Capítulo 29

Diez minutos después, estaban sentados a una mesa inestable en un rincón de un pub rural casi desierto, Grace con una pinta de Guiness entre las manos y Branson con una coca-cola light, mientras esperaban a que llegara la comida. A su lado tenían una chimenea grande y tenebrosa con troncos amontonados sin encender y en las paredes había colgada una colección de herramientas agrícolas antiguas. Era la clase de pub que le gustaba a Grace, un auténtico pub rural antiguo. Detestaba los bares temáticos con nombres falsos que, insidiosamente, formaban parte cada vez más del paisaje sin personalidad de todas las ciudades.

– ¿Has investigado el teléfono móvil?

– Esta tarde deberían llegarme los informes -dijo Branson.

– ¿Un número 12?

Grace alzó la vista y vio a una camarera que llevaba una bandeja con su comida. Pastel de carne para él, filete de pez espada y ensalada para Glenn Branson.

Grace clavó el cuchillo en el sebo blando y, al instante, emergieron de él vapor y salsa.

– Eso es un infarto instantáneo en bandeja -le reprendió Branson-. ¿Sabes lo que es el sebo? Grasa de ternera. ¡Bah!

– No es lo que comes, sino preocuparte por lo que comes. Preocuparte es lo que te mata -dijo Grace mientras rociaba el plato con mostaza.

Branson se llevó un trozo de pescado a la boca. Mientras masticaba, Grace continuó.

– He leído que los niveles de mercurio en los peces del mar, debido a la contaminación, son altamente peligrosos. No deberías comer pescado más de una vez a la semana.

Branson empezó a masticar más despacio, parecía incómodo.

– ¿Dónde leíste eso?

– Era un informe del Nature, creo. Es la revista científica más respetada del mundo. -Grace sonrió, disfrutando de la expresión del rostro de su amigo.

– Mierda, comemos pescado… casi todas las noches. ¿Mercurio, dices?

– Acabarás como un termómetro.

– No tiene gracia, quiero decir… -Dos pitidos agudos seguidos le hicieron callar.

Grace sacó el móvil del bolsillo y miró la pantalla: «¿Por qué no respondes a mi mensaje, Campeón? Besos, Claudine».

– Dios mío, lo que me faltaba -dijo-. Una psicópata que hierve conejos.

Branson levanto las cejas.

– Buena carne, la de conejo. De granja.

– Esta no es saludable y no come carne. Me refiero a una psicópata que hierve conejos como Glenn Close en aquella película.

– ¿Te refieres a Atracción fatal? Michael Douglas y Anne Archer, 1987. Una película genial. La pusieron en Sky el domingo.

Grace le enseñó el mensaje.

Branson sonrió burlonamente.

– Así que Campeón, ¿eh?

– Nunca llegó tan lejos y nunca llegará.

Luego sonó el móvil de Branson. Lo sacó del bolsillo de su chaqueta y contestó.

– Glenn Branson. ¿Sí? De acuerdo, genial. Estaré ahí dentro de una hora. -Terminó la llamada y dejó el teléfono sobre la mesa. Mirando a Grace, dijo-: Acaba de llegar el informe del móvil Vodafone de Michael Harrison. ¿Quieres venir al despacho y ayudarme con él?

Grace lo pensó un momento, luego consultó su agenda en el Blackberry. Se había dejado la tarde libre con la intención de ordenar el papeleo relacionado con el juicio contra Suresh Hossain que Alison Vosper le había solicitado en la reunión de las 12.30 y luego leer el informe sobre el caso de Tommy Lytle; pero este último llevaba esperando veintisiete años y, de todas formas, un día más no iba a cambiar mucho las cosas, mientras que la desaparición de Michael Harrison era urgente. En especial para la novia; sabía lo desgarrador que era que un ser querido desapareciera. En estos momentos, si podía ayudar en algo, iba a hacerlo.

– De acuerdo -dijo-. Sí.

Branson se comió la ensalada y no tocó el resto del pescado, mientras Grace atacaba el pastel de carne con entusiasmo.

– Hace un tiempo leí -le dijo a Branson- que los franceses beben más vino tinto que los ingleses, pero viven más. Los japoneses comen más pescado que los ingleses, pero beben menos vino y viven más. Los alemanes comen más carne roja que los ingleses, y beben más cerveza, y también viven más. ¿Sabes cuál es la moraleja de la historia?

– No.

– No es lo que comes o bebes lo que te mata, sino hablar inglés.

Branson sonrió burlonamente.

– No sé por qué me caes bien. Siempre te las arreglas para hacer que me sienta culpable por algo.

– Pues encontremos a Michael Harrison. Luego podrás disfrutar del fin de semana.

Branson apartó el pescado a un lado del plato y apuró la coca-cola.

– Esa cosa está llena de aspartamo -dijo Grace mirando el vaso de Glenn con desaprobación-. Leí una teoría en Internet que decía que podía causar lupus.

– ¿Qué es el lupus?

– Es mucho peor que el mercurio.

– Gracias, Campeón.

– Vaya, estás celoso.


Al entrar en el edificio de seis plantas de aspecto gastado que albergaba la comisaría de policía de Brighton por el aparcamiento de la parte trasera, Grace sintió una punzada de nostalgia. Aquel edificio tenía fama de ser la comisaría con más ajetreo de Gran Bretaña. Era un hervidero y le había encantado trabajar allí durante casi quince años. Era el bullicio lo que más echaba de menos en su puesto actual en tranquilidad relativa de las dependencias del Departamento de Investigación Criminal, situado a las afueras de la ciudad.

Mientras subían las escaleras de cemento, con paredes azules a ambos lados, donde estaban clavados los tablones de anuncios con actos y procedimientos tan familiares para él, olió que seguía estando en una comisaría ajetreada. No era el olor de los hospitales, ni de los colegios, ni de un edificio de la Administración; era el olor de la energía.

Pasaron de largo por el tercer piso, donde había tenido su despacho, y recorrieron un pasillo de la cuarta planta; pasaron por delante de un gran cartel que dominaba la totalidad de un tablón de anuncios con la leyenda: «índice global de detención criminal. Abril. 27,8 %». Luego siguió a Branson hasta el despacho largo y estrecho que su compañero estaba organizando como centro de investigaciones para el caso de Michael Harrison. Seis mesas, cada una con un ordenador. Dos estaban ocupadas, ambas por agentes que conocía y que le caían bien: el detective Nick Nicholl y la sargento Bella Moy. Había un rotafolio sobre un caballete y una pizarra blanca en la pared, junto a un mapa a gran escala de Sussex, en el que había repartidos alfileres de colores.

– ¿Un café? -le ofreció Branson.

– Por ahora no.

Se detuvieron en la mesa de Bella, que estaba cubierta de fajos de papeles ordenados, en medio de los cuales había una caja abierta de Maltesers.

– Tengo el informe del Vodafone de Michael Harrison desde el martes por la mañana hasta las nueve de esta mañana -dijo la sargento señalando los papeles-. También he pensado que sería buena idea conseguir los de los cuatro chicos que iban con él.

– Bien pensado -dijo Branson, impresionado por su iniciativa.

La sargento señaló la pantalla del ordenador, en la que había un mapa.

– He marcado aquí todas las antenas de las redes de móviles que utilizaban los cinco chicos: Orange, Vodafone y T-Mobile. La frecuencia con la que operan Orange y T-Mobile es mayor que la de Vodafone, que es la compañía de Michael Harrison. La última señal emitida por su móvil proviene de la estación base de la antena de Pippingford Park en la A 22; pero he descubierto que no podemos confiar en que sea la más cercana, porque si la red está saturada envía las señales a la siguiente antena disponible.

«Esta jovencita va a llegar lejos», pensó Grace.

– ¿Qué distancia hay entre las antenas? -dijo tras examinar el mapa unos momentos.

– En ciudad, unos quinientos metros; no obstante, en el campo puede haber varios kilómetros.

Por experiencia, Grace sabía que las compañías de telefonía móvil utilizaban una red de antenas de radio que funcionaban como balizas. Los móviles, estuvieran operativos o comunicando, enviaban señales constantemente a la baliza más cercana. Era sencillo trazar los movimientos de cualquier usuario de móvil a partir de esa información; aun así, era obvio que se trataba de una tarea mucho más fácil en la ciudad que en el campo.

Bella se levantó y se dirigió al mapa de Sussex colgado en la pared. Señaló un alfiler azul en el centro de Brighton, rodeado de un alfiler verde, otro lila, otro amarillo y otro blanco.

– He marcado el teléfono de Michael Harrison con alfileres azules. Los otros cuatro que iban con él tienen colores distintos.

Grace siguió su dedo mientras hablaba.

– Podemos ver que los cinco alfileres estuvieron juntos desde las siete de la tarde hasta las nueve. -Señaló tres puntos distintos-. En cada uno de estos lugares hay un pub -dijo-. Pero aquí es donde la cosa se pone interesante. -Señaló un punto a unos kilómetros al norte de Brighton-. Aquí los cinco alfileres están juntos. Luego, sólo tenemos cuatro. Aquí.

– Verde, lila, amarillo y blanco -dijo Branson-. Azul, no.

– Exacto-dijo ella.

– ¿Qué movimientos del alfiler azul hay después?

– Ninguno -dijo ella con rotundidad.

– Así qué se separaron -dijo Grace-. ¿Sobre las ocho cuarenta y cinco?

– A menos que se le cayera el móvil en alguna parte.

– Por supuesto.

– ¿Así que estamos hablando de un radio de ocho kilómetros, a unos veinticinco kilómetros al norte de Brighton? -dijo Glenn Branson.

– ¿Su teléfono sigue emitiendo señales? -preguntó Grace, distraído por la combinación de inteligencia y belleza de Bella.

Ya conocía a aquella mujer, pero nunca se había fijado en ella de verdad. Tenía una cara muy bonita y, a menos que llevara relleno en el sostén, unos pechos realmente grandes (algo que siempre le había excitado). Desconectó su mente de ella y volvió a centrarse en el trabajo. Luego lanzó una mirada a la mano de Bella para ver si llevaba alianza. Un anillo de zafiros, pero no en el dedo anular. Archivó el dato.

– La última señal fue a las ocho cuarenta y cinco de la noche del martes. Desde entonces, nada.

– ¿Tú qué opinas, Bella? -le preguntó Grace.

Ella lo pensó unos momentos, mirándolo fijamente con sus ojos azules y vivos; pero su expresión no transmitía más que deferencia formal hacia un superior.

– He hablado con un técnico de la compañía telefónica. Dice que su móvil o bien está apagado, y lleva apagado desde el martes por la noche, o bien está en una zona donde no hay cobertura.

Grace asintió.

– Este tal Michael Harrison es un hombre de negocios ambicioso y ocupado. Va a casarse mañana por la mañana con una mujer muy guapa, por lo que dicen todos. Veinte minutos antes de un accidente de coche en el que se matan cuatro de sus mejores amigos, se le muere el teléfono. Durante el último año, ha estado transfiriendo a escondidas dinero de su empresa a una cuenta corriente de las islas Caimán: un millón de libras como mínimo, que nosotros sepamos. Y su socio, que debería haber estado en esa despedida de soltero mortal, no apareció por algún motivo. ¿Son correctos los hechos hasta aquí?

– Sí -dijo Glenn Branson.

– Así que podría estar muerto. O podría haber preparado una forma inteligente de esfumarse.

– Tenemos que inspeccionar la zona que Bella ha cercado. Ir a todos los pubs en los que podrían haber estado. Hablar con todas las personas que lo conocen.

– ¿Y luego?

– Hechos, Glenn. Primero, reunamos todos los hechos. Si no nos conducen a él, podemos comenzar con las especulaciones.

Sonó el teléfono de la mesa de Bella. La sargento contestó y, casi al instante, su expresión anunció que era importante.

– ¿Está seguro? -dijo-. ¿Desde el martes? ¿No puede estar seguro si fue el martes? ¿Nadie más pudo cogerlo? -Al cabo de unos momentos, dijo-: No, estoy de acuerdo. Gracias, podría ser muy importante. ¿Puede darme su número de teléfono?

Grace la observó mientras anotaba en una libreta «Sean Houlihan», seguido de un número.

– Gracias, señor Houlihan, muchísimas gracias. Le volveremos a llamar.

Colgó y miró a Grace y luego a Branson.

– Era el señor Houlihan, el propietario de la funeraria donde trabajaba Robert Houlihan, su sobrino. Acaban de descubrir que les falta un ataúd.

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