Capítulo 17

En la pantalla inestable del televisor de la caseta prefabricada, caóticamente desordenada y anexa a la casa de su padre a las afueras de Lewes, con vistas al depósito lleno de coches accidentados, Davey veía la serie de policías americana Ley y orden. Su personaje favorito, un poli perspicaz llamado detective Reynaldo Curtis, miraba a un delincuente, agarrándolo por la papada con el puño cerrado.

– Te tengo controlado, ¿entiendes lo que te digo? -le dijo con un gruñido.

Davey, con sus vaqueros anchos y la gorra de béisbol bien calada, estaba tumbado en su sofá andrajoso masticando un Twinkie de una remesa que le llegaba todas las semanas de Estados Unidos por correo.

– ¡Sí, cerdo! Te tengo controlado, ¿entiendes lo que te digo? -gritó.

Los restos de la cena de Davey -un cuarto de libra y patatas fritas- descansaban en las losetas de alfombra onduladas entre montones de basura, la mayor parte de la cual la había rescatado trabajando con su padre y cubría casi cada centímetro del suelo, el estante y la mesa de sus dominios.

A su lado, estaban los trozos del walkie-talkie que había encontrado hacía un par de noches. Quería intentar arreglarlo, pero aún no había encontrado el momento. Por hacer algo, cogió la caja principal y la miró.

La cubierta estaba muy dañada. Había un trozo de plástico suelto con rebordes y dos pilas AAA que había recogido de la carretera cuando se le había caído. Su intención había sido repararlo, pero por algún motivo se le había ido de la cabeza. Se le iban de la cabeza muchas cosas. La mayoría le venían a la mente con la misma rapidez con que se marchaban.

Cosas.

Siempre había cosas que no tenían sentido.

La vida era un rompecabezas al que siempre le faltaban piezas. Las importantes. Ahora había cuatro piezas para el rompecabezas del walkie-talkie. La caja rota, las dos pilas y la cosa que parecía una tapa.

Se acabó el Twinkie, lamió el envoltorio y lo tiró al suelo.

– ¿Entiendes lo que te digo? -le dijo a nadie. Entonces, se inclinó hacia delante, recogió la caja de la hamburguesa y rebañó el kétchup con el dedo-. ¡Sí! Te tengo controlado, ¿entiendes lo que te digo?

Se rio. Comenzaron los anuncios. Una idiota mediática de voz melosa hablaba de las cuotas de una sociedad de crédito hipotecario. Davey empezó a impacientarse.

– Vamos, nena, ponme la serie otra vez -dijo.

Pero apareció otro anuncio. En la pantalla, un bebé gateaba por la moqueta hablando con voz grave de adulto. Davey se quedó mirando unos momentos, incapaz de moverse, preguntándose cómo podía ser que un bebé hablara así. Luego, su atención volvió a centrarse en el walkie-talkie. Tenía una antena plegable, que subió al máximo. Después, la volvió a bajar.

– ¡Criiinc! -dijo. Luego, volvió a subirla-. ¡Criiinc!

Señaló con ella la pantalla del televisor y miró su objetivo, apuntando como si fuera un rifle. Luego, volvió a comenzar la serie.

Miró su flamante reloj, que le había regalado ayer su padre, por su cumpleaños. Era para cronometrar carreras de coches y tenía todo tipo de botones, esferas y pantallas digitales que aún no entendía del todo leyendo el manual de instrucciones. Su padre le había prometido que le ayudaría a leerlo, a entender las palabras difíciles. Tenía que funcionar todo a la perfección para este domingo, para el Gran Premio de Mónaco: era importante que lo tuviera a punto para entonces.

Llamaron a la puerta, luego ésta se abrió unos centímetros. Era su padre, que llevaba una gorra de caza con orejeras, una cazadora vieja destrozada y botas de agua.

– Cinco minutos, Davey

– ¡Nooo! Están dando Ley y orden. ¿No pueden ser quince?

El humo del cigarrillo entró en la habitación. Davey vio el brillo rojo cuando su padre dio una calada.

– Si quieres venir a cazar conejos, tenemos que marcharnos dentro de cinco minutos. Ya debes de haber visto todos los episodios de Ley y orden que han dado.

Acabaron los anuncios y la serie volvía a empezar. Davey se llevó un dedo a los labios. Con una sonrisa y fingiendo desesperación, Phil Wheeler salió del cuarto.

– Cinco minutos -dijo mientras cerraba la puerta.

– ¡Diez! -gritó Davey, ahora con acento americano-. ¡Es un trato! ¿Entiendes lo que te digo?

Davey volvió a centrarse en el walkie-talkie y pensó que sería «guay» llevárselo a cazar conejos. Miró atentamente el compartimento de las pilas, vio cómo se suponía que iban colocadas y las puso. Luego, pulsó uno de los dos botones que había en un lado. No pasó nada. Lo intentó con el segundo botón y al instante se oyeron unas interferencias.

Se llevó el altavoz a la oreja y escuchó. Sólo se oían interferencias. Y luego, de repente, una voz de hombre tan fuerte que podría haber estado con él en la habitación.

– ¿Hola?

Davey se asustó y el walkie-talkie se le cayó al suelo.

– ¿Hola? ¿Hola?

Davey se quedó mirándolo, con una sonrisa de oreja a oreja. Entonces, volvieron a llamar a la puerta.

– Tengo tu arma, ¡vamos! -gritó su padre.

Luego, como temía que su padre se enfadara si veía el walkie-talkie -se suponía que no debía coger nada que encontrara en las inmediaciones de un accidente-, Davey se agachó, pulsó el otro botón, que imaginó que sería el de «Hablar», y dijo en voz baja y con acento americano:

– Lo siento, no puedo hablar. Me tiene controlado. ¿Entiendes lo que te digo?

Guardó el walkie-talkie debajo de la cama, salió corriendo de la habitación y dejó que el televisor y el detective Reynaldo Curtis se las arreglaran sin él.

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