Michael pulsó el botón de «Hablar».
– ¿Davey?
Silencio.
Volvió a pulsar el botón.
– ¿Davey? ¿Hola? ¿Davey?
Silencio de blanco satén. Silencio total y absoluto, que bajaba, subía, lo aprisionaba por ambos lados. Intentó mover los brazos, pero por mucho que los extendía, las paredes le devolvían la presión. También intentó estirar las piernas, pero se encontraron con lo mismo, paredes que no cedían. Dejó el walkie-talkie sobre su pecho y empujó hacia arriba la tapa de satén, que tenía a sólo unos centímetros de los ojos. Era como empujar un bloque de hormigón.
Luego, se levantó tanto como pudo, cogió el tubo rojo de goma y miró por el agujero, pero no vio nada. Se lo llevó a los labios e intentó silbar por él; pero el sonido era patético.
Se dejó caer. Tenía un dolor de cabeza atroz y muchísimas ganas de orinar. Pulsó el botón otra vez.
– ¡Davey! Davey, tengo que mear. ¡Davey!
Silencio otra vez.
De sus años de navegación, había adquirido mucha experiencia con las radios bidireccionales. «Inténtalo por otro canal», pensó. Encontró el selector de canales, pero no se movía. Pulsó más fuerte, pero tampoco se movió. Entonces vio por qué: lo habían pegado para que no pudiera cambiar de canal, para que no pudiera sintonizar el canal 16, el canal internacional de emergencias.
– ¡Eh! Ya basta, cabrones, vamos. ¡Estoy desesperado!
Se pegó el walkie-talkie a la oreja y escuchó.
Nada.
Se colocó la radio en el pecho y, luego, despacio y con gran dificultad, bajó la mano derecha, la metió en el bolsillo de la chaqueta de piel y sacó el resistente móvil sumergible que Ashley le había regalado para cuando saliera a navegar. Le gustaba porque era distinto a los típicos móviles que tenía todo el mundo. Pulsó un botón y la pantalla se encendió. Se esperanzó y, luego, volvió a hundirse en el desánimo. No tenía cobertura.
– Mierda.
Repasó la agenda hasta que llegó al hombre de su socio Mark.
«Mark mov.»
A pesar de no tener cobertura, pulsó el botón con la opción de «Marcar». No sucedió nada.
Lo intentó con Robbo, Pete, Luke y Josh sucesivamente; su desesperación iba en aumento.
Luego volvió a pulsar el botón del walkie-talkie.
– ¡Tíos! ¿Me oís? ¡Se que me oís, joder! Nada.
En la pantalla del Ericsson, la hora marcaba las 23.13. Levantó la mano izquierda hasta que vio el reloj: las 23.14.
Intentó recordar la última vez que lo había mirado. Habían pasado dos horas largas. Cerró los ojos. Se quedó pensando unos momentos, intentando imaginar exactamente qué estaba ocurriendo. A la luz fuerte, casi cegadora, de la linterna, vio la botella apretujada contra su cuello y la revista brillante. Se acercó la revista al pecho, luego maniobró hasta que la tuvo sobre la cara y quedó casi asfixiado por los pechos enormes y satinados, tan cerca de sus ojos que casi los veía borrosos. ¡Cabrones!
Cogió el walkie-talkie y pulsó el botón de «Hablar» una vez más.
– Muy divertido. Ahora dejadme salir, ¡por favor! Nada.
¿Quién coño era Davey?
Tenía la garganta seca. Necesitaba beber agua. La cabeza le daba vueltas. Quería estar en casa, en la cama con Ashley. Aparecerían dentro de unos minutos. Sólo tenía que esperar. Mañana se enterarían.
Sintió náuseas otra vez. Cerró los ojos. Todo daba vueltas, se movía. Volvió a quedarse dormido.