El agua seguía subiendo, dos centímetros y medio cada tres horas, según calculó Michael. Ahora le llegaba justo por debajo de las orejas. Temblaba de frío y tenía fiebre.
Había trabajado frenéticamente toda la noche, rascando con el cristal, y ahora le quedaba un último fragmento de la botella de whisky; le dolían los brazos del cansancio. Había escarbado un agujero profundo en la tapa, pero aún no había llegado a la parte exterior.
Ahora controlaba el tiempo: rascaba dos horas, descansaba media; imaginaba que estaba navegando; pero iba perdiendo. El agua subía más deprisa de lo que se ensanchaba el agujero. Tendría la cabeza debajo del agua antes de que el agujero fuera lo suficientemente ancho para salir.
Cada quince minutos pulsaba el botón de «Hablar» del walkie-talkie, pero lo único que le llegaba eran interferencias.
Eran las 11.03 de la mañana del viernes.
Siguió rascando, le llovía constantemente polvo de cristal y tierra húmeda, el último fragmento de cristal se reducía a cada minuto que pasaba. Pensaba, pensaba todo el tiempo. Cuando el cristal se acabara aún le quedaría la hebilla del cinturón. Y cuando se acabara ésta, ¿qué otros instrumentos tendría para rascar la madera? ¿La lente de la linterna? ¿Las pilas?
Oyó un silbido agudo cuando el walkie-talkie cobró vida, luego otra vez un acento americano fingido.
– Hola, colega, ¿cómo te va? -Esta vez lo reconoció.
Michael pulsó el botón de «Hablar».
– ¿Davey? -dijo-. ¿Eres tú?
– Estaba viendo las noticias de la tele -le informó Davey-. ¡Sale un accidente de coche que fui a ver con mi padre el martes! ¡Tío, qué accidente! Se murieron todos, ¡y hay un desaparecido!
De repente, Michael agarró el walkie-talkie muy fuerte.
– ¿Qué era, Davey? ¿Qué coche era?
– Una Ford Transit. ¡Tío, quedó destrozada!
– Cuéntame más, Davey.
– Había un tipo atravesado en el parabrisas, perdió media cabeza. Buff, vi el cerebro desparramado. Supe al momento que estaba muerto. Sólo hubo un superviviente, pero también ha muerto.
Michael comenzó a temblar descontroladamente.
– El tipo ese que está desaparecido, ¿sabes quién es?
– Sí.
– Dime quién es.
– Tengo que irme ya, a ayudar a mi padre.
– Davey, escúchame. Puede que yo sea ese tío.
– ¿Estás de coña?
– ¿Cómo se llama, Davey?
– Eh… no sé. Sólo dicen que tenía que casarse mañana.
Michael cerró los ojos. «No, Dios mío, no.»
– Davey, ese accidente…, ¿ese accidente de coche fue sobre las nueve de la noche del martes?
– Así es.
Con una urgencia renovada, Michael se acercó el walkie-talkie a la boca.
– Davey, ¡soy yo! ¡Soy el tipo que se casa mañana!
– ¿Estás de coña?
– No, Davey. Escúchame bien.
– Tengo que irme. Podemos hablar después.
– ¡¡Davey, no te vayas, por favor, no te vayas!! -le gritó Michael-. ¡¡Eres la única persona que puede salvarme!!
El silencio fue la respuesta. Sólo el crujido de las interferencias le decía que Davey seguía al otro lado.
– ¿Davey?
– Tengo que irme, ¿entiendes lo que te digo?
– Davey, necesito tu ayuda. Eres la única persona del mundo que puede ayudarme. ¿Quieres ayudarme?
Otro largo silencio. Y luego:
– ¿Cómo has dicho que te llamabas? -Michael Harrison.
– ¡Acaban de decir tu nombre en televisión!
– ¿Tienes coche, Davey? ¿Conduces?
– Mi padre tiene una furgoneta.
– ¿Puedo hablar con tu padre?
– Bueno, no sé. Está muy ocupado, ¿sabes? Tenemos que salir a remolcar un coche accidentado.
Concentrándose desesperadamente, Michael pensó en cómo conseguir conectar con aquel personaje.
– Davey, ¿te gustaría ser un héroe? ¿Te gustaría salir en televisión?
La voz se rio tontamente.
– ¿Yo en televisión? ¿Cómo si fuera una estrella de cine, quieres decir?
– Sí, ¡podrías ser una estrella de cine! Tú sólo déjame hablar con tu padre y yo le diré cómo puedes convertirte en una estrella de cine. ¿Por qué no vas a buscarle y le pasas el walkie-talkie? ¿Qué te parece?
– No sé.
– Davey, por favor, ve a buscar a tu padre.
– Mira, hay un problema. Mi padre no sabe que tengo el walkie-talkie, ¿sabes? Se enfadaría bastante conmigo si lo supiera.
– Creo que estaría orgulloso de ti si supiera que eres un héroe -le dijo Michael para seguirle la corriente.
– ¿Tú crees?
– Lo creo.
– Tengo que irme. ¡Hasta luego! ¡Cambio y corto!
El walkie-talkie volvió a quedar en silencio.
– Davey, por favor, no me dejes, Davey. Ve a buscar a tu padre, por favor, Davey, por favor -decía Michael suplicando con todas sus fuerzas.
Pero Davey se había marchado.