Ashley parecía un fantasma. Su largo pelo castaño enmarcaba un rostro tan pálido como el de los pacientes que estaban tumbados en las camas de la sala que tenía detrás, entre un bosque de respiradores, goteros y monitores. Estaba apoyada en el mostrador de la recepción de la sala de enfermeras en la UCI del hospital del condado de Sussex. Su vulnerabilidad hacía que estuviera más guapa que nunca, a los ojos de Mark.
Embotado tras pasar la noche en vela, vestido con un traje fino y unos mocasines negros Gucci inmaculados, se acercó a ella, la rodeó con los brazos y la abrazó con fuerza. Miró una máquina expendedora, un dispensador de agua y un teléfono público con una pequeña cúpula de plástico. Los hospitales siempre le ponían los pelos de punta. Le sucedía desde que fue a visitar a su padre, que había sufrido un ataque al corazón casi mortal, y vio a aquel hombre tan fuerte en su día con un aspecto tan frágil, tan patético, inútil y asustado. Estrechó a Ashley tanto por sí mismo como por ella. Cerca de su cabeza, un cursor parpadeaba en una pantalla de ordenador verde.
Ella se agarró a él como si fuera un mástil solitario en un océano zarandeado por la tormenta.
– Oh, Mark, gracias a Dios que estás aquí.
Una enfermera estaba ocupada al teléfono; daba la impresión de que hablaba con un familiar de alguien de la unidad. La otra de detrás del mostrador, cerca de ellos, tecleaba algo en un ordenador.
– Es terrible -dijo Mark-. No me lo puedo creer.
Ashley asintió, tragando saliva con fuerza.
– Si no hubiera sido por la reunión, habrías estado…
– Lo sé. No dejo de pensarlo. ¿Cómo está Josh?
El pelo de Ashley olía a recién lavado y su aliento ligeramente a ajo, algo que apenas notó. Las chicas habían celebrado su despedida de soltera anoche, en algún restaurante italiano.
– No está bien. Zoe está con él.
Señaló y Mark siguió la línea de su dedo, a través de varias camas, de respiradores que silbaban y del parpadeo de las pantallas digitales, hasta el fondo de la sala, donde vio a la mujer de Josh sentada en una silla. Llevaba una sudadera blanca y pantalones anchos, tenía el cuerpo encorvado y los rizos rubios desgreñados le tapaban la cara.
– Michael aún no ha aparecido. ¿Dónde está, Mark? Seguro que lo sabes, ¿no?
Cuando la enfermera concluyó la llamada, sonó el teléfono y se puso a hablar de nuevo.
– No tengo ni idea -dijo-. No tengo la menor idea.
Ashley lo miró ahora con dureza.
– Pero llevabais semanas planeándolo. Lucy dice que ibais a vengaros de Michael por todas las bromas que les gastó a los otros antes de que se casaran.
Mientras se separaba de él un paso, apartándose el pelo de la frente, Mark vio que se le había corrido el rímel. Ashley se secó los ojos con la manga.
– Quizá los chicos cambiaran de opinión en el último momento -dijo-. Se les ocurrieron toda clase de ideas, claro, como echarle algo en la bebida y meterlo en un avión a algún sitio, pero logré convencerles de que no lo hicieran; al menos eso creía yo.
Ashley esbozó una sonrisa tenue de agradecimiento. Él se encogió de hombros.
– Sabía lo preocupada que estabas, ya sabes, por si hacíamos alguna estupidez.
– Lo estaba, estaba preocupadísima. -Miró a la enfermera, luego se sorbió la nariz-. Entonces, ¿dónde está?
– ¿Seguro que no estaba en el coche?
– Segurísimo. He llamado a la policía. Me han dicho que…, me han dicho…, me han… -Se echó a llorar.
– ¿Qué te han dicho?
– Que no pueden hacer nada -le espetó en un estallido de rabia.
Sollozó un poco más, esforzándose por contenerse.
– Dicen que han inspeccionado a fondo la escena del accidente y que no hay rastro de él y que seguramente estará durmiendo la mona en algún lugar.
Mark esperó a que se calmara, pero Ashley siguió llorando.
– Quizá sea verdad.
Ashley negó con la cabeza.
– Me prometió que no se emborracharía. -Mark la miró. Al cabo de un momento, Ashley asintió-. Era su despedida de soltero, ¿verdad? Eso es lo que hacéis los tíos en las despedidas de soltero, ¿no? Cogeros un pedo.
Mark bajó la mirada a las losetas de moqueta gris.
– Vamos a ver a Zoe -le dijo.
Ashley le siguió por la sala, unos metros por detrás de él. Zoe era una belleza esbelta; a Mark aún se lo pareció más cuando le puso la mano en el hombro y notó el hueso duro debajo del tejido suave de su sudadera de diseño.
– Dios santo, Zoe, lo siento.
Ella le dio las gracias encogiéndose de hombros levemente.
– ¿Cómo está?
Mark esperaba que la preocupación en su voz sonara auténtica.
Zoe volvió la cabeza y lo miró, los ojos rojos, las mejillas casi translúcidas sin maquillaje, surcadas de lágrimas.
– No pueden hacer nada -dijo-. Le han operado y ahora sólo podemos esperar.
Tenía conectados dos bombas de infusión que le administraban antibióticos por vía intravenosa, tres goteros y un respirador, que emitía un silbido constante, suave y estremecedor. Una serie de datos y líneas onduladas cambiaban continuamente en el monitor de la máquina.
El tubo que salía de la boca de Josh acababa en una pequeña bolsa con una llave al final, llena hasta la mitad de un líquido oscuro. Había un montón de tubos con etiquetas amarillas allí donde dejaban las bombas y los goteros y con etiquetas blancas escritas a mano en el otro extremo. De debajo de las sábanas y de la cabeza de Josh, salían cables que alimentaban las pantallas digitales y los gráficos con fluctuaciones. La piel que Mark podía ver era del color del alabastro. Su amigo parecía un experimento de laboratorio.
Mark apenas miró a Josh. Miraba las pantallas, intentando interpretarlas, averiguar qué decían. Intentaba recordar, de cuando estuvo en aquella misma sala junto a su padre moribundo, cuál era el electrocardiograma, cuál el oxígeno en sangre, cuál la tensión, y qué significaban. Y leía las etiquetas de los goteros. Manitol. Pentastarch. Morfina. Midazolam. Noradrenalina. Y pensaba. Josh siempre lo había tenido todo. Un buen físico, unos padres ricos. El perito tasador de seguros, siempre calculando, planificando su vida, hablando eternamente de planes a cinco años, a diez años, de objetivos vitales. Fue el primero de la pandilla en casarse, puesto que quería tener hijos pronto y ser aún joven para disfrutar de la vida cuando éstos fueran mayores. Casarse con la esposa perfecta, la querida niña rica Zoe, totalmente fértil, le permitió hacer realidad su plan. Le había dado dos niños igualmente perfectos, uno detrás del otro.
Mark repasó rápidamente la sala, fijándose en las enfermeras, los médicos, marcando sus posiciones. Luego, sus ojos se posaron en los goteros que entraban en el cuello de Josh y en el dorso de su mano, justo detrás de la etiqueta de plástico con su nombre. Después, pasaron al respirador. Luego, subieron hasta el electrocardiógrafo. Se oirían pitidos de aviso si bajaba demasiado el ritmo cardiaco o el nivel de oxígeno en sangre.
Que Josh sobreviviera sería un problema; se había pasado despierto la mayor parte de la noche pensando en eso y había llegado a la conclusión, a regañadientes, de que se trataba de una opción que no podía contemplar.