Capítulo 21

Mark apenas podía ver. Una bruma roja de pánico se había apoderado de él y empañaba su vista y nublaba su cerebro. La voz de Michael. Había oído la voz apagada de Michael. ¡Dios santo!

Cerró la puerta de su BMW en la oscuridad del bosque, en la lluvia. Tocó el contacto e intentó introducir la llave. Notaba las botas pesadas y pegajosas por culpa del barro y el agua le caía de la gorra de béisbol sobre la cara.

Con las manos enguantadas giró la llave y los faros se encendieron con un resplandor blanco y brillante al arrancar el motor. A su luz, vio la tumba y los árboles detrás. Un animal salió disparado hacia la maleza y las hojas y las plantas se balancearon con el viento y la lluvia, durante un momento surrealista, como plantas movidas por la corriente del lecho marino.

Siguió mirando la tumba, la plancha ondulada con la que la había cubierto con cuidado y las matas que había arrancado y colocado encima para camuflarla. Luego vio que la segunda pala aún sobresalía del agujero y maldijo. Se bajó, corrió hacia ella, la cogió y la metió en el coche por la puerta trasera. Luego volvió a subir, cerró su puerta de golpe y comprobó la escena, examinándola tan bien como le permitió su vista empañada.

Estaba pensando. Hasta el mes próximo, como mínimo, allí no comenzaría ninguna obra, aún había que solucionar y concretar algunos temas de planificación. Nadie tenía ningún motivo para pasarse por allí. El comité de planificación urbana ya había realizado su inspección y ahora estaba todo pendiente del sello oficial.

Temblando como una hoja, puso el coche en punto muerto y bajó por el sendero, volvió a cruzar los dos guardaganados que había colocado la Comisión forestal, imaginó, para impedir que los ciervos salieran a la carretera.

Mientras se incorporaba a la carretera, puso la radio y pulsó botón tras botón buscando música. Había noticias. Tertulias. Un anuncio. Pulsó el botón del CD, recorrió a su vez cada uno de los compactos, pero ninguno le servía. Apagó el aparato.

Unos minutos después, mientras tomaba una curva, la luz de los faros iluminó una hilera de coronas de flores en el arcén. Aquella visión le revolvió el estómago. Unos faros aparecieron en el otro carril, pasaron. Luego otros. Agarró con fuerza el volante, la cabeza le daba vueltas, intentaba concentrarse, pensar con claridad. Luego llegó a otra curva, aún más cerrada; iba demasiado deprisa. Presa del pánico, pisó el freno, con fuerza, demasiada. Notó la sacudida cuando se accionó el ABS antibloqueo y oyó un golpe cuando el tubo para respirar salió disparado del asiento del conductor y cayó al suelo.

Sin saber cómo, superó la curva, luego vio un área de descanso delante de él y se detuvo. Pulsó el botón del navegador por satélite e introdujo «Embalse de Arlington». Al cabo de unos momentos, la voz femenina incorpórea del sistema anunció: «Diseñando ruta».

Veinticinco minutos después, se detuvo en la entrada del embarcadero de madera del club náutico desierto en el embalse de ocho kilómetros de largo y apagó el motor. Cogió la linterna, se bajó y se quedó quieto en la oscuridad, escuchando. El único sonido que se oía era el golpeteo de las jarcias agitadas por el viento. No había luces encendidas en ningún sitio. El club estaba en silencio. Miró su reloj. Las doce menos diez de la noche.

Recogió el tubo para respirar del suelo del coche, luego las dos palas de la parte de atrás, y bajó hasta el final del embarcadero. Michael y él habían comenzado a navegar allí, de niños, antes de volverse más aventureros y empezar a navegar por el océano. Por lo que recordaba, aquí el agua tenía seis metros de profundidad. No era perfecto, pero debería bastar. Tiró el tubo para respirar y después las palas en la superficie oscura y ondulada y los vio desaparecer. Después, se quitó las botas y también las lanzó al agua. Se hundieron al instante.

Luego volvió al coche caminando sin hacer ruido, se puso los mocasines que había traído y se dirigió a casa. De repente, se sintió muy cansado. Condujo despacio, con cuidado, no quería que ningún radar le sacara la foto, ni llamar la atención de ningún coche patrulla.

Lo primero que haría por la mañana sería ir directamente a un túnel de lavado que conocía, cerca de la estación de Hove. Un lugar que estaba siempre muy concurrido, utilizado por los taxistas de la ciudad, donde los coches sucios eran lo más normal del mundo, donde siempre había cola, donde nadie se fijaría lo más mínimo en un BMW X5 cubierto de barro.

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