Estaba sudando debajo del edredón. Mucho calor, demasiado calor, de algún modo había logrado subirle a la cabeza y apenas podía respirar. Gotas de agua le recorrían la cara, los brazos, las piernas, la parte baja de la espalda. Apartó el edredón, se irguió, notó un crujido entumecedor en el cráneo, se dejó caer. ¡Plaf!
«Dios santo.»
El agua lo rodeaba por completo. Y notaba como si la tuviera dentro también, como si la sangre que corría por sus venas y el agua en la que descansaba fueran intercambiables. Había una palabra. Buscaba una palabra y no lograba recordarla, se le escapaba cada vez que parecía tenerla. Como el jabón en una bañera, pensó.
Ahora tenía frío. Hacía un instante tenía un calor sofocante y ahora tenía frío. Mucho frío. Un frío que hacía castañetear los dientes. Le estallaba la cabeza.
– Voy a ver si hay paracetamol en el armario del baño -anunció. Al silencio que le respondió, le dijo-: Vuelvo enseguida. Voy a bajar un momento a la farmacia.
El hambre había desaparecido hacía unas horas, pero ahora volvía clamando venganza. Le ardía el estómago, como si los ácidos atacaran ahora las paredes estomacales a falta de otra cosa que descomponer. Tenía la boca seca. Alargó la mano y se llevó agua a la boca, pero a pesar de la sed, beber era un esfuerzo.
«¡Osmosis!»
– ¡Ósmosis! -exclamó a voz en grito, en un arranque de euforia, y la repitió una y otra vez-. ¡Ósmosis! ¡Te tengo! ¡Ósmosis!
Luego, de repente, volvía a tener calor. Transpiraba.
– ¡Que alguien baje el termostato! -gritó en la oscuridad-. Por el amor de Dios, nos estamos asando aquí abajo. ¿Qué creéis que somos, langostas?
Se rio de su propio comentario. Luego, justo encima de su cabeza, la tapa del ataúd comenzó a abrirse. Sin prisa, pero sin pausa, en silencio, hasta que vio el cielo de la noche, lleno de cometas que lo cruzaban a toda velocidad. Una luz le salió de dentro, iluminando las motas de polvo que flotaban perezosas en el aire, y se dio cuenta de que todas las estrellas del firmamento se proyectaban en él desde la luz. ¡El cielo era su pantalla! Luego vio una cara moverse, a través del resplandor, a través de las motas de polvo. Ashley. Como si la mirara desde el fondo de una piscina y ella se moviera boca abajo sobre él.
Luego pasó otra cara, su madre. Luego, Carly su hermana pequeña. Luego su padre, vestido con el elegante traje marrón, la camisa color crema y la corbata roja de seda, ataviado como mejor lo recordaba Michael. No comprendía cómo su padre podía estar en la piscina y tener la ropa seca.
– Te estás muriendo, hijo -dijo Tom Harrison-. Pronto estarás con nosotros.
– Creo que aún no estoy preparado, papá.
Su padre esbozó una sonrisa irónica.
– Ése es el tema, hijo, ¿quién lo está?
– He encontrado la palabra que estaba buscando -dijo Michael-. «Ósmosis.»
– Es una buena palabra, hijo.
– ¿Cómo estás, papá?
– Aquí se pueden hacer buenos tratos, hijo. Unos tratos buenísimos. Muchísimo mejores. Aquí arriba no tienes que perder el tiempo intentando esconder el dinero en las islas Caimán. Lo que ganas, te lo quedas. ¿Te gusta cómo suena?
– Sí, papá…
Salvo que ya no hablaba con su padre, sino con el cura, el reverendo Somping: un hombre bajito y arrogante de casi sesenta años, con el pelo ondulado y canoso y barba que sólo cubría en parte la tez rubicunda de sus mejillas (rubicunda no de llevar una vida sana al aire libre, sino de las venas rotas de pasarse años y años bebiendo como un cosaco).
– Vas a llegar muy tarde, Michael, si no sales de aquí. ¿Te das cuenta de que si no llegas a la iglesia al atardecer, no puedo casaros según la ley?
– No…, yo no…, yo…
Alargó la mano para tocar al cura, para agarrarle la suya, pero golpeó la teca dura e impenetrable. Oscuridad.
El chapoteo del agua mientras se movía.
Luego, se fijó en algo. Lo comprobó con las manos y vio que el agua ya no le llegaba a las mejillas, había bajado, le llegaba a la altura del cuello.
– La llevo como si fuera una corbata -dijo-. ¿Se puede llevar el agua como si fuera una corbata?
Luego los escalofríos se apoderaron de él, pegó los brazos al cuerpo de forma que los codos le golpearon las costillas; entrechocó los pies; se le aceleró la respiración más y más hasta que se hiperventiló.
«Voy a morir, voy a morir, aquí, solo, el día de mi boda. Vienen a por mí, los espíritus, están bajando aquí, a la caja, y…»
Se tapó la cara con las manos temblorosas. No recordaba la última vez que había rezado, fue mucho antes de que su padre muriera. La muerte de Tom Harrison fue la confirmación final para él de que Dios no existía. No obstante, ahora, las palabras del padrenuestro le llenaron la cabeza y las susurró en sus manos, como si no quisiera que lo escucharan.
Un crujido de interferencias rompió su concentración. Luego un estallido de música country gangosa. Seguida de una voz.
– Bueno, buenos días, aficionados a los deportes. ¡Escucháis la WNEB de Buffalo con lo último en deportes, noticias y el tiempo para esta lluviosa mañana de sábado!
Desesperado, Michael buscó el walkie-talkie. Lo tenía en el pecho, pero le dio un golpe y cayó al agua.
– ¡Mierda, mierda, mierda!
Lo pescó, lo agitó lo mejor que pudo, encontró el botón de «Hablar» y lo pulsó.
– ¿Davey? Davey, ¿eres tú?
Otro silbido y otro crujido.
– ¡Eh, colega! Tú eres el colega de los amigos que tuvieron el accidente el martes, ¿verdad?
– Sí.
– ¡Eh, me alegro de volver a hablar contigo!
– Davey, necesito imperiosamente que hagas algo por mí. Luego podrías anunciarlo a lo grande por tu emisora de radio.
– Depende de qué otras noticias haya durante el día -dijo Davey con desdén.
– De acuerdo. -Michael reprimió las ganas de gritarle-. Necesito que llames a alguien por teléfono con el que pueda hablar a través de tu walkie-talkie o que tú y tu padre vengáis a rescatarme.
– Supongo que eso dependerá de si estás en nuestra zona. ¿Sabes lo que te digo?
– Sí, Davey. Sé exactamente lo que dices.