Capítulo 73

En el salón del pub, Grace pidió para Cleo Morey su segundo vodka de arándanos y para él una coca-cola light. Un Glenfiddich doble había sido suficiente: iba a regresar al centro de investigaciones más tarde y necesitaba estar en plena forma mental.

Se sentaron en un rincón a una mesa que tenía sillas con cojines. El pub no estaba muy lleno, había en total menos de una docena de personas. Una máquina tragaperras al fondo de la sala intentaba llamar la atención con tristeza, como una puta vieja en un callejón azotado por el viento.

Cleo estaba despampanante. El pelo, recién lavado y brillante, le rozaba los hombros. Llevaba una elegante chaqueta de ante ligera encima de una camiseta sin mangas beis, unos modernos vaqueros piratas blancos, que dejaban al descubierto sus delgados tobillos, y unas chinelas lisas blancas.

Grace había conducido a mil por hora del piso de Mark Warren al centro de investigaciones para mandar por fax copias del diagrama de Davey al equipo y de allí fue directamente al pub y, aun así, llegó una hora y veinte minutos tarde. Por supuesto, no tuvo tiempo para cambiarse ni arreglarse siquiera. Llevaba el traje azul marino liso que se había puesto por la mañana por si tenía que comparecer en el juicio, con camisa blanca y corbata lisa azul marino -ahora aflojada y colgando a media asta-, con el primer botón de la camisa desabrochado. Comparado con Cleo se sentía muy poco elegante.

– Nunca te había visto vestida de calle.

– ¿Te habrías sentido más cómodo si hubiera aparecido con la bata verde y las botas de agua?

– Supongo que habría tenido su cosa.

Ella le sonrió y levantó su copa.

– ¡Salud!

Tenía una figura estupenda. A Grace le encantaban sus ojos azules, su nariz pequeña y bonita, su boquita de piñón, su barbilla con hoyuelo, su cuerpo delgado. Y también olía de maravilla, como si se hubiera bañado en un perfume muy estiloso. Una ligera diferencia respecto al hedor a desinfectante que normalmente asociaba con ella. Esa noche, Cleo irradiaba feminidad, le brillaba la mirada de alegría, y todos los hombres del pub se la comían con los ojos. Grace se preguntó si seguirían con esa actitud si supieran a qué se dedicaba.

Echó más coca-cola sobre los cubitos de hielo y el limón y también levantó su vaso.

– Me alegro de verte.

– Y yo a ti. Bueno, cuéntame qué tal el día.

– ¡No quieras saberlo!

Ella se inclinó hacia delante, todo su lenguaje corporal receptivo a Grace. Si se acercaba más, estaría acurrucada junto a él. Se sentía muy bien, muy cómodo sentado allí con ella y, por un momento, todas sus preocupaciones quedaron aparcadas en otro lugar.

– Sí, quiero -dijo-. ¡Quiero que me cuentes cada minuto con pelos y señales!

– ¿Qué tal si te cuento la versión acortada? Me he levantado, me he duchado, he salido, he quedado con Cleo para tomar una copa. ¿Te basta?

Ella se rio.

– Vale, es un comienzo. Ahora háblame de las secuencias que has recortado.

Grace le hizo un breve resumen, consciente de la hora. Eran las nueve y cuarto: dentro de una hora tenía que volver al centro de investigaciones. No tendría que haber ido a la cita; con todo lo que debía hacer, tendría que haberla cancelado, pero qué diablos, ¿acaso no tenía derecho a divertirse de vez en cuando?

– Debe de ser duro, interrogar a los familiares de los difuntos -dijo ella-. En siete años, tendría que haberme acostumbrado a ver, a menudo, a gente a las pocas horas de recibir la noticia de que su ser querido ha muerto; pero sigo temiendo todos y cada uno de esos momentos.

– Puede que suene cruel -dijo Grace-, pero visitar a los familiares a las pocas horas es la mejor oportunidad que tenemos de conseguir que hablen. Cuando una persona acaba de perder a alguien, la reacción automática primera es entrar en estado de choque. Mientras se encuentra en ese estado, hablará; pero al cabo de doce horas o así, con la familia y los amigos a su alrededor, comienza a cerrar filas y a mostrarse poco comunicativa. Si queremos obtener algo útil de ella, por experiencia sé que hay que hacerlo en esas primeras horas.

– ¿Te gusta tu trabajo? -le preguntó Cleo.

Grace bebió un sorbo de coca-cola.

– Sí. Menos… cuando tropiezo con personas en mi organización de mentes limitadas.

Cleo dio unas vueltas a su bebida con un palillo, como si buscara algo, y, por un momento, la intensidad de su mirada le recordó a Grace a cuando la veía trabajar en la sala de autopsias, cuando cogía una muestra de tejido. Se preguntó cómo sería si alguna vez hacía el amor con ella. ¿Le recordaría su cuerpo desnudo a todos los cadáveres desnudos que había visto con ella? ¿Se le bajaría la libido saber que debajo de su hermosa piel había los mismos órganos internos horribles, viscosos, cubiertos de grasa que tenían todos los humanos y todos los mamíferos?

– Roy, hay algo que hace tiempo que quiero preguntarte. Y, por supuesto, vi el tema en los periódicos la semana pasada. ¿Cómo empezaste a interesarte por lo sobrenatural?

Ahora le tocaba a él probar su bebida. Con el palillo de plástico estrujó la pulpa del limón para exprimir el jugo en la coca-cola.

– Cuando era pequeño, mi tío, el hermano de mi padre, vivía en la isla de Wight, en Bembridge. Solía ir todos los veranos a pasar una semana, y me encantaba. Tenían dos hijos, uno un poco mayor que yo, el otro un poco menor. Se puede decir que crecí con ellos desde los seis años. No sé si has estado alguna vez en Cowes.

– Sí, papá me ha llevado muchas veces a navegar allí durante la Semana de Cowes.

– Vaya, papá te lleva a navegar -dijo Grace imitando su acento pijo.

Con una gran sonrisa y sonrojándose, Cleo le dio un codazo amistoso en el brazo.

– ¡No seas malo! Sigue con tu historia.

– Tenían una casita adosada, pero justo enfrente había una casa impresionante, una mansión, de cuatro pisos. En ella vivían dos ancianas encantadoras que siempre estaban sentadas tras un gran mirador en el piso de arriba y nos saludaban cada vez que las veíamos. Cuando tenía catorce años mi tía y mi tío vendieron la casa y emigraron a Nueva Zelanda y no volví a aquel lugar hasta al cabo de unos ocho años. Luego, en la primavera del año que Sandy y yo nos casamos, hicimos una de esas excursiones de «conoce a los antepasados» y pensé que sería divertido enseñarle Cowes y el lugar donde había pasado tantísimas vacaciones felices de niño.

Hizo una pausa para encenderse un cigarrillo, fijándose en que Cleo fruncía el ceño sorprendida, luego prosiguió.

– Cuando llegamos a la casa de mi tío, vimos que estaban derruyendo la hermosa mansión de enfrente para construir un bloque de pisos. Pregunté a los obreros qué había sido de las dos ancianas y me presentaron al promotor inmobiliario, que había vivido en Cowes toda su vida y conocía a casi todo el mundo. Me dijo que la casa estaba vacía desde hacía más de cuarenta años. -Hizo una pausa para dar una calada al cigarrillo-. Habían vivido allí dos ancianas, hermanas. Ambas habían perdido a sus maridos en la primera guerra mundial, decían. Se volvieron inseparables y luego a una le diagnosticaron un cáncer y la otra decidió que no quería seguir viviendo sola. Así que se suicidaron con monóxido de carbono en esa habitación del último piso, sentadas en el mirador. Fue en 1947.

Cleo se quedó quieta unos momentos, pensando.

– ¿Nunca viste a las ancianas fuera?

– No, yo era joven; en realidad, un niño. Supongo que entonces no se me ocurrió pensar que siempre estaban dentro. Supuse que algunas personas mayores no salían de casa.

– ¿Y tu tío y tu tía?

– Se lo comenté después, los llamé a Nueva Zelanda. Me dijeron que ellos saludaban a una ventana vacía para seguirnos la corriente. ¡Creían que esas dos ancianas eran nuestros amigos imaginarios!

– ¿Y para ti eran reales?

– Las busqué en las hemerotecas. Había fotografías de ambas, inconfundibles. No me quedó absolutamente ninguna duda. Eran las dos ancianas a las que yo saludaba y que me saludaron todos los días durante una semana, durante diez años de mi infancia.

– ¡Increíble! Es una historia bastante convincente -dijo-. ¿Cómo lo explicas?

Grace vio que el vaso de Cleo estaba vacío.

– ¿Otra?

– Sí, por qué no -dijo ella-, pero ahora invito yo.

– Te he hecho esperar una hora y veinte minutos. Yo invito a las copas. ¡No pienso discutirlo!

– Siempre que me dejes invitarte en nuestra siguiente cita, ¿hecho?

Se miraron fijamente, sonriendo.

– Hecho.

Luego, Cleo dio unos golpecitos impacientes en la mesa con sus uñas arregladas.

– Venga, vamos, ¿cómo lo explicas?

Grace le pidió a Cleo Morey un tercer vodka de arándanos, luego dijo:

– Tengo diversas teorías sobre los fantasmas. -Tras una breve pausa, añadió-: Lo que quiero decir es que creo que hay distintos tipos de fantasmas…

El pitido de su móvil lo interrumpió.

Se disculpó con Cleo y contestó con un «Grace al habla» más seco de lo habitual.

Era la detective Boutwood desde el centro de investigaciones.

– Siento molestarle, señor. Tenemos novedades. ¿Está regresando ya?

Grace miró a Cleo Morey, resistiéndose a separarse de ella, y contestó más que a regañadientes:

– Sí, llegaré dentro de quince minutos.

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