Grace estaba sentado en el Ford azul, con los labios apretados, agarrado a los bordes del asiento mientras contemplaba nervioso a través de los limpiaparabrisas y la lluvia intensa la carretera rural que se extendía delante de ellos. Ajeno al miedo de su pasajero, Glenn Branson tomó metódicamente una serie de curvas, demostrando con orgullo la habilidad que había adquirido recientemente en un curso de la policía de conducción a grandes velocidades. La radio, sintonizada en una emisora de rap, estaba demasiado alta para Grace.
– Lo hago bien, ¿verdad?
– Eh, sí -dijo Grace.
Decidió darle la conversación justa, la distracción justa a Branson, lo cual, a su vez, significaba aumentar la esperanza de vida de ambos. Extendió el brazo y bajó el volumen.
– Jay-Z -dijo Branson-. Es genial, ¿verdad?
– Genial.
Entraron en una larga curva a la derecha.
– Te dicen que te pegues a la izquierda, para abrir el campo de visión. Es un buen consejo, ¿verdad?
Se acercaban a una curva a la izquierda y lo único que veía Grace era que iban a cogerla a demasiada velocidad.
– Un consejo estupendo. -La frase salió del fondo de su garganta.
Salieron de la curva y bajaron por una hondonada.
– ¿Te estoy asustando?
– Sólo un poco.
– Cagueta. Supongo que es por la edad. ¿Te acuerdas de Bullitt?
– ¿La de Steve McQueen? Te gusta, ¿verdad?
– ¡Es genial! La mejor persecución en coches del cine.
– Acababa en un accidente terrible.
– Esa película es genial -dijo Branson, que no oyó el comentario o, más bien, lo obvió a propósito, pensó Grace.
Sandy también conducía deprisa. Formaba parte de su imprudencia natural. A él le aterraba que algún día Sandy tuviera un accidente grave, porque parecía incapaz de comprender las leyes naturales de la física que determinaban cuándo un coche lograría superar una curva y cuándo no. Sin embargo, durante los siete años que estuvieron juntos, no había tenido ni un solo accidente, ni siquiera un rasguño.
Delante de ellos, para su alivio, vio el cartel «Depósito municipal de Bolney», clavado en una valla alta de chapas de metal rematada con alambre de púas. Branson dio un frenazo, giró, pasó por delante de un letrero que advertía de la presencia de perros guardianes y entró en el patio delantero de un almacén grande y moderno.
Tras coger un paraguas del maletero y acurrucarse debajo, llamaron al timbre del portero automático que había junto a la puerta gris. Momentos después, les abrió un hombre rellenito de pelo grasiento. Tendría unos treinta años, vestía un mono azul encima de una camiseta mugrienta y sujetaba un sándwich a medio comer en una mano tatuada.
– Somos el sargento Branson y el comisario Grace -dijo Branson-. He llamado antes.
Mientras masticaba con la boca llena, el tipo los miró impasible unos instantes. Detrás de él, en el almacén, había varios coches y furgonetas destrozados. Puso los ojos en blanco pensativamente.
– La Transit, ¿verdad?
– Sí -dijo Branson.
– ¿Blanca? ¿La que trajo Wheeler el martes?
– Exacto.
– Está fuera.
Firmaron en el registro, luego le siguieron por el almacén y salieron por la puerta lateral a un recinto que mediría unos cuatro mil metros cuadrados, calculó Grace, lleno de coches destrozados hasta donde alcanzaba la vista. Algunos estaban cubiertos con lonas, pero la mayoría estaban expuestos a los elementos.
Sosteniendo en alto el paraguas, justo por encima de la cabeza de Branson, miró una furgoneta Rentokil que se había incendiado después de un grave choque frontal -era difícil imaginar que hubiera habido supervivientes. Luego se fijó en un Porsche, tan comprimido que no debía de medir más de tres metros de largo. También en un Toyota sedán con el techo arrancado.
Aquel lugar siempre le ponía los pelos de punta. Grace nunca había trabajado en Tráfico, pero durante la época en la que había patrullado las calles había presenciado numerosos accidentes de coche y era imposible no quedar afectado. Podía pasarle a cualquiera. Podías emprender un viaje, feliz, lleno de planes y, unos momentos después, en un abrir y cerrar de ojos, quizá sin que fuera culpa tuya, tu coche se convertía en un monstruo que te destrozaba, te amputaba las extremidades y quizá incluso te quemaba vivo.
Se estremeció. Los vehículos que acababan en aquel lugar, cerrados bajo siete llaves, eran los que habían sufrido accidentes graves o mortales en aquella región. Se guardaban aquí hasta que la Unidad de Investigación de Accidentes y, a veces, los investigadores de la escena del crimen hubieran obtenido toda la información que necesitaban. Luego, se los llevaban al desguace.
El hombre gordo del mono señaló una masa blanca retorcida. Tenía parte del techo arrancado, la cabina, sin el parabrisas, estaba separada violentamente del resto de la furgoneta y unas planchas de plástico cubrían gran parte del interior.
– Es ésa.
Grace y Branson se quedaron mirándola en silencio. Grace no pudo evitar que su mente se detuviera en el horror de la imagen durante unos momentos desagradables. Los dos dieron una vuelta a la furgoneta. Grace se fijó en el barro que cubría los cubos de las ruedas y en que había más barro endurecido en las soleras de las puertas; también salpicaduras en la pintura, que la lluvia iba disolviendo lentamente.
Después de pasarle el paraguas a su compañero, abrió la puerta doblada del conductor y, de inmediato, recibió el impacto fuerte y empalagoso del hedor a sangre putrefacta. No importaba cuántas veces lo hubiera olido, siempre era igual de terrible. Era el olor de la muerte personificada.
Aguantando la respiración para no percibirlo, apartó las planchas. El volante estaba arrancado y la parte del conductor del banco delantero estaba inclinada hacia atrás totalmente. Había manchas de sangre por todo el asiento delantero, el suelo y el salpicadero.
Tras cubrirlos con las planchas, entró en la furgoneta. Estaba oscura y reinaba un silencio artificial. Le daba escalofríos. Parte del motor había atravesado el revestimiento del suelo y los pedales estaban levantados en una posición artificial. Alargó la mano, abrió la guantera y sacó el manual del usuario, un fajo de justificantes de aparcamiento, algunos recibos de gasolina y un par de cintas de cásete sin etiqueta. Le pasó los casetes a Glenn.
– Será mejor que los escuchemos.
Branson se los guardó en el bolsillo.
Agachándose bajo el corte irregular del techo, Grace pasó a la parte trasera de la furgoneta, los zapatos resonaron en el suelo combado. Branson abrió las puertas traseras para que entrara más luz. Roy vio una lata de gasolina de plástico, una rueda de recambio, una llave de cruceta y un billete de aparcamiento dentro de una bolsa de plástico. Sacó el tique y vio que estaba fechado varios días antes del accidente. Se lo pasó a Branson para que lo metiera en una bolsa. Había una solitaria zapatilla deportiva de la marca Adidas, del pie izquierdo, la cual también entregó a Branson, y una bomber de nailon. Metió la mano en los bolsillos, sacó un paquete de cigarrillos, un encendedor de plástico y un resguardo de tintorería con una dirección de Brighton. Branson guardó todos los artículos en bolsas.
Grace examinó con cuidado el interior, para comprobar que no se le escapaba nada, meditabundo. Luego, tras bajarse y protegerse bajo el paraguas, le preguntó a Branson:
– ¿De quién es el vehículo?
– De Houlihan's, la funeraria de Brighton. Uno de los chicos que murió trabajaba allí. La empresa es de su tío.
– Cuatro entierros. Deberían hacerle un buen descuento -dijo Grace con gravedad.
– A veces eres un cabronazo enfermizo, ¿lo sabías?
Sin hacerle caso, Grace se quedó pensativo un momento.
– ¿Has hablado con alguien de Houlihan's?
– Ayer por la tarde interrogué al señor Sean Houlihan, el propietario. Está bastante afectado, como te puedes imaginar. Me dijo que su sobrino era un chico muy trabajador, que siempre quería complacer a todo el mundo.
– ¿Acaso no son todos así? ¿Y le dio permiso para coger la furgoneta?
Branson negó con la cabeza.
– No, pero dice que no era típico de él.
Roy Grace se quedó pensando un momento.
– ¿Para qué usan la furgoneta normalmente?
– Para recoger cadáveres. En hospitales, asilos, residencias de ancianos y sitios así, donde daría mal rollo ver un coche fúnebre. ¿Tienes hambre?
– Antes de venir aquí, sí tenía.