Capítulo 88

Bajando a toda prisa una colina larga con curvas, con la aguja del indicador de velocidad marcando más de doscientos kilómetros por hora, Vic sabía que llegarían al cruce de la A 23 dentro de un minuto más o menos; iba a tener que tomar una decisión. Durante el último par de minutos, consciente de la sombra constante del helicóptero, un pensamiento había ocupado su mente: «Si yo fuera poli, ¿qué bases estaría cubriendo en estos momentos?».

La opción de los aeropuertos había quedado anulada. Igual que los muelles de transbordadores; pero había algo en lo que seguramente la policía no había pensado, tal vez porque ni siquiera sabían de su existencia. Para llegar hasta allí había que deshacerse del maldito helicóptero. Había un sitio, a tan sólo unos kilómetros de distancia, donde podría conseguirlo.

La autovía de dos carriles subía espectacularmente; a la derecha se extendía el campo abierto ondulado de tierra caliza y a la izquierda estaba la gran expansión urbana de Brighton y Hove. Más allá, aún a unos kilómetros, la famosa chimenea alta del destino que perseguía, el puerto de Shoreham; pero no sería su primera parada.

– ¿Por qué has seguido recto, Vic? -le preguntó Ashley, nerviosa-. Creía que íbamos a Gatwick.

Vic no respondió. Un anciano menudo avanzaba por el carril interior en un Toyota dorado de cuatro puertas que parecía tener unos buenos diez años. ¡Perfecto!

El túnel aparecería en cualquier momento. Por lo que recordaba, tendría unos quinientos metros de largo y atravesaba los Downs. Dejaron atrás la señal de «Prohibido adelantar» y penetraron en la oscuridad débilmente iluminada del túnel a unos 175 kilómetros por hora. Al instante, Vic pasó al carril interior, pisó el freno, redujo y encendió las luces de emergencia.

– Vic… ¿qué diablos…?

Pero él no le respondió. Miraba por el retrovisor, observando la hilera de coches que los adelantaban a toda velocidad. Y ahora el Toyota se acercaba. Vic se puso tenso porque sabía que tenía que sincronizarlo todo a la perfección. El Toyota indicó que iba a adelantarles y comenzó a desplazarse, pero al instante unas luces parpadearon y una bocina pitó. Un Porsche pasó como un bólido y el Toyota, frenando bruscamente, tuvo que volver al carril interior.

¡Estupendo!

Vic tiró del freno de mano del Land Rover tan fuerte como pudo, sabiendo que detendría el coche sin que se encendieran las luces de frenado.

– ¡Agárrate! -gritó, y soltó el freno y aceleró.

Detrás, unas ruedas chirriaron, pero cuando el Toyota chocó con ellos, ya habían ganado un poco de velocidad. El impacto fue ligero, tan sólo una sacudida mínima que apenas notó, y el sonido de cristales rotos.

– ¡Sal! -gritó Vic.

El hombre abrió deprisa la puerta, se bajó de un salto y corrió hacia atrás para evaluar los daños. Lo único que le preocupaba era la parte de delante del Toyota. Parecía estar bien: la calandra estaba hundida, tenía un faro roto, pero no goteaba ni aceite ni agua.

– ¡Coge las maletas, joder! -le gritó a Ashley, que caminaba asustada hacia él-. ¡Las putas maletas, mujer!

Vic abrió de golpe la puerta del conductor del Toyota. El conductor era aún más enclenque de lo que le había parecido al adelantarlo. Pasaba de largo de los ochenta, tenía la cara llena de manchas de vejez, el pelo ralo y gafas de culo de botella.

– ¡Eh! ¿Qué… qué se cree… qué? -dijo el hombre.

Vic le desabrochó el cinturón de seguridad, consciente de que estaba deteniéndose un coche detrás de ellos. Luego le quitó las gafas para desorientarlo.

– Te meteré en la ambulancia, tío.

– Yo no necesito una puta…

Vic sacó al hombre, lo agarró por los hombros, lo colocó en el asiento de atrás del Land Rover y cerró la puerta. Un hombre barrigón de mediana edad que acababa de bajarse de un monovolumen Ford que había parado detrás del Toyota se acercó corriendo a Vic.

– ¿Necesita ayuda?

– Sí, pobre hombre. Creo que le ha dado un ataque… Iba dando volantazos.

Un camión pasó ruidosamente, luego dos motos. Ashley gritó.

– Por el amor de Dios, ayúdame, Vic. ¡No puedo yo sola con estas malditas maletas!

– ¡Déjalas, joder!

– Tengo todos mis papeles ahí dentro…

Vic vio que el hombre barrigón miraba a Ashley de manera extraña y decidió que la solución más rápida era dejarlo fuera de combate. Le dio un puñetazo y lo apoyó en la parte delantera de su Ford.

Luego cargaron deprisa la bolsa de deporte de Vic y dos de las maletas de Ashley en el Toyota y se subieron al coche. Vic puso la marcha atrás y, luego, con un chirrido que supuso que provenía de la correa del ventilador, retrocedió unos metros. Entonces puso la primera y el coche dio una sacudida. Miró el retrovisor, luego aceleró, pasó por delante del Land Rover y pisó el acelerador tan a fondo cómo le permitió el viejo y destartalado Toyota hacia la luz cada vez más cercana al final del túnel.

Ashley lo miraba impresionada.

– Muy astuto -le dijo.

– ¿Ves el puto helicóptero? -preguntó Vic entrecerrando los ojos al salir de nuevo a la luz brillante.

Ashley se revolvió en el asiento, estiró el cuello para mirar primero por el parabrisas delantero y luego por el de la parte de atrás.

– ¡No nos sigue! -exclamó-. ¡Está sobrevolando el túnel! Espera, genial, ¡vuelve a la entrada!

– ¡De puta madre!

Vic tomó la primera salida de la autovía, que estaba a kilómetro y medio. Los llevó a la expansión descontrolada, medio urbana medio industrial, de Southwick, el barrio que separaba Brighton y Hove de Shoreham. Disponían de unos minutos de ventaja antes de que la policía tuviera la descripción de este coche y, quizá, con un poco de suerte, el viejo imbécil del propietario no recordaría la matrícula, esperó Vic.

– De acuerdo, ¿adónde diablos vamos, Vic?

– Al único lugar donde la policía no nos busca.

– ¿Que es?

– Michael y Mark tienen un barco, ¿verdad? Un yate como Dios manda. ¿Has estado?

– Sí, ya te lo dije. Hemos salido a navegar en él algunas veces.

– Es lo bastante grande como para cruzar el canal, ¿verdad?

– El tipo al que se lo compraron cruzó el Atlántico.

– Bien. Tú y yo sabemos navegar.

– Sí.

Ashley recordaba varias vacaciones en barco en Australia y en Canadá. Habían alquilado un yate y se habían hecho a la mar ellos solos. Eran algunos de los pocos momentos felices y tranquilos de su vida.

– Pues ahora ya sabes adónde vamos. A menos que tengas una idea mejor.

– ¿Vamos a coger su barco?

– Zarparemos cuando anochezca.

Ahora se encontraban en una carretera principal concurrida, con casas pareadas a cada lado, bastante apartadas de la calzada. Aminoró la marcha al acercarse a un semáforo y vio una calle comercial delante a ambos lados de la carretera. Luego, mientras frenaba, se le cayó el alma a los pies. Unas luces blancas brillantes llenaron el retrovisor. Oyó el pitido agudo de una sirena de dos tonos. Vio parpadear una luz azul, oyó el ruido de un motor acelerando al máximo; luego un policía en motocicleta se colocó a la altura de su ventanilla y le indicó que se bajara.

Vic pisó el acelerador y se dirigió hacia las luces, cruzándose en el camino de un camión pesado.

– Mierda -dijo Ashley.

Al cabo de unos momentos, con la sirena puesta, la moto volvió a colocarse a su lado, y el poli le indicó con firmeza que se detuviera, pero Vic dio un volantazo hacia la derecha, golpeó a propósito la moto y la tiró al suelo. Por el retrovisor, vislumbró fugazmente al policía, rodando por el asfalto.

Presa del pánico, Vic vio un buzón delante de él y una calle lateral que parecía tranquila. Entró bruscamente, se oyó el sonido de las bolsas deslizándose en el asiento de atrás, luego aceleró por la avenida flanqueada de árboles. Comenzó a llover de nuevo y toqueteó los mandos hasta que encontró los limpiaparabrisas y los activó. Llegaron a un cruce, con una iglesia enfrente.

– ¿Sabes dónde estamos?

– El puerto no puede quedar lejos -dijo.

Siguió conduciendo por un laberinto de calles residenciales tranquilas. Luego, de repente, salieron a una calle mayor estrecha y animada, con coches que avanzaban despacio por ella.

– ¡Allí! -Vic señaló hacia delante-. ¡Allí está el puerto!

Al final de la calle, llegaron a un cruce con la principal calle costera que recorría todo el paseo marítimo de Brighton y Hove, pasando por el puerto de Shoreham y luego por las márgenes del río Adur.

– ¿Dónde está el barco?

– En el Club Náutico de Sussex -dijo-. Tienes que girar a la izquierda.

Se acercaba un autobús, deprisa. Iba a esperar para dejarlo pasar cuando un destello de luz blanca en el retrovisor le llamó la atención. Casi con incredulidad, vio una moto de la policía serpenteando por entre el tráfico denso detrás de él. ¿Era el mismo maldito policía al que había tirado al suelo?

Arrancó antes de que pasara el autobús; los neumáticos chirriaron. Luego, unos momentos después, salió de la nada un BMW negro con una luz azul parpadeando en el salpicadero y más luces azules por dentro de la luna trasera. Pasó a toda velocidad entre el autobús y el Toyota y se detuvo delante de él, lo cual le obligó a frenar bruscamente. Encima del parachoques trasero llevaba las palabras «Policía-Parar» escritas con luces rojas que parpadeaban.

Totalmente presa del pánico, Vic dio un giro de 180 grados, aceleró hacia el otro lado y serpenteó por entre el tráfico que reducía la velocidad al acercarse a una rotonda. Tenía la moto justo detrás, con la sirena ululando. Con dos ruedas sobre la acera y tocando reiteradamente la bocina, lo que provocó que los peatones se apartaran de su camino asustados, Vic pasó rozando la hilera de coches y una furgoneta y llegó a la rotonda. Tenían tres opciones: a la derecha, parecía que volvían al laberinto de casas; recto, había atasco; a la izquierda estaba un puente de vigas metálicas que cruzaba el río.

Giró a la izquierda, con la moto pegada detrás de él mientras aceleraba tanto como le permitía el Toyota, la correa del ventilador chirriando, chillando. A cada segundo, el ruido era peor. Abajo, la marea estaba bajando y el río era tan sólo un manso hilo marrón entre los bancos de lodo, donde había barcas volcadas amarradas. Muchas no parecía que fueran a ser capaces de flotar cuando la marea volviera a subir.

Al otro extremo del puente, la carretera estaba despejada; sin embargo, al cabo de unos momentos, el BMW los seguía a toda velocidad. De repente, la moto los adelantó y, luego, frenó para intentar obligarle a reducir.

– Creía que ya te había dado una lección -masculló Vic, acelerando, intentando embestirla, pero el motorista era demasiado rápido para él, y aceleró como previendo sus movimientos.

Vic, que intentaba desesperadamente pensar con claridad, miró el paisaje a ambos lados. A la izquierda había un garaje, una hilera de tiendas y lo que parecía una zona residencial. A su derecha, vio la extensión llana del aeropuerto de Shoreham, utilizada principalmente por aviones privados y algunas aerolíneas de las islas del canal. La entrada se acercaba.

Sin poner el intermitente, giró a la derecha y entró en la carretera estrecha. A su izquierda había un muro de hormigón y la extensión abierta del aeródromo quedaba a la derecha, puntuada de hangares, con aviones pequeños y helicópteros aparcados enfrente, con la torre de control art déco blanca, necesitada de una mano de pintura. Lo que le pasaba ahora por la cabeza era que si podía quitarse de encima a la poli unos minutos, podrían secuestrar una avioneta, como la Beechcraft bimotor que estaba viendo llegar; sólo había que acercarse directo a ella y coger al piloto.

Como si le leyera el pensamiento, el BMW se colocó a su lado y luego se acercó, lo que le obligó a arrimarse al muro. Ashley gritó cuando el coche lo golpeó y salieron chispas al rayarlo.

– Vic, por el amor de Dios, ¡haz algo!

Desesperado, agarró el volante, apretándolo muy concentrado, sabiendo que estaban irremediablemente en desventaja frente al BMW y la moto. Se acercaban a un túnel. Podía adivinar exactamente lo que el del BMW tenía en la mente: adelantarle y luego detenerse. Así que pisó el freno. Como lo cogió desprevenido, el BMW pasó de largo y, al instante, Vic viró bruscamente, salió de la carretera y entró en el aeródromo.

La moto siguió con él y, al cabo de unos momentos, también tenía el BMW detrás. Cruzó la hierba llena de baches directo hacia la primera hilera de aeronaves aparcadas y serpenteó frenéticamente entre ellas, intentando quitarse de encima a los policías que los perseguían, intentando ver a alguien yendo a un avión o saliendo de uno. Luego, mientras Vic se dirigía a un hueco entre un jet ejecutivo Grumman y un Piper Aztec, el BMW los embistió con fuerza y salieron disparados hacia delante. Ashley, a pesar de llevar abrochado el cinturón, se dio con la cabeza en el parabrisas y soltó un grito de dolor.

Oyó que el BMW aceleraba. La pista de aterrizaje estaba justo delante de él y vio que el bimotor descendía, le quedaban unos metros para posarse. Pisó el acelerador, cruzó la pista dando bandazos y atravesó la sombra del avión. Y luego, por un instante fugaz, ¡no vio la moto ni el BMW por el retrovisor! Siguió conduciendo, a todo gas, el coche daba bandazos, el chirrido del motor era cada vez peor y ahora lo acompañaba un olor acre a quemado. Se dirigían directamente a la valla del perímetro y a la estrecha carretera que se extendía enfrente.

– Tenemos que salir y escondernos, Vic. No vamos a dejarlos atrás con este trasto.

– Lo sé -dijo él con gravedad.

Al no ver ningún espacio en la valla, el pánico volvió a apoderarse del hombre.

– ¿Dónde está la puta salida?

– Atraviesa la valla y ya está.

Siguiendo su consejo, Vic continuó conduciendo a toda velocidad hacia la valla y redujo justo antes de golpearla. La malla hizo un ruido metálico sordo y se rasgó como un trozo de tela. Luego, se encontraron en la carretera del perímetro, con las marismas del río a la derecha y el aeródromo a la izquierda; con la moto y el coche siguiéndoles de cerca. Un Mercedes deportivo se acercaba en dirección contraria. Vic siguió conduciendo.

– ¡Aparta, coño!

En el último momento, el Mercedes se movió al arcén.

Estaban llegando a un cruce con una carretera estrecha que era poco más que un callejón. A la izquierda, frente a una cabaña, había un camión de mudanzas descargando, que bloqueaba totalmente la carretera.

Giró a la derecha, pisando el freno y mirando por el retrovisor. Al menos, este callejón era demasiado estrecho para que el BMW pudiera pasar. La moto estaba colocándose en posición. En cualquier momento, iba a adelantarle a toda velocidad. Vic zigzagueó para deshacerse de ella. Iban a ciento diez, ciento veinte, ciento veinticinco kilómetros por hora y se acercaban a un puente de madera sobre el río.

Luego, justo al llegar al puente, aparecieron en el otro extremo dos niños montando en bicicleta, justo en medio de la carretera.

– Mieeerda, mieeerda, mieeerda -dijo Vic.

Pisó el freno, tocó la bocina, pero no había tiempo. No iban a detenerse y no había sitio para adelantarlos. Ashley gritaba.

El coche se movió a la derecha, a la izquierda, a la derecha. Golpeó la barrera derecha del puente, cambió de dirección y golpeó la izquierda, rebotó, hizo medio trompo, luego volcó, botó en el aire, saltó por encima de la barrera de seguridad, atravesó la parte de madera de la superestructura del puente, lo astilló como si fueran palillos y cayó boca abajo. Las puertas traseras se abrieron y las maletas se precipitaron a toda velocidad con el coche hacia las marismas, que eran tan blandas y traicioneras como arenas movedizas.

El motociclista se bajó y, cojeando por la herida que se había hecho en la pierna cuando lo habían tirado de la moto hacía tan sólo unos minutos, se acercó al boquete del lateral del puente y miró abajo.

Lo único que pudo ver sobresaliendo del barro era el vientre negro y mugriento del Toyota. El resto del coche estaba hundido. Miró la carrocería, el tubo de escape y el silenciador, las cuatro ruedas aún girando. Luego, delante de sus ojos, el barro burbujeó alrededor del vehículo, como un caldero hirviendo, y momentos después el vientre y las ruedas comenzaron a desaparecer hasta que el barro se los tragó. Algunas burbujas grandes rompieron la superficie, como si hubieran perturbado la guarida subterránea de algún monstruo. Luego, nada.

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