a recordar retazos de información de todo tipo.
Recordó haber leído hacía algunos años una teoría sobre los ritmos circadianos. Todos los demás seres vivos del planeta vivían un ciclo de veinticuatro horas, pero los humanos no: nuestra media era de veinticinco horas y quince minutos. Se habían realizado pruebas que consistían en encerrar a seres humanos en lugares oscuros durante semanas, sin reloj. Siempre pensaban que habían estado encerrados menos tiempo del que había transcurrido en realidad.
«Genial, ahora podía ser una de sus putas ratas de laboratorio.»
Tenía la boca tan seca que los labios se le quedaban pegados y le dolía separarlos. Era como si le arrancaran la piel.
Luego volvió a enfocar la linterna hacia arriba, miró el agujero cada vez mayor que había escarbado en la madera encima de su cara, cogió el cinturón de cuero y, de nuevo, con la esquina de la hebilla de metal, se puso a rascar hacia delante y hacia atrás la teca dura -sabía lo suficiente sobre maderas como para saber que era teca, y que la teca era casi la madera más dura del mundo- con los ojos cerrados, doloridos, mientras las partículas de serrín le caían encima. Poco a poco, la hebilla fue calentándose más y más hasta que tuvo que parar para dejar que se enfriara.
«Lo siento, no puedo hablar. Me tiene controlado. ¿Entiendes lo que te digo?»
Michael frunció el ceño. ¿Quién coño era ese que ponía voz de americano?
¿Cómo podía pensar alguno de ellos que aquello era divertido? ¿Qué demonios le habían dicho a Ashley? ¿Y a su madre?
Al cabo de unos minutos, dejó de rascar, exhausto. Tenía que continuar, lo sabía. La deshidratación producía cansancio. Tenía que luchar contra el cansancio. Tenía que salir de esa puta caja. Tenía que salir y pillar a esos cabrones, y se las iban a pagar, joder.
Siguió esforzándose unos minutos más, rascando, a veces rozándose los nudillos, intentando tener los ojos bien cerrados para protegerse del serrín que caía y que hacía que le picara la cara, hasta que estuvo demasiado cansado para continuar. Dejó caer las manos y los músculos del cuello agarrotados se relajaron. Con suavidad, echó la cabeza hacia atrás.
Se quedó dormido.