Grace salió de la carretera principal y cogió un camino rural, justo a las afueras de Lewes. Pasó por delante del cartel de la tienda de una granja, una cabina de teléfono y luego vio, delante de él a la izquierda, una valla alta de tela metálica rematada con alambre de púas, en parte erguida, en parte caída. Había dos puertas, abiertas del todo, que parecían no haberse cerrado desde hacía una década. Clavado a una de ellas había un cartel pintado descolorido y agrietado en el que se podía leer: «Grúas Wheeler». Al lado había otro cartel mucho más pequeño de advertencia, que decía: «¡Cuidado con el perro!».
El aspecto del lugar era lo más parecido que Grace había visto en su vida a una casa rústica. Estaba más que destartalada. Era, de lejos, el lugar más desordenado que hubiera visto nunca.
El patio estaba dominado por una gran grúa azul, aparcada entre una docena más o menos de armazones de vehículos parcial o totalmente desarmados, algunos destrozados, otros muy oxidados; había uno, un pequeño Toyota, que parecía que estuviera aparcado y que alguien hubiera robado todo lo que fuera posible robar.
Había montones de troncos serrados y por serrar, un caballete de madera, una sierra de cinta, una caseta prefabricada deteriorada, en la que había apoyado un cartel descolorido escrito con tiza que decía: «Se venden árboles de Navidad», y una casita de madera que parecía que podía derrumbarse en cualquier momento.
Mientras entraba y apagaba el motor del coche, oyó los ladridos fieros y graves de un perro guardián, que rompieron la tranquilidad silenciosa de la tarde cálida, y Grace se quedó por prudencia en el coche unos momentos, esperando a que apareciera el sabueso. En lugar de eso, la puerta de la casita se abrió y apareció un hombre corpulento. De unos cincuenta años, tenía el pelo ralo y grasiento, barba crecida y una barriga cervecera enorme que apenas podía contener debajo de la camiseta de malla y que sobresalía por encima de la hebilla del pantalón del peto marrón, como una alud a punto de precipitarse montaña abajo.
– ¿Señor Wheeler? -dijo Grace mientras se acercaba, recelando aún de los ladridos del perro, que cada vez eran más fuertes y graves.
– ¿Sí?
El hombre tenía un rostro amable, ojos grandes y tristes y manos enormes y sucias. Olía a cuerda y a aceite de motor.
Grace sacó su placa y la levantó para que el hombre la viera.
– Soy el comisario Grace, del Departamento de Investigación Criminal de Sussex. Siento mucho lo de su hijo.
El hombre se quedó quieto, impasible, luego Grace vio que comenzaba a temblar. Cerró las manos con fuerza y le cayó una lágrima de cada ojo.
– ¿Quiere entrar? -dijo Phil Wheeler, con voz más que titubeante.
– Si tiene unos minutos, se lo agradecería.
Por dentro, la casa estaba casi como por fuera y el hedor que desprendía el lugar revelaba a un gran fumador. Grace siguió al hombre a un salón lúgubre con un sofá, dos sillones y un televisor grande y viejo. Casi cada centímetro del suelo y de los muebles estaba cubierto de revistas de motos, revistas de música country y carátulas de discos de vinilo. Sobre el aparador, había una fotografía de una mujer rubia con las manos en los hombros de un niño pequeño montado en una escúter y algunos adornos de porcelana barata, pero absolutamente nada en las paredes. Un reloj en la repisa de la chimenea, incrustado en el vientre de un caballo de carreras de porcelana desportillada, marcaba las siete y diez. A Grace le sorprendió, al consultar su propio reloj, que fuera, más o menos, preciso.
Retirando varias carátulas de discos de un sillón, Phil Wheeler dijo, a modo de explicación:
– A Davey le gustaba esta música, solía ponerla todo el tiempo, le gustaba coleccionar… -Calló y salió de la habitación-. ¿Un té? -le preguntó.
– No, gracias -dijo Grace, que no estaba seguro de qué clase de higiene reinaría en la cocina.
La mayoría de los inspectores jefe habrían delegado este nivel de interrogatorio a un policía de rango inferior, pero Grace siempre había creído en trabajar sobre el terreno personalmente. El funcionaba así; era uno de los aspectos del trabajo policial que le parecían más interesantes y gratificantes, aunque, a veces, como ahora, resultaba muy difícil.
Al cabo de un par de minutos, Phil Wheeler regresó a la habitación moviéndose pesadamente, apartó un fajo de revistas y algunas carátulas más del sofá y se acomodó en él. Luego se sacó una lata de tabaco del bolsillo. La abrió con el pulgar, sacó un paquete de papel de fumar y luego procedió, con una mano, a liarse un cigarrillo. Grace no pudo evitar observarle: siempre le había fascinado que alguien pudiera hacer aquello.
– Señor Wheeler, tengo entendido que su hijo le contó que había mantenido conversaciones por walkie-talkie con una persona que está desaparecida, Michael Harrison.
Phil Wheeler pasó la lengua por el papel y selló el cigarrillo.
– No puedo entender por qué alguien querría hacerle daño a mi niño. Era la persona más amable del mundo. -Sosteniendo el cigarrillo sin encender, barrió el aire con la mano-. El pobre chico tuvo, ya sabe, una hidrocefalia, una encefalitis. Era lento, pero caía bien a todo el mundo.
Grace sonrió apenado.
– Tenía muchos amigos en la policía de tráfico.
– Era buen chaval.
– Eso tengo entendido.
– Era mi vida.
Grace esperó. Wheeler encendió el cigarrillo con una cerilla que cogió de una caja de Swan Vesta y, unos momentos después, el humo dulce flotó hacia Grace. Respiró hondo, disfrutando del olor, pero no de la tarea. Hablar con las personas que acababan de perder a un ser querido siempre había sido, en su opinión, el peor aspecto del trabajo policial.
– ¿Puede contarme algo sobre las conversaciones que mantuvo? ¿Sobre el walkie-talkie?
El hombre dio una calada y, mientras hablaba, una gran bocanada de humo le salió por la boca y la nariz.
– Me enfadé bastante con él, el…, no sé, el viernes o el sábado. No sabía que tenía esa cosa. Al final me contó que lo había encontrado cerca de ese terrible accidente que tuvieron los cuatro chicos el martes por la noche.
Grace asintió con la cabeza.
– No dejaba de hablar de su nuevo amigo. Para serle sincero, no le presté demasiada atención. Davey vivía, ¿cómo decirlo? Vivía en su pequeño mundo la mayoría del tiempo. Siempre mantenía conversaciones con gente dentro de su cabeza. -Dejó el cigarrillo en un cenicero de lata, luego se secó los ojos con un pañuelo estrujado y se sorbió la nariz-. Siempre estaba hablando. A veces, tenía que desconectar, si no, me habría vuelto loco.
– ¿Recuerda lo que le dijo sobre Michael Harrison?
– Estaba muy emocionado, creo que fue el viernes. Le habían dicho que podría ser un héroe. Verá, le encantaban las series de televisión americanas de policías, siempre quería ser un héroe. No dejaba de hablar de que sabía dónde estaba alguien y que él era la única persona del mundo que lo sabía y que era su oportunidad de ser un héroe; pero no le presté demasiada atención. Había tenido un día muy ocupado, tuvimos que remolcar dos coches accidentados. No lo relacioné.
– ¿Tiene el walkie-talkie?
Wheeler negó con la cabeza.
– Davey debió de llevárselo con él.
– ¿Conducía?
Negó con la cabeza.
– No. A veces le gustaba coger el volante de la grúa, yo le dejaba si íbamos por una carretera tranquila. Ya sabe, coger el volante con una mano; pero no, no conducía, no era apto. Tenía una bicicleta de montaña, pero eso era todo.
– Lo encontramos a unos diez kilómetros de aquí. ¿Cree que fue a buscar a Michael Harrison? ¿Para intentar ser un héroe?
– El sábado por la tarde yo tuve que ir a remolcar un coche. No quiso venir conmigo, me dijo que tenía un asunto importante.
– ¿Un asunto importante?
Phillip Wheeler se encogió de hombros con tristeza.
– Le gustaba creer que era importante.
Grace sonrió, pensando para sus adentros «como a todos».
– ¿Dedujo algo por lo que le contó Davey sobre dónde podría estar Michael Harrison? -le preguntó luego.
– No, no se me ocurrió relacionarlo, así que no presté demasiada atención a lo que decía.
– ¿Sería posible ver el cuarto de su hijo, señor Wheeler?
Phil Wheeler señaló con el dedo detrás de Grace.
– En la caseta prefabricada. A Davey le gustaba vivir allí. Puede entrar. Por favor, no se moleste si no le acompaño. Yo… -Sacó su pañuelo.
– No pasa nada, lo entiendo.
– Está abierta.
Grace cruzó el patio y se dirigió a la caseta. El perro al que aún no había visto, y que creía que debía estar al fondo de la propiedad, comenzó a ladrar de nuevo, incluso con mayor agresividad. Clavado a la pared junto a la puerta había un cartel de advertencia a los intrusos que advertía: «¡Respuesta armada!».
Comprobó el pomo de la puerta, luego la abrió, entró y pisó las losetas de moqueta, varias de las cuales tenían los bordes levantados, pero la mayoría estaban cubiertas de calcetines, calzoncillos, camisetas, envoltorios de caramelos, una caja de hamburguesa del McDonald's abierta, con la tapa manchada de kétchup solidificado, componentes de coche, tapacubos, matrículas americanas antiguas y varias gorras de béisbol. El cuarto estaba incluso más desordenado que la casa y apestaba a pies, lo cual le recordó a los vestuarios de los colegios.
Gran parte del espacio del cuarto estaba ocupado por una cama y un televisor inestable que se debatía entre el blanco y negro y el color, en el cual vio los créditos de Ley y orden. A Grace nunca le había gustado ver series británicas de policías; siempre se irritaba cuando sacaban procedimientos equivocados o decisiones estúpidas de los investigadores. Las series americanas de policías parecían más emocionantes, más equilibradas; pero quizá se debiera a que no conocía suficientemente bien los procedimientos policiales estadounidenses para ser crítico.
Echó un vistazo a su alrededor y vio que las paredes estaban empapeladas con anuncios que parecían arrancados de revistas. Mirando más detenidamente, identificó que todos ellos correspondían a cosas americanas: coches, armas, comida, bebidas, vacaciones.
Tras pasar por delante de la caja de hamburguesa, miró un ordenador Dell muy antiguo, con un disquete saliendo de la parte delantera del procesador, que compartía mesa con un paquete de Twinkies, un Bart Simpson de plástico de quince centímetros y un trozo grande de papel de carta a rayas en el que había unas anotaciones a boli escritas con letra de niño.
Grace miró atentamente la nota y vio que era un diagrama rudimentario. Junto a dos grupos de líneas paralelas había garabateado: «A 26. Norte Krowburg, Dovle guardaganado. 2 kilómetros. Cavaña vlanca».
Era un mapa.
Debajo, vio una secuencia de números: 0771 52136. Parecía un número de móvil y lo marcó, pero no sucedió nada.
Pasó veinte minutos más rebuscando por todo el cuarto, abriendo todos los cajones, pero no encontró nada más de interés. Luego llevó el papel a la casa y se lo mostró a Phil Wheeler.
– ¿Le habló Davey de esto?
Phil Wheeler negó con la cabeza.
– No.
– ¿Le dicen algo estas indicaciones?
– «¿Doble guardaganado, dos kilómetros, una cabaña blanca?» No, no me dicen nada.
– ¿Y el número? ¿Lo reconoce?
Wheeler miró el número y leyó todos los dígitos en voz alta.
– No, no es ningún número que yo conozca.
Grace decidió que ya tenía todo lo que iba a conseguir del hombre aquella noche. Se levantó, le dio las gracias y volvió a decirle cuánto sentía lo que le había ocurrido a su hijo.
– Sólo coja al cabrón que lo hizo, comisario. Al menos haga eso, por mí y por Davey. ¿Lo hará?
Grace le prometió que haría todo lo que estuviera en su mano.